Leningrado: voces desde el infierno caníbal

"Le cortó una pierna a su marido para hacer sopa"
Leningrado

La hambruna provocada por el férreo asedio nazi llevó a los habitantes de la ciudad de los zares a asesinar a sus vecinos para, después, cocinar y comerse su carne. Cuando este terrible episodio ocurrió, Leningrado, la vieja San Petersburgo ubicada en el corazón del Báltico, no era ya la majestuosa ciudad que había enorgullecido a la URSS tiempo atrás. Cuando Vera Rogova salió del apartamento aquella mañana, lo que vio fueron «cuerpos mutilados por todas partes» y edificios destrozados. Desde el 8 de septiembre de 1941, la urbe vivía un sitio que se extendería cerca de 900 días, y las cicatrices se palpaban en las fachadas. Aunque poco le importaba eso a la joven. Su objetivo era llegar a toda velocidad a una plaza cercana y decidió usar el camino más rápido: un larguísimo corredor subterráneo oscuro y ruinoso. No había más remedio. Un paso; otro paso; otro más… Y, de repente, una puerta se abrió. Tras ella asomó un hombre —la chica lo definió como una bestia— de pelo alborotado y ojos extraviados de hambre. En sus manos portaba un hacha.

Rogova dio un grito e inició la carrera. El pasillo se le hizo eterno, pero solo se detuvo cuando vio a una patrulla. «¡Me está persiguiendo!», repitió. Al instante, los soldados enarbolaron sus fusiles y abrieron fuego; la bestia cayó muerta. «Cuando vimos la mirada de terror, lo comprendimos», desveló uno de los militares. Sabían a lo que se enfrentaban: uno de los muchísimos caníbales que merodeaban por Leningrado. Hombres y mujeres sumidos en la desesperación y que, azuzados por el hambre, cazaban a sus presas en mitad de las calles para alimentarse o saciar el apetito de sus familias.

Los datos estremecen. Según informes de la policía secreta de la URSS (el NKVD) desvelados a partir de 2004, un total de 2015 personas fueron detenidas por comer carne humana durante el cerco de Leningrado. De ellas, 300 acabaron ejecutadas y 1400 encarceladas. Aunque lo que acongoja todavía más es que estos datos permanecieran escondidos en lo más profundo de un cajón seis décadas.

Fotografía de un cortejo fúnebre en Rusia durante la hambruna de 1921. Una sequía el año anterior provocó una crisis agrícola en el país, con 3 millones de rusos muriendo de hambre. - Getty

HACIA LA CIUDAD DE LOS ZARES

El asedio más mortífero de la historia de la humanidad, como lo definió la ensayista Anna Reid, tuvo su origen en los anhelos de Adolf Hitler de extender el Lebensraum —el «espacio vital» germano— por la vieja tierra de los zares. El 22 de junio de 1941, los panzer cumplieron sus designios y atravesaron la frontera. Había comenzado la Operación Barbarroja, o, como la denominó el Führer, «la cruzada europea contra el bolchevismo». La máxima, según se estableció en la Directiva número 21, era «derrotar a la Rusia Soviética en una rápida campaña».

Sobre el tablero europeo, Hitler dividió a sus tropas —134 divisiones con máxima capacidad de lucha y 73 más de reserva— en tres Grupos de Ejército. Cada uno, con sus objetivos concretos. El sur avanzaría en dirección a Kiev y Odessa al frente de mariscal de campo Gerd von Rundstedt. El Centro, dirigido por Von Bock, seguiría la ruta de Napoleón Bonaparte hasta Moscú. Por último, el norte, bajo el mando del general Wilhelm von Leeb, iniciaría la ofensiva desde Prusia oriental, invadiría las Repúblicas Bálticas y arribaría hasta Leningrado a toda marcha. A la postre, se estableció que esta urbe, en la que vivían nada menos que tres millones de personas, cuatrocientas mil de ellas niños, no sería ocupada, sino dinamitada hasta los cimientos para entregar el territorio a su aliada, Finlandia. «La ciudad debe desaparecer de la superficie de la Tierra, no nos interesa salvar civiles », esgrimió el Führer.

Fue un visto y no visto. En el norte, Leeb se hizo con Riga y avanzó hasta Estonia. A la par, las tropas finlandesas cruzaron también su frontera natural con la URSS e iniciaron una tenaza mortal sobre Leningrado. Todo estaba preparado para el asalto final, pero el Führer tomó la decisión de asfixiar a la urbe por inanición. Joseph Goebbels, el ministro de Propaganda del Reich, lo dejó claro en su diario: «Hitler quiere evitar bajas entre nuestros soldados. Ya no se propone tomar San Petersburgo por la fuerza, sino obligarla a pasar hambre hasta que se someta. Sus planes son bombardear los medios que sustentan a su población con la Luftwaffe y la artillería». El 8 de septiembre de 1941, la última carretera que salía de la ciudad de los zares fue cortada y, con ella, 2,8 millones de civiles quedaron atrapados en el cerco. Arrancaba la pesadilla

Tres hombres enterrando a las víctimas del asedio de Leningrado en 1942 - RIA Novosti archive / Wikimedia

MATAR DE HAMBRE

Lo peor fue que las autoridades de San Petersburgo, segunda capital de la URSS, no habían atesorado comida suficiente para resistir un largo cerco; un error provocado por un cóctel de irresponsabilidad y administración deficiente. Anastás Mikoyán es un ejemplo de ello. En los primeros compases de la Operación Barbarroja, el miembro del Comité Estatal encargado del Comercio y las Provisiones ordenó que un convoy cargado de alimentos continuara hacia el corazón de Rusia y no dejara su preciada carga en la urbe: «Ninguno imaginábamos que iban a sitiar Leningrado. En consecuencia, Stalin me ordenó que no les suministrara más provisiones que las designadas sin el consentimiento previo».

La realidad la descubrió un comisario de Comercio llamado Dimitri Pávlov. Tras volar a la ciudad de los zares y hacer inventario de lo que quedaba en los depósitos, estableció que los víveres básicos —harina, grano, arroz, sémola, carne, ganado, aceite…— apenas durarían entre 30 y 45 días.

La escasez de alimento, unida a los bombardeos de los depósitos y a la imposibilidad —salvo excepciones— de romper el cerco sellaron el destino de los ciudadanos. «El principal almacén de Leningrado, su vientre, ha ardido. Hay un siniestro humo grasiento, estratificado y pesado, producido por el azúcar y la mantequilla que se consumían», explicaba la escritora Vera Imber. La solución que halló una parte de la población fue darse a los asesinatos para robar desde comida a cartillas de racionamiento. A comienzos de 1942, la policía ya había detenido a 1216 personas por este motivo. El NKVD local no pudo hacer más que solicitar nuevos agentes a Moscú y aumentar la represión. «Si descubrían que se había robado pan, ejecutaban a cinco personas», explicaba un superviviente. Para colmo, las gélidas temperaturas y las enfermedades derivadas de la inanición aumentaban, todavía más, la desesperación por llevarse algo a la boca.

La progresión hacia la locura fue lenta, pero inexorable. Los ciudadanos comenzaron a cazar y cocinar cuervos. Y de ahí, se pasó a las gaviotas y las palomas. En diciembre, los gatos y los perros habían desaparecido de los alrededores de la catedral de Nuestra Señora de Kazán; para los niños eran seres mitológicos. Poco después cayeron las ratas; poco importaban las enfermedades que podían transmitir. A los habitantes de Leningrado les valía todo aquello que tuviera algo de carne. Cualquier cosa…

Víctimas de la hambruna en una choza del campamento ruso de de Samara (conocida como Kúibyshev de 1935 a 1991) durante la hambruna. La fotografía es del 1 octubre de 1921. - Getty

TESTIGOS DE LA BARBARIE

El siguiente paso fue comer la carne de los cadáveres congelados y tirados en mitad de la calle; el último, asesinar a otra persona, a ser posible bien alimentada, para extraer de ella las proteínas necesarias. En principio fue algo imposible de creer. Los rumores comenzaron a extenderse como la pólvora en otoño. Los padres más cautelosos ordenaron a sus chiquillos que no salieran de casa tras oír hablar de una extraña ola de desapariciones infantiles. Los niños, o eso se rumoreaba, eran más fáciles de atrapar y su carne era más tierna; una golosina para los caníbales. Para noviembre, ya se hablaba de que en los mercados se vendían hamburguesas humanas y se colgaban cadáveres de ganchos cual jamón de Navidad.

Lo más tétrico es que, por mucho que la propaganda rusa negara la mayor, no eran habladurías. El mismo NKVD informaba con regularidad a la cúpula de Leningrado de su lucha contra el canibalismo. El 13 de diciembre de 1941, por ejemplo, la policía secreta recogió en un informe los nueve primeros crímenes por «usar carne humana como comida». El más extravagante de ellos fue el de una madre que asfixió con sus propias manos a su pequeña, de apenas dieciocho meses, para alimentar a sus otros tres retoños. Aunque no se queda atrás el caso de un fontanero que asesinó a su esposa con la misma intención.

Las calles se convirtieron en un museo de los horrores. Elena Taranukhina vio en el patio trasero de su casa los cadáveres de dos mujeres a los que habían cortado los senos de cuajo. Y a otros tantos cadáveres les hicieron lo propio con las nalgas. Valentina Rothmann, entonces una jovencita, confirmó que aquella carne se vendía a precio de oro en el mercado negro de Leningrado. Piernas arrancadas, brazos… Todos estos despojos copaban las carreteras para servir, poco a poco, de festín a los más hambrientos.

Y lo peor es que los ciudadanos no tardaron en ver aquello como una práctica necesaria. «Una mujer de Mytninskaya cortó parte del cadáver de su hijo e hizo croquetas. Bajo el régimen soviético, nos hemos visto obligados a comernos los unos a los otros», confirmó una ayudante de laboratorio llamada Frolova. La poeta Olga Berggolts fue más descriptiva si cabe: «Prendel nos contó que estaba aumentando lo de comerse a los muertos. Trataron quince casos en su hospital; en abril había habido once más. El canibalismo es un hecho. Nos contó que una pareja primero se comió el cadáver de su hijo; después, atrapó a tres niños más, los mataron y se los comieron. Es todo tan repulsivo…».

El 12 de enero de 1942, otro informe del NKVD reconoció que se había constatado un problema serio de antropofagia: 75 denuncias en total, y hasta 20 fusilados tras llevar a cabo la investigación pertinente. Ya era un secreto a voces, y no solo para la policía soviética. Un oficial de intendencia del Ejército Rojo informó a sus superiores de que existía una banda de caníbales que engañaba, asesinaba, cocinaba y se comía a mensajeros militares. Aunque lo peor fue la llegada del «General invierno». Las bajísimas temperaturas que se vivieron en la ciudad dieron el empujón definitivo a los ciudadanos para abrazar el canibalismo. Necesitaban fuerzas para combatir contra el frío. El historiador Chris Bellamy, especializado en la Unión Soviética, recoge en Guerra absoluta un documento del Archivo General del Estado de San Petersburgo en el que se corrobora que, de los casi dos millares de detenidos por antropofagia, 868 de ellos lo fueron durante el primer invierno. Los casos nunca volvieron a ser tan altos.

Ciudadanos de Leningrado recogiendo agua de pozos en Nevsky Prospect, entre las calles Gostiny Dvor y Ostrovsky. - RIA Novosti archive / Wikimedia

ASESINOS Y VÍCTIMAS

Las milicias locales también tomaron nota de una infinidad de casos de canibalismo. El 4 de febrero de 1942, por ejemplo, un agente interrogó a doce mujeres que confirmaron haber comido carne humana. «Una de ellas, terriblemente agotada y desesperada, ha desvelado que, cuando su marido se desmayó debido al cansancio y el hambre, le cortó parte de la pierna para hacer una sopa de la que comieron sus hijos y ella misma», escribió. Otra admitió haber seccionado un trozo de un cadáver tirado en la calle. «Lloraban; sabían que pronto iban a ser ejecutadas», completaba.

En el lado opuesto, se contaron por miles los padres, madres y hermanos cuyos parientes acabaron descuartizados para servir de plato fuerte. Anna Nikitina fue una de ellas. Un día de febrero, su madre acudió a la oficina del NKVD en busca de su hermana mayor perdida. A nadie le extrañó su historia; era una de las muchas. Los agentes señalaron un cuarto repleto de cajones: «Revíselos. Es ropa de niños. Está ordenada por distritos. Si encuentra la ropa interior de su hija, recuerde el número del cajón, de ese modo podremos decirle dónde la mataron y dónde se la comieron». Buscó, pero no la halló. «Vuelva cuando hayamos recibido la siguiente entrega. La encontrará. El distrito de Petrogrado está lleno de caníbales».

La pesadilla se extendió durante meses. La cifra de criminales, siempre según la policía secreta soviética, tan solo empezó a reducirse a partir de junio de 1942, cuando «el número de incidentes de uso de carne humana disminuyó de 226 personas en mayo, a 56». Aunque todavía hubo que esperar un poco para que desapareciera de forma definitiva. En diciembre de ese mismo año, la persecución sistemática de los caníbales, una minoría dentro de los cientos de miles de ciudadanos que todavía residían en la urbe, unida a la llegada de alimentos, cortó de raíz esta locura. O eso nos han contado.

Recomendamos en