Felipe II gobernó uno de los mayores imperios de la historia y el primero en ser ciertamente global. La imagen que tenemos de él es la de un rey austero, puntilloso y rutinario, de un fervor religioso mayúsculo y no menos devoto del orden y el gobierno a partir de una administración apoyada en un sistema burocrático que le ha llevado a ser recordado como “el rey en el despacho”. Reinó durante 42 años y a pesar de la agónica muerte que sufrió, no dejó de detallar todas las exigencias y preparativos que requería para su muerte. Minucioso hasta el final, Felipe II quiso aprobar en vida hasta su propio ataúd.

Que no se pierdan los cuernos de unicornio
Conocido como “el rey Prudente”, firmó su testamento cuatro años antes de morir. Claro que era lo más sensato a sus 67 años, una edad bastante avanzada para la época y, sobre todo, por las innumerables enfermedades que padeció el monarca. Los estudios apuntan a dificultades producidas por sífilis congénita, asma, artritis, cálculos biliares, fiebres intermitentes y la gota que sufrió desde los 36 años, que le impedía andar en muchas jornadas y para lo que disponía de una silla en la que era trasladado. Por supuesto, una silla a su gusto y bajo su aprobación.
El testamento de Felipe II se divide en 49 cláusulas de las que 30 recogían sus últimas y detalladas voluntades. Además de una cuidada y previsora línea de sucesión, el monarca hizo hincapié en la integridad del patrimonio real. De este patrimonio formaban parte las más de 7000 reliquias que Felipe II llegó a reunir en El Escorial, de las que su consejero, fray José de Sigüenza llegó a afirmar que “no tenían noticia de santo ninguno del que aquí no haya reliquia, excepto tres” (según creían en la época solo faltaban San José, San Juan Evangelista y Santiago el Mayor). Junto a las reliquias, Felipe II pidió proteger piezas singulares a las que se concedían virtudes:
“Se conserven y anden juntos, con la sucesión destos Reinos, seis cuernos de unicornio, que asimismo están en la dicha guardajoyas, para que tampoco se puedan enajenar ni empeñar”.

¿Cómo se entierra a un rey?
Historiadores de la talla de John H. Elliott han llegado a argumentar que Felipe II era un obsesivo compulsivo obcecado con la muerte que buscó el favor de Dios coleccionando reliquias. Ciertamente, los dolores que sufría pudieron ser motivos suficientes para su fijación. Según fray José de Sigüenza, en el verano de 1598 Felipe se sentía “asado y consumido del fuego maligno que le tenía ya en los huesos”. Quedó postrado en la cama y el cuerpo se le fue llenando de llagas y úlceras que le producían dolor y asco dado que las fuentes hablan de una persona con mucho cuidado por su higiene personal.
Pero Felipe II tuvo tiempo de supervisar algunas de sus últimas voluntades. Ordenó que se construyera un ataúd de plomo que sería introducido en otro de madera sellado de manera hermética para evitar los malos olores. Quiso que trataran su cadáver igual que el de su padre, el emperador Carlos V, por lo que pidió que abrieran su ataúd para comprobar cómo estaba amortajado y dispuesto.
En su testamento pidió que para cumplir con sus oficios religiosos debían celebrarse 62 500 misas, seis misas diarias una vez se hubiese llegado a la cifra y 24 réquiems en los aniversarios de su nacimiento y muerte.
Tras 53 días de agonía, Felipe II falleció el 13 de septiembre de 1598. Sus extravagantes exigencias antes de morir son dignas herederas del carácter que ya demostró su padre, el emperador Carlos V, quien llegó a ensayar en vida su propio funeral, escuchando las oraciones desde el interior de un ataúd.
Referencias:
- Sigüenza, J. 2008. Como vivió y murió Felipe II. Maxtor.
- Parker, G. 2010. Felipe II: la biografía definitiva. Planeta.
- Ramos, J. 2020. La España sagrada. Historia y viajes por las reliquias cristianas. Arcopress.