A mediados del siglo XIX una gran cantidad de cazadores blancos recorrían África aniquilando elefantes. La razón para semejante esquilmación era una mezcla diversión y negocio: el mercado de marfil en Europa y América se había triplicado en treinta años. Inglaterra importaba medio millón de kilos de marfil al año. Si un colmillo de elefante pesa del orden de los 30 kilos, solo para cubrir las necesidades anuales inglesas debían exterminarse más de 8300 elefantes.
El marfil no era un material estratégico necesario para la supervivencia de la industria británica, sino que más bien era vital para adornar las casas del Imperio británico y jugar al billar. Las mejores bolas de billar se fabricaban con el corazón de los mejores colmillos de elefante. La escasez de estos proboscidios en África era una mala noticia para los jugadores de billar. El Imperio británico no podía detenerse por culpa de unos pocos elefantes.
En 1869 los fabricantes de bolas de billar Phelan y Collander ofrecieron un premio de 10 000 dólares a quien encontrase un sustituto del marfil. La oferta llamó la atención de un par de hermanos impresores de Nueva York, John e Isaiah Hyatt. Para empezar, compraron una patente inglesa de 1862 a nombre del químico Alexander Parkes. Era la de un material llamado parkesina, que, en esencia, era nitrocelulosa tratada con ácido nítrico y un solvente: fue el primer plástico de la historia. Parkes había presentado su invento en la Exposición Universal de Londres de 1862, donde le dieron la medalla de oro. Debido al éxito, Parkes se lanzó de lleno a producir objetos con su parkesina: empuñaduras para navajas, botones, dientes artificiales, joyeros... Poco duró la aventura, pues su empresa, situada en el popular barrio de Hackney en Londres, entró en bancarrota en 1868.

Con la patente de Parkes, los hermanos Hyatt se pusieron a trabajar. Tras varios fracasos acabaron obteniendo un material que era indistinguible del marfil original. Fácil de modelar, duro, uniforme y resistente al agua, a aceites y a ácidos, tenía el aspecto, con el tratamiento adecuado, del marfil, del coral, del ámbar, del ónice y hasta del mármol. Isaiah lo bautizó con el nombre de celuloide.
Pero la historia de este nuevo material no estaría completa si no nos remontásemos a 1833, cuando un químico francés llamado Henri Braconnot dedicaba parte de su tiempo a experimentos de química vegetal o, dicho de otro modo, a jugar con ácido nítrico y patatas. Poco tiempo después, un profesor de la Universidad de Basilea llamado Christian Schönbein realizaba el mismo tipo de experimento, pero sustituyendo las patatas por algodón hidrófilo y añadiendo ácido sulfúrico. El resultado final fue un nuevo tipo de arma: el algodón explosivo o nitrato de celulosa, que se hizo las delicias de los militares, pues era tres veces más potente que la pólvora y no producía ni humo ni el destello típico del disparo, por lo que el enemigo no podía ver de dónde venía.
También tenía sus aplicaciones civiles: mezclado con éter se usó como antiséptico; si se mezclaba con alcanfor, se calentaba, y si se le retorcía un poco, aparecía el celuloide de los Hyatt. Estos hermanos se dieron cuenta de que tenían una mina entre manos, pues su celuloide podía sustituir al marfil en todas sus aplicaciones. Por ejemplo, como dientes falsos para los dentistas. Debido al alcanfor, este marfil artificial tenía un olor penetrante, lo que aprovecharon para publicitarlo como un diente que olía a limpio. Claro que también tenía sus inconvenientes: como experimentó Schönbein, en cierta ocasión uno de estos dientes explotó.
Y llegó el PVC
El descubrimiento del cloruro de polivinilo o PVC fue pura serendipia, y por dos ocasiones: la primera vez en manos del químico francés Henri Victor Regnault, en 1835; la segunda, en las del alemán Eugen Baumann, en 1872. En ambos casos apareció después de dejar expuesto a la luz del sol el cloruro de vinilo (un gas dulce e incoloro, inestable a altas temperaturas y que se incendia fácilmente), que dejaba un sólido blanco. No sabemos muy bien por qué, pero ninguno de los dos científicos solicitó una patente. Quien sí lo hizo fue otro alemán, Friedrich Klatte, en 1913, cuando inventó un nuevo método de polimerización (el proceso por el que a partir de moléculas pequeñas construyes otras grandes) del cloruro de vinilo con la luz solar.
A pesar de patentar el proceso no vio en el PVC ningún propósito realmente útil, quizá porque era muy difícil de trabajar. Hubo que esperar a 1926 cuando Waldo Semon, que había sido contratado por la B. F. Goodrich Company en Estados Unidos para desarrollar un sustituto sintético para el caucho natural –cada vez más caro–, inventó el cloruro de polivinilo plastificado, que patentó con el título “Composición sintética similar al caucho y el método de fabricación del mismo. Método de preparación de productos de haluro de polivinilo”.
Los primeros productos de vinilo que produjo Semon fueron pelotas de golf y tacones, además de revestimientos resistentes al agua para telas. La demanda se disparó durante la Segunda Guerra Mundial cuando el PVC empezó a utilizarse como aislante del cableado en los buques militares. Hoy, el PVC es el tercer plástico de mayor venta en el mundo, después del polietileno y el polipropileno.
Este artículo fue originalmente publicado en una edición impresa de Muy Interesante.