En tiempos de la Compañía de las Indias Orientales, además de funcionarios, los agentes de la Compañía eran conquistadores y, como tales, se quedaban con el botín, de modo que se convirtieron en el prototipo de la vida regalada, con riquezas más allá de los sueños de sus compatriotas en Inglaterra. Generalmente eran ingleses bien educados de la clase media alta que fueron en parte a ganar dinero, pero también a divertirse y vivir emociones y aventuras amorosas en un lugar exótico muy diferente a Gran Bretaña. Había más oportunidades y el botín era más abundante.
Estos hombres no eran intolerantes, por lo que muchos de ellos tenían amigos indios, algunos incluso esposa india y amantes indias o bibis, como eran conocidas, con las que tuvieron hijos angloindios (estas vivían con sus hijos y sirvientes en una casa conocida como bibigar). Aunque había mujeres inglesas que se aventuraban a hacer el largo y peligroso viaje a la India, eran pocas; por eso, las bibis eran parte importante, casi oficial, de la vida de la Compañía. Se decía que estabilizaban a los hombres y enraizaban a la empresa en aquellas tierras.
Pero esta forma de pensar no sería compartida por las mujeres inglesas del XIX y menos que ninguna por una en concreto: la reina Victoria. Sus ‘valores victorianos’, que defendían la inviolabilidad del hogar y la familia, cruzaron el mar en los bolsos de las esposas y novias de los colonos y en la biblias de los predicadores, y todo cambió. Los británicos se aislaron de los nativos de manera altiva, injusta e intransigente.

La llegada de las mujeres
En los años anteriores al Canal de Suez, el viaje de Inglaterra a la India se hacía bordeando el extremo sur de África, un trayecto de 21.000 km que podía durar hasta seis meses en un barco de vela. Pero en 1837, el primer año de reinado de Victoria, un empleado de la Compañía de las Indias Orientales, Thomas Waghorn, encontró una ruta más rápida, un atajo cruzando Egipto y el mar Rojo que haría el viaje más fácil para las mujeres inglesas. Y comenzaron a llegar a la colonia esposas y miles de jóvenes solteras en busca de cotizados solteros de la colonia.

Estas mujeres provocarían un gran cambio en el estilo de vida de los hombres que gobernaban la India. Ellas y los misioneros –muy intolerantes con las religiones indias–, que estaban dispuestos a que la India fuera más civilizada y más cristiana. Los contactos británicos con la sociedad india disminuyeron en todos los aspectos y la comprensión británica de la vida y la cultura india fue, en su mayor parte, reemplazada por sospecha, indiferencia y miedo.
Una vida totalmente aislada
Con la llegada de las mujeres, se produjo la tendencia a buscar enclaves apartados para los europeos. Antes vivían en los barrios indios, rodeados de gente nativa; ahora, en lugares exclusivos para ellos, más allá de los muros de las antiguas y abarrotadas ciudades.
Permanecían lo más alejados posible de la ‘contaminación nativa’ en sus acantonamientos militares o campamentos. En ellos vivían en sus propias casas o bungalós y se relacionaban solo entre ellos, en sus clubes privados y en sus propias tiendas. No iban a los bazares y a menudo despreciaban el conocimiento médico de los indios, sus regímenes de salud y sus dietas tradicionales (los británicos tuvieron una tasa de muertes por enfermedades epidémicas mucho más alta que la población local).

Estaban totalmente aislados y en esta situación las mujeres europeas tenían muy poco contacto, por no decir ninguno, con el mundo exterior. Su principal relación con los nativos eran los sirvientes –los altos funcionarios podían llegar a tener hasta 100 personas a su servicio–, sobre los que mandaban considerándolos inferiores.
Marjorie User, la institutriz de los hijos de un coronel del ejército en Chákatra, afirmaba: “Entretener a tus invitados en este país es muy sencillo, solo tienes que decir a tus sirvientes cuántos van a venir y ellos se encargan de todo. Tenemos nueve sirvientes incluyendo el aya, el encargado que hace de camarero para el coronel Sterling, el khitmutgar que sirve la mesa y cuida de la plata, el punkawalash que abanica el aire en los sofocantes bungalós y el dhobi que lava la ropa”.
Pero los británicos sí hacían vida social con algunos indios: los de clase alta y sangre azul. El evento social por excelencia para la élite de la India era la caza del tigre sobre elefantes. Poderes políticos y prestigio llenaban esos encuentros en los que virreyes y maharajás se entremezclaban en las junglas del norte de la India y Nepal.

Y es que, durante el Raj británico, dos culturas muy diferentes estaban unidas bajo una misma administración y los límites raciales y culturales que dividían a la sociedad mantenían un frágil equilibrio entre modernidad y tradición. En los años 30 del siglo XX, algo menos de 100.000 británicos gobernaban sobre 315 millones de hindúes. Estaban en el ocaso de su sistema colonial y lo sabían, y por eso se aferraban a él como la única manera de mantener su estatus social, ya que en la metrópoli volverían a descender varios peldaños en la escala social.
Guerra a las ‘bibis’
Tanto las británicas que llegaban solteras y enseguida se convertían en esposas como las que llegaban casadas compartían un mismo deseo: deshacerse de las bibis. Esas primeras mujeres victorianas que llegaron a la India no querían que sus hombres se asociaran con indias. Algo fácil de entender, pero que abría una brecha en las relaciones entre británicos e indios porque aislaba también a los hombres británicos de la vida diaria de los nativos.
Ahora se esperaba que los agentes de la Compañía, en vez de pasar las horas libres con su amante en la bibigard o con los compañeros en los barrios, se fueran a su bungaló, al seno de su familia inglesa, con su mujer. Una mujer que se escandalizaba ante las historias de los placeres de los que disfrutaban los hombres en los denach de los barrios nativos o los maharajás en la privacidad de sus palacios.
Los matrimonios mixtos
Las relaciones interraciales amenazaban con borrar las líneas rojas sobre las que el Imperio estaba asentado y eran percibidas como un peligro. El propio Kipling escribiría: “Todo hombre debiera ceñirse a su propia casta, raza y educación, en cualquier circunstancia. Que vaya el blanco con el blanco y el negro con el negro”. Así comienza su relato corto Transgresión. El escritor, como la mayoría de los ingleses residentes en la India durante el dominio británico, condenaba cualquier tipo de unión física entre los colonizadores y los colonizados. La idea de la superioridad de Gran Bretaña y la inferioridad de los colonizados era amenazada por los matrimonios mixtos y sus hijos, los euroasiáticos.

No es de extrañar, por tanto, que se impusiese un tabú sobre las relaciones entre miembros de razas distintas y que hubiera tan pocos casos registrados de matrimonios mixtos. No existían leyes explícitas que los prohibiesen, pero la sociedad colonial prefería condenar tales uniones, y a sus vástagos al ostracismo.
Tardes de té y ‘gin-tonic’
En los años 30 y 40 del siglo XX, mientras los líderes independentistas desafiaban al Raj (levantándose en armas o pacíficamente), los expatriados británicos vivían despreocupadamente como si estuvieran en la metrópoli, con sus mismas costumbres y tradiciones. Todo era motivo de celebración, desde las victorias británicas en la India y Europa hasta el ir y venir de gobernadores generales, virreyes y héroes militares, pasando por las muertes, cumpleaños y coronaciones reales.
Fuegos artificiales, desfiles militares, luces, vestidos de gala, cenas con sus ceremoniosos brindis, música, rezos cristianos y, sobre todo, muchos discursos. Y los indios participaban en forma marginal como soldados en los desfiles, como sirvientes o como espectadores de las partes públicas de las celebraciones. Era cuestión de tiempo que los auténticos dueños del país se hartaran.
La realidad es que el Raj británico intentó crear una ‘pequeña Gran Bretaña’ en Asia basada en fiestas de té y bailes, palos de golf y polo y clubes privados donde los carteles prohibían la entrada “a perros e indios”.

Quizás era la única de manera de sobrellevar el haber sido enviados a un lugar tan remoto (seguramente un destino no elegido voluntariamente, ni por funcionarios ni por soldados). Muchos recibieron tierras y se convirtieron en sahib y memsahib, pero eso tenía poco valor tan lejos de Londres. Aun así, la vida se vivía en una escala de lujo inimaginable en comparación con cualquier cosa en casa. La insistencia en apegarse a las tradiciones de la patria, como el té de la tarde, era un síntoma de nostalgia, y el gin-tonic que se bebía en las fiestas era un modo de alegrarse la vida.
Al llegar el verano de 1948, la mayor parte de los británicos se habían marchado. Viajaban de vuelta a casa añorando una época que jamás volvería y las casas en las que habían vivido estaban ahora ocupadas por indios.