Prácticamente en desuso en la actualidad, esta expresión posee un origen ciertamente escatológico. En épocas pasadas, cuando aún no había en las casas sistemas de desagüe, era costumbre arrojar por los balcones y ventanas que daban a la calle las aguas sucias, orines y demás inmundicias. Para advertir a los transeúntes del peligro, se daba unos segundos antes el grito de "¡agua va!". Al escucharlo, la gente se apresuraba a buscar un lugar seguro para guarecerse del sucio chaparrón.
Antonio Flores (1818-1865), en su obra Ayer, hoy y mañana escribía lo siguiente:
"Los entonces flamantes serenos eran los únicos que velaban a las altas horas de la noche, vigilando los cuarteles de la población y cantando la hora, precedida siempre del Ave María Purísima.»Un solo grito era, hasta la medianoche, el compañero del sereno en aquella oscura soledad; y hasta que oía el último estaba el vigilante con el mayor desasosiego, sin atreverse a descansar en ningún punto, con especialidad debajo de los balcones.»Porque era el caso que abrirse con estrépito (un balcón o ventana), salir una voz diciendo ¡Agua va! y caer al suelo un golpe de agua, que la oscuridad de la noche no permitía ver si era turbia, pero que el ruido indicaba que no era muy delgada, todo pasaba en un solo momento.»Y esto es tan cierto, que si el infeliz que pasaba por debajo de una ventana no oía abrirla cuando le decían ¡Agua va!, ya había ido sobre él el agua; habiendo sucedido en una ocasión que un criado recién venido de la tierra equivocó la consigna, y por decir ¡Agua va! dijo ¡Alabado sea el Santísimo Sacramento!, a tiempo que pasaba un hombre por debajo y descubrió la cabeza para saludar a tan santa invocación"