Isabel II empezó a reinar en un árbol en Kenia y se desquitó de escenario tan modesto con una ceremonia de coronación retransmitida por la BBC que siguieron más de veinte millones de personas. Entre el 6 de febrero de 1952 y el 2 de junio de 1953, la reina se hizo mainstream, y eso que no todos se mostraron partidarios de tanta pompa, Churchill incluido…

El noticiario de Pathé News fue demasiado optimista: el rey, dijo, no volvería a ver a su hija hasta el verano. Jorge VI tenía cincuenta y seis años y un historial médico muy desfavorable. Meses atrás, había sufrido una delicada operación para extirparle un tumor en el pulmón, llevada a cabo en el mismo palacio de Buckingham. Había sido un éxito, ciertamente, e incluso el doctor que la ejecutó fue nombrado Caballero de la Real Orden Victoriana. Sin embargo, el hombre que se despidió de su hija a bordo del BOAC Argonaut Atlanta, descendió las escaleras y permaneció en el aeropuerto mientras despegaba el aparato parecía cansado y enfermo. En verdad, lo estaba.
Una multitud saludaba y agitaba los pañuelos, indiferente al frío de finales de enero. Tres mil personas habían acudido a desearle lo mejor a la joven Isabel, que, en representación de su padre, emprendería junto a su marido, su alteza real el duque de Edimburgo, una gira por la Commonwealth, con Australia y Nueva Zelanda como platos fuertes. Kenia, cuya conciencia nacional no tardaría en estallar con la revuelta de los Mau Mau, sería la primera parada. Tras un vuelo interminable, la princesa y su séquito aterrizaron en Nairobi el 1 de febrero de 1952, y ahí estaban de nuevo las cámaras para inmortalizar la bienvenida de los cañones y esas estampas coloniales que hoy nos resultan tan extemporáneas y que contrastaban, tal como subrayó la princesa, con el «centro de comercio y finanzas» en que se había transformado la capital de Kenia en los últimos años.

Cinco días más tarde, el padre de la princesa expiraba en su residencia de Sandringham, la gira de la Commonwealth se suspendía y las biografías de una muchacha de veinticinco años y de un país entero cambiaban para siempre.
Una choza en Kenia
Dicen, y dicen bien, que Isabel, ya reina de acuerdo con el Acta de Establecimiento de 1701, se enteró de la muerte de su padre en una choza sobre una higuera del Parque Nacional de Aberdare, a más de 150 kilómetros al norte de Nairobi. En ese lugar, hace apenas unos meses, el conde de Wessex plantó un árbol para celebrar el Jubileo de Platino de su madre, y no lejos de allí el ya príncipe de Gales pidió matrimonio a Kate Middleton.
Aquel día, 6 de febrero de 1952, la joven se había levantado temprano, había desayunado, había visto jugar a unos babuinos y estaba tomando unas fotografías cuando recibió la noticia por boca de su marido. Todo el mundo la conocía ya, pero hasta ese remoto rincón del globo el mensajero de la muerte llegó más tarde. En su nueva condición, el deber ahogó a la pena, y, tras deambular con Felipe por el jardín, sin que nadie la viera llorar, redactó varias cartas de disculpa por la cancelación de sus compromisos. La chica sonriente y tal vez nerviosa que dejara Londres el jueves anterior se había convertido, el miércoles siguiente, en jefa de Estado del Reino Unido, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica, Pakistán y Ceilán.
Al atardecer del 7 de febrero, tras diecinueve horas de vuelo, Isabel Alejandra María aterrizó en un país sumido en el llanto, con el primer ministro Winston Churchill y otras autoridades junto a la escalera del avión. Este, por cierto, no tenía demasiada fe en ella: le parecía solo una chiquilla, aunque, como contaría Mary Soames, hija menor del político, «no tardó en darse cuenta de que era mucho más que eso». Desde ahí, la reina se trasladó a Clarence House, y el 8 de febrero leyó su emotiva declaración de soberanía en el palacio de Saint James, donde se refirió a la repentina muerte de su «querido padre» y a sus flamantes «deberes y responsabilidades » para promover «la felicidad y la prosperidad de sus pueblos». El ritual de la proclamación se repetiría en cada uno de los reinos de la Commonwealth, y el himno God save the Queen sonó desde Singapur hasta Chipre.

El aprendizaje de una reina
Entre tanto, el cuerpo de su padre yacía en una iglesia de Sandringham, antes de su traslado al palacio de Westminster y el correspondiente funeral, el 15 de febrero. En aquella ocasión, las campanas repicaron cincuenta y seis veces, por la edad del monarca, y, como en un avance de la coronación, las cámaras siguieron a la comitiva hasta la puerta de la capilla de San Jorge, en el castillo de Windsor…, solo que esa vez no se les permitió la entrada.
La imagen de María de Teck, abuela de la reina, su madre y ella misma junto al catafalco del rey conmovió a una sociedad que, en 1947, había podido olvidar, por un momento, las inclemencias de la posguerra gracias a la boda de Lilibet y Philip, Isabel y Felipe. Entonces, la mayoría de británicos siguió la fiesta por la radio.

Durante las semanas de vértigo que siguieron a la muerte de su padre, Isabel «aprendió» a ser reina, un destino que había conocido a los diez años, cuando su tío abdicó la Corona y su padre fue proclamado rey. Tal como declaró Su Majestad en alguna ocasión, este había muerto «demasiado joven, por lo que asumir mi papel y tratar de hacer el mejor trabajo posible resultó muy repentino». En 1940, a los catorce años de edad, se había dirigido por primera vez a su pueblo, en concreto, a los chicos de su edad que padecían la miseria de la guerra, que atesoraron en sus oídos ese mensaje de futuro y esperanza. Doce años después, ante ella desfilaban presidentes y embajadores y, en el palacio de Buckingham, honraba a sus súbditos más honorables, para tranquilidad de un Reino Unido y una Commonwealth que sabían que estaban en las mejores manos.
Junto con el celo de su correspondencia y sus largas charlas con su madre, se iban perfilando sus obligaciones institucionales más acuciantes. En noviembre, por ejemplo, asistió a su primera apertura del Parlamento y selló su Declaración de Adhesión como protestante.

Su mayor desafío
Como se ve, la casa real no se mostraba muy apurada con la ceremonia, que empezó a fraguarse allá por abril del 52, cuando se reunió por primera vez la Comisión de Coronación, presidida por el duque de Edimburgo. Frente a la propuesta de Churchill de oficiarla el 1 de junio de 1953, se fijó el 2 del mismo mes, tras descartar el 3 a causa del Derby de Epsom. Los ensayos para las distintas partes (reconocimiento, juramento, unción, investidura —fase en la que tiene lugar la coronación—, entronización y homenaje) fueron muy puntillosos, si bien la reina solo participó enteramente en ellos cuando se acercaba ya la fecha, y fue sustituida en otros por la duquesa de Norfolk. Desde luego, hay un sinfín de anécdotas sobre esos preparativos, de cuyos detalles se ocupó el 16º Duque de Norfolk, y sobre la ceremonia en sí, que siguieron, desde la abadía de Westminster, nada menos que 8.251 invitados.
Entre ellos se encontraban miembros de casas reales como el entonces príncipe Akihito de Japón, gobernadores de los distintos protectorados británicos, representantes de hasta 129 naciones y territorios (por parte estadounidense, el general George Marshall; del lado español, el ministro de Marina, almirante Salvador Moreno Fernández), o periodistas como Jacqueline Bouvier, la futura Jackie Kennedy, que a la sazón trabajaba para el Washington Times-Herald; una más entre los más de 2.000 periodistas y 500 fotógrafos — de 91 países— que se acreditaron.
¿Tele o no tele?
He ahí la cuestión… Porque, sin duda, el aspecto más controvertido de la ceremonia fue su posible retransmisión televisiva, una experiencia inédita que no complacía a casi nadie en Buckingham Palace —tampoco al arzobispo de Canterbury—, pero que tal vez no disgustara del todo a su principal protagonista.
De hecho, su biógrafa Sarah Bradford apunta, en Queen Elizabeth II: Her Life in Our Times, que la reina no se sentía nada cómoda con la intrusión, ya que desconfiaba del nuevo medio. Los monárquicos más ortodoxos juzgaban ese artilugio como un entretenimiento sin profundidad intelectual, y temían que cualquier fallo pudiera menguar el aura real. Parece que la reina se había opuesto a que se grabara su mensaje de Navidad de 1952 y, no en vano, su llegada a los hogares «en carne y hueso» se hizo de rogar hasta 1957.

Sin embargo, los ejecutivos de la BBC, empezando por su director, George Barnes, no podían perder esa oportunidad, que contribuiría a dar el empujón definitivo a un formato que aún no había eclosionado en el país. A primeros de octubre, se dio por sentado que la alianza entre los Windsor y la BBC podría beneficiar a ambas partes. No contaban, empero, con la reticencia de un peso pesado, el primer ministro Winston Churchill, guardián de las esencias de la tradición y la liturgia, quien apremió a Buckingham a que la retransmisión se limitara a la procesión de antes y después, no a la coronación en sí.
Durante los cuatro años de su segundo mandato, entre 1951 y 1955, Churchill no concedió una sola entrevista a la televisión, y el único «favor» que le hizo fue presentar su dimisión coincidiendo con una huelga de periódicos, lo que hizo que la BBC se llevara el gato al agua de la exclusiva.
El 8 de diciembre, finalmente, se resolvió que la reina sería coronada a la vista de todos presentándola como una silueta plenamente humana, a la vez que como un ente político. A lo largo de su reinado, los focos potenciarían el papel de madre protectora y, más tarde, de abuela entrañable.

Tras la ceremonia
Todo salió a pedir de boca, y el propio Barnes, el director de la BBC, recibió su recompensa en forma de nombramiento como caballero. Aquella mañana, en la abadía de Westminster, el glamur cobró un nuevo significado, que se propagó a los países de ámbito anglosajón a través de la Canadian Broadcasting Corporation, la cual compartió su señal con la ABC y la NBC estadounidenses para proveer a sus afiliados de imágenes por kinescopio. De igual modo, Italia, Alemania, Francia y Holanda se engancharon a la señal de la BBC.
Un año después, en el RKO Pantages Theatre de Hollywood, el documental en Technicolor A Queen is crowned, con guion del poeta y dramaturgo Christopher Fry y narración de Laurence Olivier, se quedaba a las puertas del Oscar. Hoy viendo esos rostros, vestidos y trajes, esos movimientos y hasta esa carroza dorada, uno siente que querría quedarse a vivir en esos planos. Pero al conmemorar el sesenta y cinco aniversario de su coronación, cuando le preguntaron a la reina por la carroza, la misma que conducirá a Carlos III a la gloria de Westminster, replicó: «¡Horrible! El cuero está suspendido sobre los muelles. No es muy cómoda».
* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.