Político de carrera y controvertido parlamentario, Winston Churchill se enfrentó al mayor desafío del siglo XX cuando fue nombrado primer ministro en mayo de 1940. Cuando la mayoría de aristócratas clamaban por sellar in extremis la paz con Hitler, el premier, con una perseverancia que rozaba la temeridad, no claudicó ante las pretensiones expansionistas de Alemania. Su tesón y persuasión a la hora de convencer a Estados Unidos para entrar en la contienda serían un punto de inflexión a la hora de derrotar al Tercer Reich. Partidario del espionaje y la llamada «guerra secreta», no dudó en armar a ejércitos clandestinos para contrarrestar a la fuerza más letal conocida por la Historia.

Individuo complejo y provocador nato, amado y odiado a partes iguales por su pueblo, Churchill fue un estadista todoterreno que, además de militar y político (tenaz y obcecado, tanto que a veces desafiaba a su propio partido, el conservador, aprobando leyes progresistas), fue ensayista, crítico literario e historiador, y realizó un monumental compendio de los hechos acaecidos en la Segunda Guerra Mundial —desde el punto de vista de los vencedores, claro—, por el que sería galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1953. Y a pesar de las múltiples sombras que jalonan su carrera militar y política, el líder inglés sería el principal azote del nazismo.
Winston Spencer Churchill, miembro de la prestigiosa dinastía del duque de Marlborough, nació en el palacio de Blenheim el 30 de noviembre de 1874. Winston era hijo del lord Randolph Churchill, y de la estadounidense Jennie Jerome. Desde pequeño mostró un fuerte temperamento y una personalidad difícil. Sus notas eran pésimas y tras pasar por varias escuelas no le fue fácil ingresar en la Academia Militar de Sanhurst. Cuando finalmente fue admitido, no tardó en destacar. Poco después se incorporó al Cuerpo de Húsares. Su nombre comenzó a ser popular por sus crónicas desde el frente de batalla en Cuba, la India y Sudán. Pero lo que le brindó mayor notoriedad fueron sus acciones en la Guerra de los Boers, donde llegó a ser detenido, encerrado en un campo de prisioneros y protagonista de una fuga espectacular.

Aunque célebre por su buen humor y brillante oratoria, su espíritu independiente y su testarudez le granjearon importantes enemigos en la Cámara de los Comunes, incluso entre sus correligionarios, a pesar de ostentar varias carteras ministeriales. Así, cambió varias veces de partido y sus intervenciones en el Parlamento solían ir seguidas de una gran polémica.
En 1911 fue nombrado primer lord del Almirantazgo y Churchill previó con extraordinaria clarividencia los acontecimientos que desencadenarían la Primera Guerra Mundial. Tras el nombramiento, se volcó en una profunda reestructuración del Ejército británico y la Armada. En 1912 también impulsó la mejora de Fuerza Aérea Británica. Y a pesar de su anticipación, su fracaso en los Dardanelos en 1915 le obligó a dejar su cargo, pasando a ocupar un papel secundario en la política de su país, hasta que, tras varias idas y venidas, le llegaría su gran momento, la Segunda Guerra Mundial.

La hora más oscura
El 1 de septiembre de 1939 el ejército nazi entraba implacable en Polonia y dos días después, Francia e Inglaterra le declaraban la guerra a Hitler. Esa misma noche, Churchill fue llamado por el premier y recuperó su antiguo puesto de lord del Almirantazgo en un momento en el que, aunque parezca increíble, para algunos sectores de la opinión pública y medios de comunicación era poco menos que un bufón. Un momento muy delicado, pues como él mismo advirtió, la nación no estaba preparada para una guerra de esas características.
El «viejo Bulldog», como le bautizó cierta prensa, estaba pletórico, se crecía ante el desastre y a sus 65 años se marchó al frente. Sin embargo, su primera intervención en la contienda fue de todo menos exitosa: el fracaso de la campaña de Noruega, la fallida Operación Wilfred, costó la vida de 4.000 soldados británicos. Aquello, unido al precio que debía pagar por el Pacto de Múnich, obligaron a Chamberlain a dimitir. El 10 de mayo de 1940, el mismo día en que Hitler lanzaba sus ejércitos contra Bélgica y Holanda, Winston Churchill era nombrado primer ministro del Reino Unido.
Al igual que el Führer, aunque en un sentido más responsable y lúcido, el inglés tenía una visión romántica, cuasi mesiánica, de su papel en la vida y en la guerra. Él mismo dijo en una ocasión, en su juventud, a un amigo, que: «Todos somos gusanos, pero creo que yo soy una luciérnaga», como si se viera a sí mismo, no sin cierta pretensión más tarde justificada, como una luz que podía guiar a los demás hombres en su camino hacia la libertad. Un sentimiento, el de guiar al pueblo británico, que siempre le acompañó y que sería capital en «la hora más oscura», como denominó a los prolegómenos de la Batalla de Inglaterra. En sus Memorias, dejó escrito que en la fecha en que el rey Jorge VI le llamó para recibirle ceremonialmente tras ser elegido primer ministro: «Sentía como si toda mi vida hubiese sido una preparación para este momento».
Ese mismo día, Churchill pronunció el más conmovedor de sus discursos. Y a pesar de su tenacidad y entereza ante los focos, esa primera noche rompió a llorar y confesó a uno de sus generales: «esa pobre gente confía en mí y yo tan solo podré ofrecerles un desastre durante mucho tiempo». Pero sus palabras surtieron efecto. El pueblo británico asumió aquel desafío y convirtió la frase «no tengo más que ofrecer salvo sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor» en un auténtico mantra. No se rendirían ante Hitler. El nuevo premier se aseguraría la colaboración de sus enemigos políticos formando un gobierno de concentración nacional y a su vez ordenó la creación del Ministerio de Defensa con el objetivo de una mejor dirección del esfuerzo de guerra.
Tras seis semanas de lucha, Francia sucumbió e Inglaterra se quedó sola ante la maquinaria bélica más gigantesca jamás concebida. En julio de 1940 comenzó la Batalla de Inglaterra. Se libraron feroces combates aéreos durante semanas, y cuando todo parecía estar perdido para los británicos, un hecho fortuito cambió el rumbo de los acontecimientos: el 24 de agosto, debido al error de navegación de un piloto alemán, sus bombas cayeron en las afueras de Londres, provocando una airada reacción de Churchill, que ordenó que se bombardease Berlín. Aunque sus asesores le dijeron que había una distancia demasiado grande, el premier se mantuvo inflexible. Muchos cazas de la Royal Air Force (RAF) caerían en la materialización de dicho objetivo, pero unos cuantos aparatos consiguieron lanzar proyectiles a las afueras de la capital alemana.

Aquello enfureció todavía más a Hitler, que ordenó a la Luftwaffe responder bombardeando distintas ciudades británicas, con Londres a la cabeza, «hasta reducirlas a cenizas», en el convencimiento de que aquello haría postrarse a los ingleses en apenas unos días. Así, el 7 de septiembre de 1940 la fuerza aérea alemana modificó su estrategia dando origen al Blitz, que sería particularmente intenso en octubre y noviembre de ese año. Aunque los muertos entre la población civil se contarán por decenas de miles, aquella decisión desviará al líder nazi de los objetivos militares. El desarrollo del radar a favor de la RAF (que se mantuvo en el más absoluto secreto) y la alta moral de Churchill contribuirían al fracaso de la Luftwaffe. Eso sí, el líder británico era muy consciente de que no podría ganar la guerra sin la ayuda estadounidense.
Roosevelt y Stalin completan el bloque aliado
Antes de su declaración de guerra, Roosevelt, quien a través de largas conversaciones telefónicas labró una gran amistad con el premier británico, había aprobado la llamada Ley de Préstamos y Arriendo, rubricada el 11 de marzo de 1941, por la que Gran Bretaña pagaría los materiales prestados una vez concluida la contienda. Y aunque numerosos buques aliados fueron hundidos en el Atlántico por los submarinos y acorazados alemanes, aquella ayuda sería crucial para impedir la invasión nazi de las islas británicas.
Una nota sobre la escribanía de Churchill en la Sala del Gabinete de su búnker durante el Blitz reza: «No existe posibilidad de una derrota» y esa fe inquebrantable en su propio destino y en la de su pueblo fue, a modo casi de revelación, fundamental para aguantar el bloqueo alemán, los bombardeos, la falta de víveres y finalmente comenzar a avanzar en la derrota del Tercer Reich. Cuando Hitler vio la imposibilidad de conquistar la antigua Britania, desencadenó la conquista del Este contra los soviéticos. La Operación Barbarroja supuso el fin de la neutralidad soviética y empujó a Stalin a una frágil alianza con Inglaterra que Churchill, haciendo alarde nuevamente de su habilidad política, supo mantener gracias a su pragmatismo, relegando a un segundo plano su visceral anticomunismo. El mismo primer ministro llegó a viajar en 1942 hasta Moscú para hablar frente a frente y sin rodeos con el hombre de hierro del Kremlin.

A pesar de tener 67 años, trabajaba hasta altas horas de la madrugada consultando informes o leyendo manuales de contrainteligencia, como apasionado que era del espionaje. Treinta y dos años atrás, cuando era Ministro del Interior, influyó en el nacimiento del MI6, y en julio de 1940 impulsó la creación de la Ejecutiva de Operaciones Especiales (SOE por sus siglas en inglés) bajo el paraguas del ministro de Economía de Guerra, Hugh Dalton, al que el premier ordenó sin contemplaciones: «Prende fuego a Europa». Todo valía para combatir al nazismo.
También fue decisivo su apoyo a la criptografía y a las comunicaciones «Ultra», como se conocieron las decodificaciones de la máquina Enigma nazi, llevadas a cabo en Bletchley Park, a 80 kilómetros de Londres, donde trabajaban, en el más absoluto de los secretos, los mejores científicos del país. Él era una de las pocas personas que tenían acceso directo a su contenido. Además, Churchill acostumbraba a salir a las calles tras los bombardeos del Blitz, con gran serenidad, haciendo su característico signo de la victoria con los dedos de la mano, todo un símbolo del siglo XX, manteniendo la moral alta en las zonas más devastadas.
Tras el bombardeo japonés de Pearl Harbor, el premier viajó a Estados Unidos para reunirse con Roosevelt y diseñar un plan de ataque conjunto. Intervino en el Congreso estadounidense, el 26 de diciembre de 1941, y en un discurso lleno de elocuencia, vehemencia y una buena dosis de ironía y humor, predijo que las fuerzas aliadas necesitarían al menos 18 meses para «cambiar la marea de la guerra». Aquel ajetreo para un hombre de su edad le provocó un infarto, pero Churchill pidió a su médico personal que lo mantuviera en secreto, pues en aquel momento decisivo un pueblo «no seguiría a un líder con un corazón débil». Tras unos días de obligado descanso, volvió con energías renovadas y con la determinación absoluta de aplastar a Adolf Hitler.
Planes para ganar una guerra
La intercesión de Churchill, junto con el ejército estadounidense, sería decisiva en la planificación del Desembarco de Sicilia en 1943, paso previo al Día D, que tendría lugar el 6 de junio de 1944 y sería el punto de inflexión para rendir la llamada Fortaleza Europa, mientras los soviéticos avanzaban desde el Este hacia Berlín. También fue capital su apoyo a los ejércitos clandestinos, los servicios de inteligencia (fundamentales a la hora de que triunfasen tanto la Operación Husky como la Operación Overlord, nombre en clave de los desembarcos en el continente) y en la derrota de Alemania e Italia en el norte de África.
Como primer ministro en plena guerra le correspondió participar en las conferencias de Casablanca, El Cairo y Teherán, celebradas en 1943, y en las de Yalta y Potsdam, que tuvieron lugar en 1945. Precisamente en Yalta, Churchill advirtió del riesgo que amenazaba los territorios liberados por el Ejército Soviético y de lo que podría suceder en la zona de Europa del Este, adelantándose, nuevamente, a la Guerra Fría en lo que denominó «el Telón de Acero», que según él dividiría el viejo continente en un bloque occidental y otro comunista.
Hace unos años, el historiador británico Jonathan Walker sacó a la luz un informe clasificado durante décadas y que fue conocido como Operación Impensable (Operation Unthinkable), nada menos que un plan británico para invadir la URSS impulsado por el propio Churchill, y que podría haber desencadenado una Tercera Guerra Mundial.
Cuando Alemania firmó la capitulación (aunque continuaba la guerra en el Pacífico), y se declaró el Día de la Victoria en Europa, el 8 de mayo de 1945, Churchill fue aclamado como un héroe a las puertas de Downing Street. Y aún a pesar de su papel en la contienda, el viejo león perdió las elecciones de julio de 1945 ante el laborista Clement Attlee. Churchill volvería a ser premier de 1951 hasta 1955, pero nunca consiguió la aclamación del pueblo como en aquella hora más oscura. Murió el 24 de enero de 1965 y seis días después se celebró un funeral solemne con honores, algo que solo había sucedido en dos ocasiones en los últimos dos siglos. No merecía menos el hombre que frenó los planes de conquista del Tercer Reich.

* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.