En una época de intrigas políticas, alianzas cambiantes y guerras interminables, el trono de San Pedro fue ocupado en tiempo récord. Fue octubre de 1503 cuando, en apenas unas horas, el Colegio Cardenalicio eligió al nuevo líder de la Iglesia católica. Nunca antes —ni después— un cónclave había sido tan veloz. Giuliano della Rovere, cardenal experimentado y viejo conocido de la política italiana, fue elegido como papa Julio II tras un proceso que duró menos de diez horas. Un hecho histórico que aún asombra a los expertos y que marcó el inicio de uno de los pontificados más intensos del Renacimiento.
Este “papa relámpago”, elegido con inusual celeridad, no sería un pontífice cualquiera. Julio II pasaría a la historia como un pontífice guerrero, mecenas de las artes y artífice de audaces movimientos políticos. Pero su llegada al poder, tan repentina como estratégica, es en sí misma un capítulo fascinante del complicado tablero político-religioso de comienzos del siglo XVI.
El contexto explosivo de 1503
El año 1503 fue, para Roma y para Europa, un hervidero de tensiones. La península itálica estaba en llamas por las guerras entre potencias extranjeras: Francia, España y el Sacro Imperio Romano Germánico se disputaban cada pedazo de terreno. A esto se sumaba el legado envenenado de los Borgia, en cuya sombra flotaban escándalos, asesinatos y una mezcla tóxica de poder secular y eclesiástico.
Tras la muerte del temido y polémico Alejandro VI, su sucesor, el papa Pío III, apenas duró 26 días en el cargo. La enfermedad se lo llevó casi antes de que pudiera tomar alguna decisión relevante. Los cardenales, que ni siquiera habían abandonado Roma tras el anterior cónclave, se vieron obligados a reunirse de nuevo. Esta vez, sin embargo, no habría largas deliberaciones, ni alianzas improvisadas, ni múltiples rondas de votación. Todo estaba orquestado.
Una maquinaria perfectamente engrasada
Giuliano della Rovere no era un advenedizo. Llevaba décadas moviéndose en los pasillos del Vaticano, había sido el brazo derecho de su tío, el papa Sixto IV, y había ocupado más de una decena de cargos eclesiásticos clave. Ambicioso, hábil diplomático y firme defensor de la autoridad papal, había fracasado en su intento de ser elegido en 1492, cuando Rodrigo Borgia le arrebató el papado con un derroche de sobornos. Desde entonces, della Rovere había cultivado alianzas con franceses, españoles y poderosas familias italianas, preparándose para una segunda oportunidad.
El contexto del nuevo cónclave jugó a su favor. Cesare Borgia, debilitado y políticamente aislado, aceptó apoyar a della Rovere a cambio de garantías sobre sus dominios en la Romagna. Los cardenales franceses, liderados por Georges d'Amboise, reconocieron que sus aspiraciones eran inviables y optaron por respaldar al veterano cardenal italiano. Así, en la noche del 31 de octubre, se selló lo que parecía inevitable: un acuerdo tácito para elegir al próximo papa con rapidez y sin sobresaltos.
Nueve horas que cambiaron el rumbo del Vaticano
El cónclave comenzó oficialmente al anochecer, con el cierre del recinto y la celebración de una misa. A la mañana siguiente, los cardenales firmaron las capitulaciones electorales, una especie de contrato que limitaba los poderes del futuro papa en cuestiones clave como la guerra, la creación de nuevos cardenales y la convocatoria de concilios. A pesar de estas restricciones formales, lo que siguió fue casi una formalidad: en la primera votación, la mayoría abrumadora se volcó por Giuliano della Rovere. Solo dos votos no fueron a su favor. Una rapidez sin precedentes.
Julio II fue proclamado papa ese mismo día. Ni siquiera necesitó el tradicional ritual del anillo del Pescador, pues ya tenía uno preparado. Su elección no solo fue fulgurante, sino meticulosamente calculada. Todo estaba dispuesto para que comenzara una nueva etapa en la historia del papado, marcada por el enfrentamiento armado, la expansión de la autoridad pontificia y una visión imperial del papado.

El legado de un papa guerrero
El pontificado de Julio II no decepcionó en intensidad. Decidido a limpiar el legado de los Borgia, expulsó a sus seguidores, selló sus apartamentos y prohibió cualquier mención de su nombre. Pronto abandonó los asuntos eclesiásticos más espirituales para embarcarse en campañas militares con el objetivo de restaurar los territorios papales y afirmar la independencia de Italia frente a las potencias extranjeras.
En un giro casi teatral, Julio II llegó incluso a liderar personalmente ejércitos, vistiendo armadura y arengando a sus tropas. Fundó la Guardia Suiza, convocó el Quinto Concilio de Letrán y no dudó en desafiar al rey de Francia y al emperador alemán si sus intereses lo exigían. Bajo su mandato, Roma también vivió un renacimiento artístico. Fue él quien encargó a Miguel Ángel pintar la bóveda de la Capilla Sixtina y quien inició la reconstrucción de la basílica de San Pedro.
Un cónclave que reescribió las reglas
El cónclave de octubre de 1503 es un caso único. No solo por su brevedad, sino por la forma en que encapsula el poder de la diplomacia, la astucia y la preparación política. A diferencia de otros cónclaves llenos de incertidumbre, rumores y votaciones interminables, este fue un espectáculo de eficiencia. Una elección fulminante que dejó claro que, en ocasiones, los grandes cambios históricos pueden gestarse en tiempo récord.
La figura de Julio II, con sus luces y sombras, demuestra hasta qué punto el papado era una institución política de primer orden en la Europa del Renacimiento. Pero lo verdaderamente insólito sigue siendo el hecho de que, en menos de diez horas, se eligiera a un papa que cambiaría para siempre la relación entre religión, poder y guerra.