Era una mañana cualquiera de finales de septiembre de 1928 cuando Alexander Fleming regresó a su laboratorio del Hospital St. Mary’s, en Londres, tras unas vacaciones. Su pequeño espacio de trabajo, apenas mayor que un cuarto de escobas, estaba desordenado como de costumbre. Las placas de cultivo, utilizadas para estudiar bacterias comunes como Staphylococcus aureus, se apilaban por decenas sobre la mesa. En medio del caos, una en particular llamó su atención: un círculo de moho había crecido sobre una de las placas, y en torno a él, sorprendentemente, no había rastro de bacterias vivas.
Lo que para otros habría sido motivo de limpieza inmediata, para Fleming fue una anomalía interesante. El moho, que luego sería identificado como Penicillium notatum, parecía tener la capacidad de eliminar bacterias. No estaba buscando una medicina, ni mucho menos una revolución terapéutica. Simplemente observó algo curioso, y decidió investigarlo. Sin saberlo, acababa de abrir la puerta a una nueva era: la de los antibióticos.
La ciencia del accidente
Fleming no fue un químico, ni un especialista en síntesis de medicamentos. Su papel fue esencialmente el de un observador perspicaz que no descartó lo inesperado. Pero tras su hallazgo inicial, su descubrimiento quedó prácticamente olvidado durante una década. La comunidad médica, poco impresionada, no supo ver el potencial de esa “sustancia antibacteriana” que salía del moho.
Fue en 1939 cuando un grupo de investigadores de la Universidad de Oxford retomó la investigación. Liderados por Howard Florey y Ernst Chain, y con el trabajo técnico del bioquímico Norman Heatley, lograron algo que Fleming no había conseguido: aislar, purificar y producir el compuesto en cantidades suficientes para probarlo en seres humanos. El resultado fue inmediato y asombroso: las infecciones bacterianas que antes llevaban inevitablemente a la amputación o la muerte comenzaron a ceder ante una pequeña dosis de penicilina.
En ese momento, se confirmó que no se trataba simplemente de un compuesto curioso. Era una herramienta terapéutica con un potencial inmenso.

De los ratones al campo de batalla
Los primeros ensayos con animales, realizados durante la Segunda Guerra Mundial, demostraron que la penicilina podía detener infecciones que hasta entonces eran letales. Sin embargo, la producción era un desafío titánico. Obtener una cantidad suficiente de penicilina requería miles de litros de caldo de cultivo. El hongo original, P. notatum, no era lo suficientemente eficiente para producir el antibiótico en grandes cantidades.
La situación cambió gracias a una anécdota que parece sacada de una novela: una asistente de laboratorio llevó una cantalupa cubierta de moho al laboratorio de Peoria, Illinois, donde científicos americanos trabajaban para mejorar la producción. Aquel hongo, Penicillium chrysogenum, resultó ser cientos de veces más productivo que el original. Con ayuda de rayos X y técnicas de mutación, los investigadores lograron cepas capaces de generar penicilina en cantidades suficientes para iniciar una producción industrial. Era el inicio de la farmacología moderna.
En los hospitales de campaña de la Segunda Guerra Mundial, la penicilina salvó miles de vidas. Ya no era necesario amputar brazos o piernas ante una simple infección. Las tasas de mortalidad por heridas de guerra se redujeron drásticamente. En los años siguientes, las industrias farmacéuticas expandieron su producción a escala mundial. Lo que nació por accidente acabó siendo la base de un nuevo arsenal médico.
El auge… y las primeras señales de alarma
Para 1945, la penicilina ya se distribuía masivamente en Estados Unidos y Europa. Fleming, Florey y Chain compartieron ese mismo año el Premio Nobel de Medicina por su contribución conjunta. Sin embargo, la historia tenía una cara menos visible: el propio Fleming comenzó a advertir sobre un fenómeno inquietante. El uso indiscriminado del antibiótico podría llevar a la aparición de bacterias resistentes.
Y así fue. La penicilina, que en un principio parecía una “bala mágica”, empezó a perder eficacia en algunos casos. Las bacterias, en su incansable capacidad de adaptación, comenzaron a desarrollar mecanismos de defensa. El fenómeno, conocido hoy como resistencia antimicrobiana, se convirtió con el tiempo en uno de los mayores desafíos de la medicina moderna.
Lejos de ser un fracaso, el declive parcial de la penicilina obligó a los científicos a buscar nuevas moléculas, inaugurando una época de oro en la investigación de antibióticos. Durante las décadas siguientes se desarrollaron decenas de variantes y nuevas clases de fármacos: tetraciclinas, estreptomicina, eritromicina y más. Muchas de ellas provenían de un origen natural similar: hongos, bacterias del suelo y microorganismos que llevaban millones de años luchando entre sí mediante armas químicas.

Un legado más allá del laboratorio
Hoy, a casi un siglo del descubrimiento de la penicilina, su legado sigue vivo. Estimaciones conservadoras calculan que este antibiótico y sus derivados han salvado más de 500 millones de vidas. Pero su impacto va más allá de la medicina: transformó la forma en que las sociedades entienden la salud, aceleró el desarrollo de la cirugía moderna, hizo posible el tratamiento de enfermedades infecciosas que antes eran mortales, y consolidó la investigación científica como una herramienta directa de progreso humano.
Paradójicamente, el descubrimiento de Fleming también fue el inicio de una carrera contra el tiempo. A medida que la resistencia bacteriana avanza, la ciencia debe reinventarse para mantener la ventaja. Hoy, investigadores recurren a tecnologías genéticas como CRISPR, o incluso a virus bacteriófagos, para encontrar nuevas formas de lucha contra los microorganismos. La penicilina abrió esa puerta. Y aunque su eficacia ya no es universal, su papel en la historia de la humanidad permanece incuestionable.
Lo que comenzó como un descuido, una placa olvidada en un rincón de un laboratorio, terminó reescribiendo las reglas del juego. El 28 de septiembre de 1928 no fue solo un día más para Alexander Fleming. Fue el día en que, sin saberlo, cambió el destino de la medicina moderna.
Referencias
- Clardy J, Fischbach MA, Currie CR. The natural history of antibiotics. Curr Biol. 2009;19(11):R437-R441. doi:10.1016/j.cub.2009.04.001