Enrarecida, violenta y desesperada. España se convertiría en una gran herida en la trayectoria vital y literaria de Pablo Neruda. El poeta chileno describió con precisión lo que todos sabían aquel verano aciago: que un final trágico era ya inevitable.

Lo que no tantos conocían es que, en esos días de plomo previos a la rebelión, antes que Sanjurjo, Mola o Franco, un desconocido comandante catalán, Joaquín Ríos Capapé, se hizo con el título de «primer sublevado», el 16 de julio de 1936.
Amalgama irreconciliable
Para entonces, el ruido de sables era ya un clamor entre los cargos del Gobierno del Frente Popular. La República asumió la preparación de un golpe de Estado por parte del Ejército, pero subestimó terriblemente sus consecuencias. En el Consejo de Ministros del día 10 de julio, el presidente del Ejecutivo, Santiago Casares Quiroga, afirmó: «Desde primeros de junio venimos siguiendo la pista de la conspiración y ella nos ha llevado largas horas de meditación al presidente de la República y a mí. Tenemos todos los hilos en la mano, y las instrucciones enviadas por uno de los jefes de la conspiración, con la firma de “el Director”». Así lo recoge en Todos fuimos culpables el político socialista Juan Simeón-Vidarte, diputado del Congreso y miembro muy activo en la ejecutiva del PSOE durante la legislatura republicana y la Guerra Civil.

La información de Casares se basaba en los expedientes policiales que le había hecho llegar Bernardo Giner de los Ríos, ministro de Comunicaciones y Marina Mercante que, un tiempo antes, había ordenado intervenir las líneas telefónicas de los militares sospechosos de maniobrar contra la República. Los alzamientos urdidos a la vista de todos empezaban a ser una seña de identidad de una España dictatorial, carlista y alfonsina, nacionalista y republicana, una amalgama irreconciliable que luchaba por sobrevivir cada día a la inestabilidad política y social.
Dejar que el plan fracasara
No había lugar a dudas, la sublevación estaba en marcha. Sin embargo, la opción elegida por el Ejecutivo no fue la de desbaratar el plan deteniendo inmediatamente a los traidores, sino dejar que fracasara y se convirtiera en una suerte de puntal para el régimen republicano, que sufría el desgaste de esta amenaza, constante desde su nacimiento: «Detener a los altos jefes militares, sin pruebas contra ellos, nos pareció extraordinariamente peligroso; por eso, el presidente de la República y yo optamos por el segundo procedimiento: esperar que la sublevación se produzca para yugularla, para restablecer definitivamente la paz en España aunque hubiera que fusilar a unos centenares de personas». Francisco Barnés, ministro de Instrucción Pública, recordaría, años más tarde, las palabras de Casares Quiroga para justificar la tibia reacción del Gobierno ante los golpistas.
La estrategia que funcionó para la fallida Sanjurjada en 1932, con Manuel Azaña como presidente del Gobierno y ministro de Guerra y el propio Casares al frente de Gobernación, se mostró, cuatro años después, como un colosal error. Los militares aprendieron de aquella intentona y evolucionaron a un golpe de Estado moderno que, sin ser brillante ni contar con una gran cohesión entre sus impulsores, estaba mejor organizado.

Espiral de violencia
El 14 de abril, mientras se celebraba un desfile conmemorativo de la proclamación de la Segunda República, un grupo de opositores trataba de reventar el acto con disturbios e insultos a la Benemérita. El alférez Anastasio de los Reyes intervino para recriminar a los agitadores su actitud y resultó muerto en un tiroteo en el Paseo de la Castellana.
Durante su entierro, la comitiva sufrió algunos altercados graves y tumultos que terminaron con varios muertos y numerosos heridos. En ellos se vio envuelto el teniente de la Guardia de Asalto José del Castillo, acusado de disparar a hombres desarmados. En ese momento se convirtió en objetivo de los grupos derechistas, alimentando una espiral de venganza que culminó, tres meses después, con su propio asesinato, el 12 de julio, a manos de un pistolero falangista.
Sus compañeros decidieron que la revancha debía ejecutarse esa misma noche y obtuvieron, incluso, una lista con nombres y direcciones de miembros destacados de la derecha. La casualidad hizo que sus dos primeros objetivos, el líder monárquico Antonio Goicoechea y el derechista José María Gil-Robles, no estuvieran en casa. José Calvo Sotelo, que vivía por la zona que transitaban los guardias, se convirtió entonces en el chivo expiatorio la madrugada del 13 de julio de 1936. A pesar de que gozaba de inmunidad parlamentaria y la Constitución prohibía su detención, el ecléctico grupo de policías, guardias civiles y militantes del cuartel de Pontejos se lo llevó en mitad de la noche, con la excusa de una reunión de emergencia en la Dirección General de Seguridad. Al poco de montar en la furgoneta, recibió dos tiros en la nuca. Lo entregaron en el cementerio del Este como si fuera un desconocido.

El Gobierno ni siquiera dio una respuesta oficial a los hechos y su muerte precipitó los acontecimientos: «Este atentado es la guerra» se lamentó al conocer la noticia el director del diario El Socialista, Julián Zugazagoitia. El 14 de julio, Indalecio Prieto, líder socialista centrista y propietario de El liberal de Bilbao, escribió un artículo con varias frases que se mostraron tristemente proféticas: «Será una batalla a muerte, porque cada uno de los bandos sabe que el adversario, si triunfa, no le dará cuartel». Diego Martínez del Barrio, presidente entonces del Congreso de los Diputados, sí expresó en privado sus condolencias a sus compañeros y se lamentó por el descontrol de la operación.
Comienza la sublevación
El general Emilio Mola, apodado como el Director por su papel en la conspiración, fijó al fin una fecha para la rebelión: «El pasado día 15, a las 4 de la mañana, Elena dio a luz un hermoso niño». El telegrama, en clave, informó a los rebeldes de que la sublevación tendría lugar en Marruecos, el 18 de julio, a las cinco de la mañana, tal como recoge Hugh Thomas en La Guerra Civil Española.
Sin embargo, la noche del 16, el III Tabor del Quinto Grupo de Regulares de Alhucemas, de forma clandestina y con Capapé al frente, acometió la rebelión. La orden vino del general Juan Bautista Sánchez González, jefe de las Intervenciones Militares de Marruecos, que inició así el Movimiento Nacional en el Rif. Se adelantó dos días a la fecha comunicada por Mola para derribar al Ejecutivo de la Segunda República.
La idea era tomar a toda velocidad la estación telegráfica de Alhucemas y, controlada la ciudad, marchar sobre Melilla con las primeras luces. La población perdió el nombre otorgado por la República y con la ocupación de los regulares volvió a su antigua denominación, Villa Sanjurjo, en honor al general que conquistó la playa en el famoso y sangriento desembarco de 1925.

El contagio a Melilla
Sánchez González amotinó el resto de guarniciones del Rif mientras, en Melilla, un grupo de oficiales favorables a la rebelión fue sorprendido mientras celebraba una reunión en el departamento de cartografía del cuartel general. El registro, ordenado por el oficial leal a la República Manuel Romerales Quintero, precipitó los acontecimientos y el jefe de la Falange en la ciudad, Juan Seguí Almuzara, decidió adelantar la ofensiva y obligó a entregar el mando a Romerales.
En apenas unas horas, los rebeldes ocuparon el aeródromo y los edificios públicos de Melilla, detuvieron a los miembros de grupos de izquierda y declararon el estado de guerra en nombre del general Francisco Franco. Y eso a pesar de que todavía se encontraba en Canarias, sin haber descubierto su posición en el tablero de juego. Romerales, el delegado del Gobierno y el alcalde fueron fusilados. A partir de entonces, se impuso la ley marcial.
Ceuta y Tetuán
Esa misma noche, controlada ya Melilla, la insurrección dio el salto a Ceuta y Tetuán, bajo los mandos de Juan Yagüe y Sáenz de Buruaga. Los tenientes generales consiguieron controlar sus plazas sin demasiado esfuerzo, en el caso de Ceuta, sin disparar una sola bala.
La insurrección en Marruecos avanzó sin dificultades en medio de una exasperante actitud de espera por parte de los poderes republicanos. Ni las escuchas que confirmaban el inminente levantamiento, ni las revueltas sociales, ni siquiera las muertes de los últimos días, incluida la de Calvo Sotelo, hicieron reaccionar a Casares Quiroga que, ese mismo viernes, también informó al Consejo de Ministros del éxito de la rebelión en la ciudad de Melilla.

El presidente de la República fue advertido mientras se encontraba en la quinta de El Pardo, su residencia de veraneo en la Casa de Campo. Manuel Azaña se trasladó entonces de forma atropellada a Madrid, ante la sospecha de un posible secuestro, y se reunió con un grupo de políticos fieles a la República: «¡Te advertí del cuartelazo! ¡Ya lo tenemos!», reprochó a Casares.
No armar al pueblo
Los barcos de la Armada partieron de Cartagena hacia el Estrecho para impedir el paso de los rebeldes desde África, Madrid sustituyó a los mandos sospechosos y se intentó organizar la resistencia en el protectorado, al tiempo que se reforzaron las guarniciones peninsulares.
El Gobierno afrontó entonces el dilema de confiar en el reducido ejército que se declaraba fiel a la República para mantenerse dentro de la legalidad o ceder a las presiones y entregar armamento a los grupos obreros para organizar la resistencia. Casares confiaba aún en la capacidad del Estado para doblegar el golpe: «Yo no puedo dar órdenes de que se arme al pueblo». «El Gobierno tiene medios suficientes para afrontar esta situación»; se negó así a convertirse en el Kerenski español, como recuerda Vidarte. Antes de armar a los sindicatos, dimitirá de su cargo.
* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.