Las fiestas en Atenas eran a un tiempo cívicas, lúdicas y religiosas, y tan numerosas e importantes para la polis –en la década de 430 a.C. llegaron a ser 120 al año– que el mismo Pericles, en su famosa Oración fúnebre tras la Guerra del Peloponeso, según lo cuenta Tucídides, elogió “esos concursos y fiestas que se suceden a lo largo del año” como uno de los principales atractivos de su ciudad.
Todos estos festejos contribuían a exaltar tanto el patriotismo como la fe en los dioses, además de procurar a los atenienses eso que hoy llamamos ‘cohesión social’.
El bienestar, para un ateniense del siglo V a.C, consistía en la ausencia de guerra, la abundancia material y la alegría de los grandes festivales, que incluían toda suerte de juegos y concursos (agones): gimnásticos y atléticos siempre, pero también líricos, musicales, dramáticos (de comedia y tragedia) e incluso, en ocasiones, de belleza (de estatura y prestancia, tanto entre hombres como entre mujeres). Solo la guerra aguaba periódicamente la fiesta o le quitaba algo de lustre y esplendor.
Reservado el derecho de admisión
Eso sí, no todos estaban invitados a la vida social: solamente participaban en los ceremoniales, las orgías y los sympósion (banquetes) los ciudadanos libres y nacidos en Atenas que regían la ciudad, unos 40.000. Estos eran los únicos considerados atenienses de verdad y podían dedicarse por entero a cultivar el cuerpo, la mente y los placeres en los gimnasios, los teatros, las tertulias filosóficas, el ágora (el espacio abierto donde se discutía de política y otras materias) y los salones festivos, puesto que no trabajaban.
El trabajo era tenido por una actividad despreciable, una mortificación de la dignidad humana, y de él se encargaban los esclavos – que eran quienes explotaban la agricultura y las minas de mármol y plata que constituían, junto con los tributos y el comercio, las fuentes de la riqueza ateniense–, los libertos (esclavos que habían ganado la libertad, pero no plenos derechos, por haber participado heroicamente en guerras contra los enemigos de la polis) y los metecos (los extranjeros residentes en Atenas, dedicados al comercio y la artesanía).
Ninguno de estos estamentos tenía cabida en el jolgorio, salvo como parte del servicio: en las fiestas, los esclavos descalzaban a los invitados, les lavaban los pies, los perfumaban, los adornaban con guirnaldas, les ofrecían vinos y viandas y, según el caso, amenizaban la velada con música o prestando sus favores sexuales.

Algunas mujeres libres
Asimismo quedaban fuera de la juerga, con ciertas excepciones, las mujeres: las decentes, claro está. Porque, aunque les estaban destinadas algunas festividades propias en el calendario y también podían estar presentes al inicio de los sympósion, durante la cena y previamente a que se sirviera el vino (en los banquetes griegos primero se comía y luego se bebía), las esposas atenienses debían ocuparse del hogar y de los niños y tampoco eran iguales en derechos a sus maridos.
Por ejemplo, estaban obligadas a la fidelidad conyugal y, si no la guardaban, podían echarlas de casa y exigirles el pago de una parte de la dote, mientras que se consideraba perfectamente aceptable que los hombres tuviesen una amante o varias y tratasen con concubinas e incluso con prostitutas. Y, naturalmente, con hetairas.
Estas eran una curiosa mezcla de cortesanas, prostitutas de lujo y mujeres sabias, y fueron una de las instituciones más originales y características de la Grecia clásica, que cobraría especial relevancia en la era de Pericles.
Instruidas en artes diversas, sabían recitar y bailar, dominaban la conversación sobre filosofía y los más variados asuntos –Sócrates, que tuvo tratos de joven con la hetaira Aspasia de Mileto, la consideraba su maestra–, gozaban de libertad casi total de movimientos y de independencia económica, pagaban impuestos y ocupaban un lugar preeminente en la alta sociedad ateniense y sus fiestas.
Sin ir más lejos, la mencionada Aspasia (470-400 a.C.), oriunda de la colonia jónica de Mileto y de belleza y sabiduría míticas, acabó siendo compañera oficial de Pericles, con quien tuvo un hijo, Pericles el Joven, y las malas lenguas le atribuyeron gran influencia en las decisiones del estratega. Los nombres de otras hetairas célebres de la época también han llegado a nosotros, a través de los cronistas e historiadores de la Antigüedad.
Así, sabemos de una tal Friné, que volvió loco al escultor Praxíteles y que solía aparecer en público semidesnuda, solo cubierta por velos, o de Arqueanasa, en cuyos brazos se solazaba Platón, o de Leoncia y Danae, que supusieron una notable influencia en el pensador Epicuro.
Una sociedad permisiva
También estaban presentes hasta cierto punto en la vida pública ateniense las concubinas, las bailarinas que amenizaban los festejos y las prostitutas comunes que trabajaban en los dicteria (burdeles). Estos eran fácilmente reconocibles gracias a los símbolos fálicos que adornaban sus fachadas, ofrecían servicios a precios infinitamente más asequibles que los de las hetairas (en torno a un óbolo, la sexta parte de un dracma) y contaban con salas de masajes y baños. Y no solo había dicteria para heterosexuales: la prostitución masculina tenía, asimismo, muchos seguidores.
Porque, dentro de sus restricciones de clase y género, la ateniense del siglo V a.C. era una sociedad bastante permisiva sexualmente, y la homosexualidad no estaba mal vista siempre que transcurriera dentro de los cauces establecidos para ello: la prostitución, como ya se ha dicho; las orgías, en las que participaban los esclavos mejor dotados y los más bellos efebos, y la pederastia, una institución reglada y destinada a la educación en diversos saberes, incluidos los sexuales, de los adolescentes.
Varios estudiosos, entre otros Kenneth Dover, han señalado a este respecto que se consideraba normal cualquier actividad sexual en la que un hombre –un ateniense libre y adulto– penetrara a alguien socialmente inferior; esto es, a mujeres, jóvenes, esclavos, prostitutas, prostitutos y extranjeros. Sin embargo, si la relación se producía a la inversa se convertía en algo indecoroso. Así, ser cortejado por un hombre mayor era una prueba de hombría para un joven, pero que este manifestara su deseo hacia el adulto lo deshonraba.

Masculinidad y culto al cuerpo
Por eso, las relaciones amorosas entre varones adultos de estatus social equivalente eran muy controvertidas y solían acarrear descrédito y estigmatización social a la pareja de amantes. La sociedad griega daba mucha importancia al cultivo de la masculinidad en los hombres adultos y asociaba el ser penetrado con la feminidad.
Eso sí, si la pareja en cuestión era la continuación de una antigua relación pederasta una vez que el joven había alcanzado la madurez, se toleraba (incluso existía un refrán al respecto: “Puedes levantar un toro si lo levantaste de ternero”). Un ejemplo paradigmático de este tipo de relación fue la de Eurípides, ya en la setentena, con el poeta Agatón de Atenas, de unos cuarenta años.
No obstante, algunos historiadores contradicen esta supuesta libertad y afirman que en todo caso las relaciones homoeróticas, y especialmente la pederastia, solo estaban bien vistas entre la aristocracia ateniense y no entre la gente común, como demostrarían los insultos y burlas dirigidos a los homosexuales en las comedias de Aristófanes, representante del sentir popular en esta y en otras muchas cuestiones.
En ese contexto, la educación física y el cultivo del deporte (que igualmente les estaban vedados a los esclavos) se consideraban esenciales en la formación de los jóvenes: en la Atenas de Pericles, un muchacho bien educado era un muchacho musculoso.
Las competiciones gimnásticas eran parte muy celebrada de la vida sociocultural de la época, con hitos como los Juegos Olímpicos, que se convocaban cada cuatro años, los Juegos Píticos de Delfos, también cada cuatro años, y los Juegos Ístmicos de Corinto, que tenían lugar cada dos años. Durante el tiempo que duraban estas fiestas deportivas, se decretaba y respetaba una suspensión de cualquier hostilidad que pudiera haber entre las ciudades participantes, con el fin de que tanto los deportistas como los espectadores pudieran viajar y asistir con plena seguridad al evento.
En ellos, los atletas lucían sus imponentes cuerpos desnudos –en el año 720 a.C. se les despojó de los taparrabos que hasta ese momento habían preservado sus genitales de las miradas del público– y observaban estrictos rituales de preparación física y estética y una dieta especial.

El culto a la belleza y la búsqueda del cuerpazo iban más allá de lo estrictamente deportivo. Era frecuente así que se organizaran periódicamente concursos de presencia física en los que se premiaba a los jóvenes mejor proporcionados. Los vencedores en estas lides solían ser obsequiados con la posibilidad de trabajar en los templos y recibían invitaciones para asistir a lujosos banquetes privados; banquetes a los que, por supuesto, solo acudían hombres.
Diversiones más elevadas
Pero no todo era sexo y gimnasia en la vida social y de ocio de Atenas, ni mucho menos. Las otras grandes pasiones de los atenienses de entonces eran la conversación filosófica –con luminarias como Sócrates (470-399 a.C.), su discípulo Platón (427-347 a.C.) o Anaxágoras (500-428 a.C.)–, la discusión política y, por encima de todo, el teatro, cuyos principales autores eran verdaderas celebridades.
Hay que pensar que en el llamado siglo de Pericles 124 vivieron, escribieron y estrenaron Esquilo (525-456 a.C.), Sófocles (496-406 a.C.), Eurípides (480-406 a.C.) y Aristófanes (444-385 a.C.), entre otros dramaturgos y comediógrafos menores, y todos fueron tremendamente populares. Esquilo, por ejemplo, ganó el premio de las fiestas dionisíacas de Atenas con su Orestíada, Sófocles fue vitoreado y sacado a hombros por el público tras el estreno de Antígona y las sátiras de Aristófanes, como Las nubes (contra los nuevos filósofos y en particular contra Sócrates, a quien detestaba) o Las ranas, cosechaban resonantes triunfos.
El teatro de la ciudad, junto a la Acrópolis, tenía capacidad para 15.000 espectadores, que conocían de memoria las obras de mayor éxito, que se reponían constantemente, y eran por el contrario implacables con aquellas que les disgustaban: en esos casos, abucheaban a los actores sin contemplaciones, pateaban el suelo y arrojaban al escenario cualquier objeto que llevaran consigo.
En honor al dios Baco
Porque los atenienses vivían el teatro como una auténtica fiesta, una ocasión para dar rienda suelta a sus instintos, y acudían a ver las representaciones provistos de comida y, por supuesto, de abundante vino: no en vano Dioniso, también llamado Baco, era al mismo tiempo el patrón de las artes escénicas y el dios del vino.
De esta forma, no es extraño que se montara en ocasiones un bullicio tal que hizo necesario que se creara una especie de guardia teatral, un servicio de orden armado con varas que reprimía a los espectadores cuando las cosas se salían de madre en exceso.
Y, tras la poesía, venía otra vez el desenfreno. En las bacanales, ceremonias en honor del susodicho Baco, la bebida corría con prodigalidad entre exquisitos manjares (pescados frescos y carnes sazonadas con especias), música, danzas y orgiásticos encuentros sexuales. Pero, a diferencia de las posteriores bacanales romanas –este culto sería adoptado por Roma a través de la influencia griega en Etruria–, las de la Atenas de Pericles eran también, como no podía ser menos, ocasiones para filosofar, para debatir los asuntos de la polis y para comentar novedades y chismes de todo género.

Vivir para el placer
Entre la beautiful people que llenaba los salones de aquellas fiestas nunca faltaban personajes como el escultor Fidias o el rico arquitecto, matemático, meteorólogo y constructor Hipodamo de Mileto (498-408 a.C.), toda una institución. Aristóteles lo definió como “un hombre extraño, cuyo afán de distinción le hizo llevar una vida excéntrica”.
Considerado el padre del planeamiento urbanístico, diseñó los planos de la ciudad nueva que se erigió en torno al puerto de El Pireo. Pero lo que más llamaba la atención de él no eran sus logros técnicos, sino su estética indumentaria: vestía túnicas bañadas en oro y llevaba el cabello muy largo y cubierto con polvo del mismo preciado metal, y los jóvenes chic del todo Atenas se esforzaban en imitarlo. Era lo que hoy llamaríamos un ‘creador de tendencias’.
En definitiva, en la Atenas de Pericles el hedonismo fue el modus vivendi de los más privilegiados. Como dejó escrito Aristófanes en una de sus comedias: “Mujeres, muchachos, juegos... ¿De qué sirve vivir si se pierde todo esto?”.