Químicamente hablando, un ácido es una sustancia que libera con facilidad protones, el núcleo del átomo más ligero y abundante del universo, el hidrógeno. (Pequeña nota previa: como todos recordaremos de nuestros tiempos de escuela, el átomo está compuesto por un núcleo -que posee carga positiva- y una nube de electrones -con carga negativa- orbitando alrededor. Y el núcleo, a su vez, se compone de otras dos partículas más pequeñas, los protones, que son los que llevan la carga positiva, y los neutrones, que no tienen carga y actúan como pegamento para que los protones no se repelan y se vayan cada uno a vivir su vida. Una nota para los puristas: ya sé que esta visión que he dado del interior atómico como un sistema solar en miniatura no es del todo correcta, pero aquellos que sepan convendrán conmigo en que si empezamos a hablar de orbitales de probabilidad la cosa acabará asustando...).
Decía, tras esta pequeña digresión técnica, que los ácidos se caracterizan por liberar núcleos de hidrógeno, esto es, un simple y solitario protón. El agua, por ejemplo, es un ácido débil (como lo es el ácido acético, que si está diluido lo llamamos vinagre) y las células de todos los seres vivos sobre este planeta están diseñadas para vivir en una bañera permanente.

Ahora bien, cuando se encuentran en un medio que contiene un ácido fuerte, se inundan con más protones de los que pueden manejar. Es algo así como cuando a uno de esos jugadores compulsivos de Las Vegas recibe el premio gordo en la tragaperras y sale más monedas de las que caben en sus manos. Pero mientras que a nuestro afortunado amigo la sonrisa de la cara no se le borra aunque se le caigan al suelo algunas monedas, en el interior de la célula la superabundancia de protones paraliza la maquinaria celular. Es por esto que los ácidos se han usado siempre para preservar alimentos: mantienen a raya a los microbios.
La química del marinado
Pues bien, en estas condiciones ácidas reaccionan con el agua unas moléculas peculiares y muy olorosas pertenecientes al grupo de los aldehídos, que acentúan el olor a pescado producto de la trimetilamina o TMA (una sustancia que también está asociada, curiosamente, al mal aliento y a las infecciones vaginales bacterianas. Los peces poseen, en vida, una variante, el óxido de TMA, pero al morir el pez las bacterias y el propio proceso de descomposición lo convierten en TMA, responsable de ese característico y asqueroso olor a pescado podrido). Ahora bien, la TMA, al fijarse en el agua, no pasa al ambiente y el olor que se percibe es ligeramente alcohólico. Gracias a este proceso el arenque en escabeche, muy popular en los países escandinavos, se reconvierte en un plato muy delicado.

Gracias a Marco Gavio Apicio (25 a.C.-37 d.C.) –cuya obra De re coquinaria es fundamental para conocer la gastronomía romana- sabemos que el pescado se marinaba desde tiempos inmemoriales. He aquí la receta para hacer un escabeche romano: “Para hacer que el pescado frito se conserve más tiempo. En el momento en que esté frito y sea quitado de la cazuela, viértase vinagre caliente sobre él”. Nuestro término escabeche viene del árabe sikbja, que se usaba en el siglo XIII para los platos de carne y pescado con vinagre añadido al final de la preparación. Otros líquidos que también se usaban eran el vino y el zumo de uvas verdes.
Como bien sabemos, el pescado y el marisco se puede marinar ya sea crudo o tras haberlo cocinado. En el norte de Europa el arenque se prepara de esta manera: se toman tres partes de pescado se sumergen en dos partes de una mezcla que tiene un 10% de sal y un 6% de ácido acético. Se mantiene así durante una semana y a una temperatura de unos 10 grados. Ahora bien, no es la única forma de marinar pescado. Los japoneses llaman a este proceso shimesaba y tienen primero un día entero los filetes de pescado en sal y luego en vinagre otro día. Ahora bien, si freímos antes el pescado, que obviamente manda las bacterias al otro barrio (si es que existe un cielo para ellas), el marinado posterior debe ser más suave pero perdemos textura y sabor.