El concepto de agujero negro va íntimamente ligado a la teoría de la Relatividad General. No podría ser de otra manera, pues fue esta teoría la que predijo la existencia de los objetos tan peculiares y extremos que hoy denominamos así. La teoría la propuso Albert Einstein, en 1915 y uno de los primeros resultados que obtuvo fue el de una región del espacio en la que la gravedad sería tan intensa que nada podría escapar de allí, ni tan siquiera la luz, el ente más rápido que puede existir en el universo. Pronto otros como Schwarzchild encontraron soluciones a las ecuaciones matemáticas que describían este tipo de objetos. Sin embargo, no sería hasta la década de los sesenta que John Wheeler los bautizaría con el nombre que reciben a día de hoy: agujeros negros. Einstein pensaba dudaba de que estos objetos llegaran a existir en nuestro universo y que incluso aunque existieran, difícilmente podríamos llegar a detectarlos.

Por suerte se equivocaba y hace tan solo unos años pudimos obtener una fotografía del material que orbita a uno de los agujeros negros más grandes conocidos, el que ocupa el centro de la galaxia M87. Pero a pesar del éxito de la teoría de Einstein en describir estos astros, él no fue el primero en hacerlo. Aunque tenían características algo diferentes y otro nombre, el concepto se había propuesto más de 130 años antes. La idea vino de John Michell, un filósofo natural y sacerdote inglés que vivió durante finales del siglo XVIII. Michell hizo importantes contribuciones a diferentes campos científicos, desde la astronomía, hasta la geología, además de la óptica. Michell tenía una especial relación con Henry Cavendish, otro importante científico. Esta relación los llevaría a diseñar y construir un experimento para medir, en el laboratorio, la masa de la Tierra y con ella la intensidad intrínseca del campo gravitatorio.
Pero antes de que eso ocurriera, ambos habían mostrado ya interés en estos temas de la mecánica newtoniana. En 1783, John Michell escribió una carta, dirigida a Cavendish, donde proponía un nuevo tipo de objeto celeste, al que él llamaba “estrellas oscuras”. Michell teorizó que si existiera una estrella con una densidad similar a la del Sol, pero con una radio unas 500 veces más grande, entonces la gravedad en su superficie sería tan intensa que la velocidad alcanzada por un cuerpo en caída libre desde una gran distancia sería superior a la de la luz. O lo que es equivalente, que la velocidad necesaria para escapar de la superficie de dicha estrella y no volver a caer, lo que se conoce como su velocidad de escape, sería superior a la de la luz. Esto implicaba que, si la luz se sentía afectada por la gravedad como el resto de la materia, la luz de dicha estrella sería incapaz de escapar de su superficie y volvería a caer a la estrella tras ser emitida. Esto haría a dichas estrellas, invisibles, pues no llegarían a emitir ninguna de la luz que producen.

Michell, entendiendo que una propuesta teórica no tiene mucho valor si no existe una forma de ponerla a prueba, de verificarla, propuso un método para observar dichas estrellas. Él propuso hacer un estudio sistemático de las estrellas dobles del cielo, estrellas que por su espectro sabemos que están orbitando alrededor de otra estrella. Si estas estrellas oscuras existían realmente, podríamos detectarlas al encontrar sistemas binarios en los que una de las estrellas parece orbitar un punto vacío del espacio. Aunque en la época esta propuesta no acabó por materializarse, es precisamente así como detectamos hemos podido detectar algunos agujeros negros en las últimas décadas.
Sin embargo, la propuesta de Michell tiene sus limitaciones. En primer lugar, en aquella época no se comprendía cómo afectaba la gravedad a la luz. Newton sí había hablado sobre la naturaleza de la luz, argumentando que debía estar formada por un torrente de partículas minúsculas, a pesar de que las investigaciones en óptica de la época, y de las décadas y siglos siguientes, daban más peso a la naturaleza ondulatoria. Si la luz fuera realmente una onda, tal y como se entendía en época de Michell, entonces la gravedad no tendría el mismo efecto sobre ella que sobre una manzana o sobre la Luna y no sería tan trivial deducir que la luz “caería”” de nuevo a la superficie de las estrellas oscuras tras ser emitida.
Por otro lado, Michell no consideró los efectos que una acumulación tan grande de masa tendría sobre el propio objeto que la provoca. Gracias a la Relatividad General de Einstein sabemos que en el caso de un agujero negro, la masa se concentra en un tamaño diminuto. Incluso aunque una teoría cuántica de la gravedad hiciera desaparecer la singularidad que se supone alberga todo agujero negro, estos objetos estarían muy lejos de las estrellas propuestas por Michell, con densidades similares a la del Sol y un radio unas 500 veces mayor. A día de hoy no se conocen objetos así. Las estrellas más grandes conocidas, que sí pueden llegar a tener tamaños más de mil veces superiores al de nuestra estrella, tienen una densidad mucho menor, pues sus capas externas se han hinchado por el aumento de temperatura de su núcleo.
Una de las características que hacen especialmente potente a una teoría científica es, no solo su capacidad para explicar los fenómenos conocidos, si no para predecir fenómenos nuevos. La relatividad general de Einstein ha hecho ambas cosas, de manera excepcional. No solo consiguió explicar la precesión del perihelio de Mercurio, o la desviación de la luz de estrellas cercanas durante el eclipse solar de 1919, si no que predijo la existencia de objetos y fenómenos que nos resultaban completamente ajenos, como los agujeros negros y las ondas gravitatorias. Todo esto décadas antes de que pudieran obtenerse las primeras evidencias indirectas de la existencia de cualquiera de ellos. Aún así, las aventuras científicas en terreno desconocido tienen un gran valor. Gracias al espíritu explorador (literal o figuradamente) de muchos científicos a lo largo de la historia, hemos logrado comprender la naturaleza como lo hacemos hoy.
Referencias:
- Schaffer, Simon (1979). "John Michell and black holes". Journal for the History of Astronomy. 10: 42–43. doi:10.1177/002182867901000104
- Wald, Robert M. (1984). General Relativity. University of Chicago Press. ISBN 978-0-226-87033-5