Esta afirmación no deja de ser una leyenda urbana, o sea, un bulo. Las características fenotípicas de un individuo, es decir, la altura, el color de ojos y pelo, la envergadura, la forma de la cara y demás rasgos exteriores, dependen fundamentalmente de su dotación genética. Esta es aportada por el padre y la madre al 50% respecto cada progenitor. Por tanto, el parecido a los progenitores es casual, con independencia del sexo.
Además, las combinaciones posibles de los caracteres hereditarios son tan elevadas que también puede ocurrir que el vástago no se parezca a ninguno de los dos.

Por otra parte, la idea de que los niños se parecen más a sus abuelos que a sus padres es una afirmación común que a menudo se basa en observaciones anecdóticas y percepciones personales. Sin embargo, la genética juega un papel fundamental en la determinación de las características físicas y rasgos de los individuos, y en general, los hijos suelen compartir una cantidad significativa de características con sus padres biológicos debido a la herencia genética directa.
La razón detrás de la percepción de que los niños se parecen más a sus abuelos a veces puede deberse a la forma en que ciertos rasgos genéticos pueden saltar generaciones o ser menos evidentes en los padres pero resurgir en los nietos. Esto puede ocurrir cuando un rasgo recesivo que no se manifiesta en los padres se combina con otro recesivo del otro progenitor y se expresa en la descendencia.