Lo que nadie te contó sobre cómo aprendemos matemáticas: un capítulo gratuito que cambiará tu forma de imaginar

El psicólogo Andrew Shtulman desmonta los mitos sobre la creatividad infantil y muestra cómo la imaginación se fortalece con el aprendizaje. Lee en exclusiva el capítulo liberado: Matemáticas.
Fuente: ChatGPT / E. F.

En Aprender a imaginar (Hestia, 2025), el psicólogo cognitivo Andrew Shtulman desmonta una de las ideas más extendidas sobre la creatividad: que florece en la infancia y se marchita con la edad. A través de investigaciones científicas en desarrollo cognitivo, Shtulman demuestra que la verdadera imaginación no es un don espontáneo, sino una habilidad que se fortalece con el conocimiento y la práctica. Según su enfoque, los niños pequeños no son tan innovadores como solemos pensar, sino más bien imitadores expertos. La creatividad auténtica, sostiene el autor, surge del dominio conceptual y del esfuerzo por superar nuestras intuiciones más básicas.

Con la publicación anticipada de un capítulo clave, los lectores pueden sumergirse en un ejemplo brillante del enfoque del libro: la forma en que desarrollamos la imaginación matemática. Este capítulo explora cómo operaciones abstractas como la suma, la división o la geometría no emergen de forma natural, sino que deben construirse paso a paso desde la experiencia concreta. Así, Shtulman nos invita a ver la imaginación no como un misterio reservado a genios o niños prodigio, sino como una herramienta que todos podemos desarrollar para comprender mejor el mundo.

MATEMÁTICAS: Ampliando nuestra imaginación numérica y espacial (Andrew Shtulman)

Reflexionemos un momento sobre la curiosa conexión entre los números impares y los números cuadrados. Si sumamos uno y tres, obtenemos cuatro, que es un cuadrado perfecto, el cuadrado de dos. Si sumamos uno, tres y cinco, obtenemos nueve, otro cuadrado perfecto, el cuadrado de tres. Si añadimos siete a esta suma, llegamos a dieciséis, el cuadrado de cuatro. Si agregamos nueve, alcanzamos veinticinco, el cuadrado de cinco. La suma de números impares consecutivos resulta ser un cuadrado perfecto para los números del uno al nueve, pero ¿se mantiene este patrón para cifras mayores? ¿Sería la suma de los impares del uno al noventa y nueve un cuadrado perfecto? ¿Y la suma del uno al billón uno?

Efectivamente, la suma de números impares consecutivos es siempre un número cuadrado. Para entender por qué, imagina cada número cuadrado como una figura geométrica cuadrada. Podrías visualizar el cuatro como cuatro bloques, dispuestos en dos filas de dos, y el nueve como nueve bloques, organizados en tres filas de tres. Si comienzas con un cuadrado de cuatro bloques y quieres construir un cuadrado de nueve, debes añadir un bloque a cada una de las dos filas, un bloque a cada una de las dos columnas y un bloque adicional para completar la esquina, para formar así una disposición de tres por tres con un total de nueve bloques. Has añadido cinco bloques en total. Si partieras de un cuadrado de nueve y quisieras crear uno de dieciséis, añadirías un bloque a cada una de las tres filas, uno a cada una de las tres columnas y un bloque para la esquina, lo que suma en total siete bloques nuevos.

Fuente: ChatGPT / E. F.

El número de bloques necesarios para pasar de un cuadrado al siguiente es siempre uno más del doble de la longitud del cuadrado original, lo que garantiza que será impar. Y este número no solo será impar, sino precisamente el siguiente número impar consecutivo, porque ampliar el tamaño del cuadrado requiere exactamente dos bloques más de los necesarios para la ampliación anterior.

Esta fascinante relación entre los números impares y los cuadrados fue descubierta por el matemático del siglo XVII Johann Faulhaber. Aunque la matemática formal detrás de la fórmula de Faulhaber es compleja, la demostración geométrica (modelar números cuadrados como cuadrados físicos) resulta intuitiva. De hecho, la gente encuentra esta demostración no solo comprensible, sino hermosa. La describen como elegante, profunda y clara, de manera similar a cómo valoran su experiencia con una pintura o una sinfonía. Las ideas matemáticas tienen el poder de despertar nuestras emociones estéticas, incluso cuando nuestro conocimiento matemático se limite a lo aprendido en secundaria.

El argumento geométrico que explica por qué la suma de números impares consecutivos produce números cuadrados puede parecer intuitivo, pero implica conceptos que no forman parte de nuestra intuición temprana. Un niño que acaba de aprender a contar desconoce los números impares, los números cuadrados, la suma o la división. Ignora que los números impares siguen a todos los números pares; que no pueden dividirse equitativamente entre dos, o que el número impar más pequeño es uno, mientras que el más grande no está definido. Tampoco sabe multiplicar dos números ni dividir uno entre otro. Ni siquiera comprende que los números corresponden a cantidades distintas. La vasta estructura de las matemáticas, desde los números enteros hasta las integrales, desde los decimales hasta los decaedros, debe construirse desde cero.

Aunque pueda parecer obvio que debemos aprender matemáticas, lo que resulta menos evidente es que ese aprendizaje ocurre principalmente en el ámbito de la imaginación. No encontramos entidades matemáticas en el mundo a la espera de ser percibidas y exploradas. Las inventamos, primero como innovación cultural y luego como logro educativo. Las entidades matemáticas describen lo que percibimos, pero no son una consecuencia directa de la percepción. Las personas pueden vivir (y de hecho viven) toda su vida sin desarrollar el concepto de número, y mucho menos conceptos específicos como los números impares o cuadrados.

De las manipulaciones a las operaciones

Existen varios tipos de números, y cada uno se define mediante una operación distinta. Si desconocemos la operación, no podemos concebir el número. El conteo nos proporciona números naturales, pero no números enteros, ya que la resta es necesaria para definir los números negativos. La resta nos conduce a los números enteros, pero no a los racionales, pues se requiere la división para definir las fracciones. Y la división nos lleva a los números racionales, pero no a los reales, dado que necesitamos las raíces para definir los números irracionales. Cualquier número natural (3) es también un número entero (+3), un número racional (3/1) y un número real (3¹), pero estos sentidos adicionales deben construirse.

La construcción de una nueva concepción del número constituye un proceso de abstracción. Los números naturales se abstraen al agrupar objetos en conjuntos. Los enteros se abstraen al ordenar números naturales a lo largo de una recta numérica. Los números racionales surgen al introducir enteros en proporciones. Y los números irracionales aparecen al diseccionar números racionales en raíces. La creciente abstracción de los conceptos numéricos nos permite aplicarlos amplia y eficientemente a cualquier objeto (dólar, perro, bebida o sueño) y a cualquier forma de manipular esos objetos (cortar, recortar, combinar o componer). Pero tales beneficios tienen un coste en transparencia. La conexión entre los conceptos matemáticos y las situaciones que describen se vuelve cada vez más opaca y puede desaparecer por completo.

Consideremos el siguiente problema: «Lucille ganó cierta cantidad de dinero en la lotería. Se quedó con 64 dólares y entregó a cada uno de sus tres hijos una parte igual del resto. Si cada hijo recibió 21 dólares, ¿cuánto ganó Lucille?». Si has estudiado aritmética básica, probablemente puedas resolver este problema sin dificultad. Multiplicarías por tres los 21 dólares que recibió cada hijo y luego sumarías ese producto a los 64 dólares que Lucille conservó, lo que daría un total de 127 dólares. También podrías resolverlo usando álgebra. Podrías designar con X la cantidad que Lucille ganó en la lotería y escribir una ecuación que relacione X con las otras cantidades: (X - 64) ÷ 3 = 21.

Representar el problema de esta manera añade un nivel de abstracción que acaba resultando más perjudicial que útil. Aumenta la probabilidad de cometer errores de cálculo, como dividir 64 entre 3 en lugar de multiplicar ambos lados de la ecuación por 3. Los términos de la ecuación ya no están conectados con el objeto concreto de los dólares ni con el procedimiento tangible de la distribución, y empezamos a cometer errores que nunca cometeríamos al pensar en la situación real descrita por la ecuación. ¿Por qué, por ejemplo, dividiríamos la parte del dinero de Lucille entre 3?

Sin embargo, representar situaciones concretas mediante ecuaciones abstractas no siempre supone un problema. Consideremos este caso: «Levi acaba de pagar 34 dólares por unos vaqueros nuevos. Los consiguió con un descuento del 15 %. ¿Cuál era el precio original?». Muchos resolveríamos este problema incorrectamente. Nuestra tendencia natural es multiplicar el precio que Levi pagó por 0,15 y luego sumar ese producto al precio, pero ese cálculo no nos proporciona el precio original de los vaqueros. Nos da la suma sin sentido del precio con descuento más una segunda aplicación del descuento.

Para obtener el precio original, necesitamos dividir el precio con descuento por 0,85, lo cual no resulta nada intuitivo. Solo se vuelve comprensible con algo de álgebra. Si designamos con X el precio original de los vaqueros, podemos representar el precio con descuento como X − 0,15X = 34. Entonces podemos simplificar la ecuación a 0,85X = 34 y resolver X al dividir ambos lados por 0,85. Este procedimiento revela que el precio original era de 40 dólares, una respuesta que probablemente obtendremos más fácilmente cuando se nos presenta la ecuación que cuando se nos ofrece una descripción verbal del problema.

Estos dos ejemplos ilustran la compensación entre manipulaciones físicas y operaciones abstractas. Distribuir un recurso, como el dinero, constituye una tarea bien practicada, fácilmente comprensible en el contexto de quién distribuye el recurso y cómo lo hace. Estos detalles nos ayudan a realizar los cálculos adecuados y a evitar errores sin sentido. En cambio, invertir un descuento no es una tarea habitual, y los detalles que la rodean proporcionan poco apoyo para llevarla a cabo. Invertir un descuento requiere relacionar la cantidad desconocida consigo misma, y esta relación resulta más fácil de entender cuando la cantidad se abstrae del contexto, como la variable X. Cuanto más compleja es la operación, más difícil es modelarla mentalmente y, por tanto, más nos beneficiamos de la abstracción.

Las investigaciones sobre los beneficios educativos de los materiales manipulativos, como bloques o fichas, han revelado hallazgos similares. Estos materiales se utilizan habitualmente en el aula para transformar conceptos abstractos en experiencias tangibles, como cuando los estudiantes aprenden el valor posicional al manipular bloques de base diez o cuando estudian fracciones al trabajar con representaciones de tarta. Sin embargo, los estudios han descubierto que estos materiales tienen un valor práctico limitado más allá de la introducción inicial de un concepto. Ayudan a los estudiantes a recordarlo, pero resultan menos útiles para facilitar la resolución de problemas y apenas contribuyen a transferir soluciones de un problema a otro.

Fuente: ChatGPT / E. F.

Los estudiantes que aprenden las fracciones como porciones de tarta, por ejemplo, recordarán que el numerador corresponde al número de porciones disponibles y el denominador al tamaño de esas porciones, pero tendrán dificultades para ordenar y sumar fracciones, y más aún cuando trabajen con fracciones que no se corresponden con las divisiones de tarta que manipularon originalmente.

Los objetos concretos limitan nuestro pensamiento y, en consecuencia, nuestra imaginación. Incluso después de dominar las operaciones matemáticas abstractas, seguimos conceptualizándolas en términos de las manipulaciones físicas que mejor las ejemplifican. La división, por ejemplo, se comprende más fácilmente como partir o distribuir, como cuando dividimos una galleta por la mitad o repartimos un conjunto de galletas en grupos. Dividimos las galletas por el número de personas que desean comerlas. Pero también podríamos dividir a las personas por galletas, asignando grupos de personas a cada galleta o incluso partes de personas. Concebimos el proceso de dividir 6 galletas entre 3 amigos como distribuir 2 galletas a cada persona, pero también podríamos verlo como asignar media persona a cada galleta.

La naturaleza abstracta de la división, como operación matemática, posibilita ambas interpretaciones, pero preferimos aquella que concuerda con la manipulación física que la representa. Los libros de texto ilustran la división con situaciones que implican distribución, como repartir tulipanes entre jarrones, mientras que presentan la suma con situaciones que implican combinación, como sumar tulipanes y margaritas. Rara vez piden a los estudiantes que sumen tulipanes y jarrones o dividan tulipanes por margaritas.

De hecho, cuando nos enfrentamos a problemas físicamente incongruentes como «dividir 12 tulipanes entre 4 margaritas», cometemos más errores que con versiones congruentes del mismo problema, como «dividir 12 tulipanes entre 4 jarrones». Al resolver problemas físicamente incongruentes, nuestros cerebros emiten señales neuronales asociadas con la detección de errores y la sorpresa. Una afirmación correcta pero incongruente, como «12 tulipanes divididos por 4 margaritas es 3», provoca la misma señal de sorpresa que una afirmación congruente pero incorrecta, como «12 tulipanes divididos por 4 jarrones es 5». La incongruencia entre una operación abstracta y una manipulación física puede confundir a cualquiera, incluso a matemáticos expertos.

La imaginación matemática requiere abstracción para resolver problemas novedosos con operaciones familiares y utilizar problemas conocidos para desarrollar operaciones nuevas. Sin embargo, la abstracción resulta difícil de lograr durante el aprendizaje y difícil de mantener durante el razonamiento. En los siguientes apartados examinaremos tres casos de derivación de conceptos abstractos a partir de procedimientos concretos: la obtención de números enteros a partir del conteo y la suma, la obtención de fracciones a partir de la comparación y la división, y la derivación de la geometría a partir de la rotación y la inversión. Cada caso ilustra cómo las operaciones abstractas amplían nuestra comprensión de la cantidad y el espacio, al tiempo que demuestra lo ajenas que resultan esas operaciones a nuestras concepciones iniciales sobre las posibilidades matemáticas.

Un sentido de la precisión

Al reflexionar sobre el origen de las matemáticas, Leopold Kronecker, un matemático del siglo XIX, afirmó que «los números enteros fueron creados por Dios; todo lo demás es obra del hombre». Los conceptos matemáticos complejos, como decimales, ecuaciones cuadráticas y logaritmos parecen claramente creaciones del ingenio humano, pero, curiosamente, también lo son los números enteros. El conocimiento de estos últimos no es innato, sino que se elabora a partir de las operaciones de cómputo.

Antes de aprender a contar, percibimos el número como un atributo del entorno, aunque solo de manera aproximada. Podemos distinguir, por ejemplo, cuál de entre dos manzanos tiene más frutos, pero no precisar exactamente cuántos más. Nuestra comparación se fundamenta en una sensación general de magnitud en vez de un valor exacto: el valor total o «cardinal» del conjunto. Un conjunto de 30 manzanas se percibiría más abundante que otro de 20, aunque esta distinción sensorial se asemeja a cómo el brillo de una manzana reluciente destaca frente a una mate, o al modo en que el impacto de varios frutos al precipitarse resuena con mayor intensidad que el de uno aislado. La diferencia cardinal entre dos conjuntos de manzanas resulta imposible de medir sin un sistema para etiquetar y agrupar elementos individuales. Podríamos diferenciar 20 manzanas de 30, pero no distinguiríamos 29 de 30 o incluso 120 de 130. Nuestra percepción intuitiva del número es demasiado difusa, y esta imprecisión aumenta conforme los números se hacen mayores.

Como ejercicio, intenta dar 20 toques con el dedo en tu pierna sin contar. Quizás des exactamente 20, pero también podrías quedarte corto, y golpear tu pierna 18 o 19 veces, o pasarte ligeramente, y dar 21 o 22. Si repitieras esta actividad varias veces, con la ayuda de alguien que contara tus toques, obtendrías una distribución centrada en 20, pero con cierto margen de error a cada lado. Al realizar la misma tarea pero con el objetivo de 30 toques, generarías una distribución centrada en 30, aunque con más desviaciones. Te alejarías de los 30 toques con mayor frecuencia que de los 20. Esa es la lógica imprecisa de la estimación.

Las capacidades estimativas resultan estar presentes en todo el reino animal. Seres tan diversos como ratas, cuervos, calamares y abejas logran calcular la «numerosidad» de un conjunto y contrastar grupos de diferentes cantidades, según revelan estudios donde se premia a los animales por producir un número específico de respuestas o por seleccionar el mayor de dos conjuntos. La estimación también aparece universalmente en el desarrollo humano. A los seis meses, los bebés pueden identificar cuál de dos conjuntos es mayor, siempre que estos varíen en una proporción de al menos dos a uno, y consiguen hacerlo con múltiples tipos de agrupaciones: colecciones de juguetes, matrices de puntos, secuencias de tonos y series de acciones. Al crecer, perfeccionamos estas habilidades, al emplearlas para comparar conjuntos de proporciones cada vez menores y para grupos demasiado grandes o fugaces para contarlos.

La estimación perceptiva es omnipresente porque la necesidad de establecer comparaciones es universal; todos los organismos necesitan discernir dónde abundan más los recursos y dónde escasean las amenazas. Sin embargo, la comparación constituye la única operación que se apoya completamente en la estimación. No podemos utilizar nuestro vago sentido numérico para registrar cuántos años han transcurrido desde nuestro nacimiento, cuántas personas habitan en nuestra comunidad o cuántas comidas nos debe un vecino. Ni siquiera logramos usarlo para contar números enteros concretos, como el 20. Este no representa solo una cantidad entre 18 y 22; corresponde precisamente a un conjunto de elementos que supera en una unidad a 19 y es inferior en una unidad al 21.

Como expertos en el conteo, damos por hecho el poder de los números enteros. Olvidamos cuán limitada era nuestra imaginación numérica sin ellos. Los niños que aprenden a contar, y, por tanto, a familiarizarse con los enteros, cometen errores sorprendentes al aplicar sus palabras numéricas a los conjuntos. Si les dices que tienes 8 manzanas y tu amigo 4, dudan sobre quién tiene más. Al mostrarles una imagen con 8 manzanas y pedirles que encuentren otra con la misma cantidad, es más probable que las asocien por color que por número. Y si ven una bandeja con 8 manzanas y luego retiras una, no saben con certeza si ahora contiene 7 o 9. Algunos incluso afirman que sigue habiendo 8.

Estos fallos subrayan que contar resulta más complejo de lo que aparenta. El conteo posee una lógica que los pequeños asimilan gradualmente, paso a paso. Primero, aprenden la secuencia numérica en su idioma, es decir, la lista de palabras utilizadas para designar conjuntos de magnitud creciente (uno, dos, tres, etc.). Después, descubren cómo aplicar esta secuencia a un grupo de objetos, asignando a cada elemento una, y solo una, palabra de la lista. Por último, comprenden que, al recitar la secuencia, la última palabra pronunciada corresponde al valor cardinal del conjunto. Ocho, por ejemplo, no se refiere al octavo objeto etiquetado, sino a todos los objetos señalados en su totalidad.

Sabemos que los niños adquieren estas destrezas por etapas y no simultáneamente, debido a los desfases entre ellas. Aprenden a recitar la secuencia numérica mucho antes de poder aplicarla a un conjunto sin contar dos veces el mismo elemento, omitir alguno o saltarse números. Y dominan la aplicación de la lista bastante antes de entender que la última palabra pronunciada responde a la pregunta: «¿Cuántos hay?». De hecho, atraviesan un período prolongado en el que pueden enumerar una colección de objetos sin ser capaces de extraer un número específico de elementos. Cuando se les pide que saquen 5 canicas de un grupo de 10, toman un puñado al azar sin intentar coordinar su conocimiento del conteo con su evaluación de la cantidad. El contar se entiende inicialmente como una actividad ritual, similar a recitar el alfabeto o jugar al pilla-pilla, y continúa interpretándose así durante meses antes de que comprendan sus implicaciones matemáticas. Para el desarrollo del conteo resulta fundamental la exposición a una secuencia numérica.

Algunas culturas, como los pirahã y munduruku de la selva amazónica, carecen de secuencias numéricas, por lo que sus miembros no pueden llevar registro de cantidades exactas. Estas comunidades disponen de términos para «uno», «dos», «algunos» y «muchos», pero no poseen palabras para cantidades grandes y precisas como «ocho» u «ocho y ocho». Si un pirahã o munduruku observa a alguien depositar 8 nueces en una lata y se le solicita hacer lo mismo, colocará aproximadamente 8. Su promedio en múltiples intentos será 8, pero su respuesta en una ocasión concreta podría ser 6, 7, 9 o 10, similar a lo que sucedería si intentaras dar 8 toques sin contar.

Fuente: ChatGPT / E. F.

A falta de una secuencia numérica, estos pueblos se basan en un sentido aproximado de los números para comparar cantidades. El mismo fenómeno se ha observado en adultos sordos que no estuvieron expuestos al lenguaje durante su infancia y, consecuentemente, a las palabras con las que se designan los números.

El conteo representa, por tanto, el primer paso para expandir la imaginación numérica. Lo consigue no solo definiendo un sentido preciso de la cantidad, sino también estableciendo las bases para conceptualizar nuevos tipos de números. Aproximadamente dos años después de que los niños aprendan a contar, descubren dos ideas adicionales: que cada número puede incrementarse en uno y, por consiguiente, que no existe un número máximo. El conteo, así, abre la senda hacia el infinito. Cuanto más hábil sea un niño para contar (alcanzando todos los números y realizando los cambios de decena apropiados, de, pongamos, 49 a 50), antes reconocerá que el proceso es infinito.

Este acto también facilita la suma y la resta. Si contamos por unidades mayores que uno, realizamos una suma, y si contamos hacia atrás, efectuamos una resta. Ambas operaciones constituyen formas alternativas de avanzar por la secuencia numérica. Aumentan la eficacia y alcance de nuestras comparaciones, pero también desafían los límites de la propia lista. Si podemos restar 4 de 7, también podemos restar 7 de 4, y obtener un número negativo, −3. Incluso podríamos restar 7 de sí mismo, lo que nos daría 0.

Históricamente, la humanidad tardó siglos en descubrir números más allá de la secuencia básica. Hoy nos los introducen durante la infancia, pero aún necesitamos años para dominarlos. Los números negativos suponen un reto particular. No se conciben como pasos inversos en una recta numérica, sino como categorías distintas. Ordenar números negativos requiere más tiempo que ordenar positivos de igual magnitud absoluta, incluso para adultos con conocimientos matemáticos, y realizar cálculos simples con negativos, como 7 + (−4), lleva más tiempo que efectuar las mismas operaciones reformuladas como restas, como 7 − 4. Cuando los negativos intervienen en un cálculo, aumenta la probabilidad de cometer errores y disminuye la de detectar los fallos ajenos. La resta posibilita los números negativos, pero debemos practicar con ellos para concebirlos como magnitudes y no como meros símbolos.

En muchos aspectos, los números negativos representan la antítesis de los números difusos que conocemos de manera innata. Estos últimos son aproximaciones de cantidades reales que no admiten operaciones precisas, mientras que los negativos surgen de operaciones exactas sin correspondencia directa en el mundo físico, al menos no una que podamos ver u oír. Los negativos son herramientas para ampliar nuestra percepción de la numeración, al igual que el 0 y el infinito, así como los enteros positivos grandes como 88. Pero estas herramientas deben reintegrarse con esa percepción natural para considerarse genuinamente numéricas, es decir, referidas a números y no solo a cálculos. Esta misma dificultad aparece cuando construimos números basados en proporciones, o «racionales», como fracciones y decimales.

Un sentido de la proporción

Examen sorpresa: ¿Cuál es mayor, 1/4 o 1/3? Aunque 1/3 es mayor, tal vez te hayas inclinado por 1/4 porque el 4 supera al 3. ¿Y qué hay de 0,05 y 0,1? Aunque 0,1 es mayor, quizás te hayas sentido atraído por 0,05 porque el 5 es mayor que el 1. Los números racionales como 1/4 y 0,05 se expresan mediante números enteros, pero representan cantidades no enteras. Las barras de fracción y los puntos decimales transforman los números enteros en razones, es decir, números definidos por división, en lugar de conteo o suma. La introducción de esta nueva operación hace que estos números resulten verdaderamente novedosos y, como consecuencia, realmente difíciles de concebir.

Parte de esta dificultad radica en la nueva notación. Cuando se presentan por primera vez las fracciones y los decimales a los niños, estos o bien ignoran la nueva notación o la interpretan incorrectamente. Por ejemplo, al preguntarles si 0,8 es mayor que 0,08000, a menudo eligen 0,08000, argumentando que «los ceros del principio no significan nada, pero tiene ceros al final y eso indica que es ocho mil». Y quienes eligen 0,8 a veces lo hacen por una razón equivocada, como que «0,8 es 1/8 de un entero».

Sin embargo, la notación no constituye la única dificultad. Incluso los estudiantes que comprenden que las fracciones y los decimales se refieren a proporciones tienen problemas para asignar magnitudes apropiadas a estas proporciones, como revela su manera de colocar fracciones y decimales en una recta numérica. Aunque los niños en las primeras etapas del aprendizaje de las fracciones reconocen que 4/5 está más cerca del 1 que del 0, suelen indicar que 16/20 (una razón equivalente) está aún más próxima a 1. Las razones equivalentes se perciben como diferentes cuando se utilizan distintos números enteros para expresarlas.

Este «sesgo de número entero» en la evaluación de magnitudes fraccionarias o decimales nunca se supera completamente. Los adultos con muchos años de formación matemática muestran este sesgo al decidir cuál de dos fracciones o decimales es mayor, como se te pidió determinar anteriormente. Una afirmación como «1/5 es menor que 1/3» requiere más tiempo para verificarse que una afirmación como «3/7 es menor que 5/7» porque los componentes enteros 3 y 5 nos orientan en la dirección correcta cuando aparecen como numeradores, pero en dirección errónea cuando figuran como denominadores. Este sesgo persiste incluso en personas con doctorados en matemáticas, que manipulan fracciones y decimales a diario. También se mantiene en situaciones donde somos plenamente conscientes de las magnitudes fraccionarias implicadas, como al decidir entre dos apuestas. Podemos reconocer que las probabilidades de ganar una apuesta 50:50 son idénticas independientemente de si nuestra probabilidad es de 1 entre 2 o de 9 entre 18, pero, aun así, preferimos la última opción, con el argumento de que es mejor tener nueve oportunidades que una.

Fuente: ChatGPT / E. F.

La raíz de nuestra dificultad para asignar magnitudes a fracciones y decimales reside en que no apreciamos la operación que las genera: la división. Esta operación se encuentra varios pasos más allá de las operaciones más familiares de suma y resta. Si sumamos el mismo número varias veces, como en 2 + 2 + 2, podemos representar ese proceso como multiplicación: 2 × 3. Pero, si restamos el mismo número repetidamente, no podemos representar ese proceso como división.

Algunos casos de división pueden expresarse como sustracciones repetidas; 6 ÷ 3, por ejemplo, puede verse como restar 3 de 6 dos veces. Pero la analogía se desmorona cuando dividimos por números que no encajan perfectamente en el dividendo, como dividir 6 entre 5. La fracción 6/5 corresponde a un problema de división cuya solución no puede expresarse como número entero. Los niños aprenden inicialmente a resolver este tipo de problemas con restos, en este caso, «1 resto 1». Pero esta estrategia conduce a un callejón sin salida conceptual; no ofrece pista alguna de cómo 6/5 podría constituir un número en sí mismo, con una magnitud única y un lugar específico en la recta numérica.

La fusión inicial que hacen los niños entre división y resta los lleva a la peculiar conclusión de que los números desaparecerán si se dividen repetidamente. Consideremos esta conversación entre un alumno de tercer curso y un investigador que explora la comprensión infantil de la división como operación matemática:

  • Investigador: ¿Hay algún número entre 0 y 1?
  • Niño: No.
  • Investigador: ¿Y la mitad?
  • Niño: Sí, creo que sí.
  • Investigador: ¿Cuántos números hay entre 0 y 1?
  • Niño: Muy pocos, solo 0 y la mitad, porque está a medio camino del 1.
  • Investigador: Supongamos que divides 2 por la mitad y obtienes 1, y luego divides ese número por la mitad. ¿Podrías seguir dividiendo para siempre?
  • Niño: No, porque si solo tomara esa mitad de un número, sería 0, y el 0 no se puede dividir.
  • Investigador: ¿Llegarías alguna vez al 0?
  • Niño: Sí.

Este niño niega que los números puedan dividirse indefinidamente, así como que la recta numérica contenga números diferentes a los enteros. Cuando se le presiona, reconoce que la mitad cae entre 0 y 1, pero luego niega la existencia de cualquier otro número fraccionario.

A medida que los niños aprenden más sobre las fracciones, especialmente las fracciones unitarias como 1/3 y 1/4, aceptan que la recta numérica está más densamente poblada de lo que imaginaban inicialmente, pero siguen negando que los números puedan dividirse indefinidamente, como ilustra esta conversación con un alumno de sexto:

  • Investigador: ¿Hay algún número entre el 0 y el 1?
  • Niño: No.
  • Investigador: ¿Y la mitad?
  • Niño: Sí.
  • Investigador: ¿Cuántos números hay aproximadamente entre 0 y 1?
  • Niño: Un momento… hay 1/2, 1/3, 1/4, 1/5, hasta 10.
  • Investigador: Supongamos que divides 2 por la mitad y obtienes 1, y luego divides ese número por la mitad. ¿Podrías seguir dividiendo para siempre?
  • Niño: No, después de 1 es 0. No hay nada más. Si siguiéramos dividiendo 1/2, obtenemos 1/1, luego 0/1 y 0/0, y eso es todo.
  • Investigador: ¿Llegarías alguna vez al 0?
  • Niño: Sí, el 0 es el último número.

Tres años más de matemáticas no ayudaron a este alumno de sexto a comprender la relación entre las fracciones y la división mejor que al estudiante de tercero citado anteriormente. Esta relación resulta fundamental para concebir los números racionales como distintos de los enteros. Cuando se les pregunta a los niños: «¿Por qué hay dos números en una fracción?», aquellos que responden en términos de división —que el número superior se divide por el inferior— muestran también una comprensión más profunda de los números racionales. Pueden ordenar fracciones como 1/75 y 1/56 correctamente, consiguen ordenar decimales como 0,65 y 0,8 adecuadamente, reconocen espontáneamente la existencia de números entre 0 y 1, y consideran que los números pueden dividirse indefinidamente sin llegar nunca al 0.

La división abre un nuevo camino en el panorama de los números posibles, pero las investigaciones en educación matemática sugieren que se aprende mejor fuera del contexto numérico, como la partición de cantidades continuas en lugar de la combinación de números enteros discretos. Los alumnos de primaria no tienen dificultades para emparejar cantidades basadas en la proporción, como relacionar una vara de 90 cm cubierta en 2/3 con pintura con una regla de 30 cm cubierta también en 2/3. Aunque una vara es tres veces más larga que una regla, los niños ignoran esta diferencia de tamaño y se concentran en la cantidad relativa de pintura. Sin embargo, si tanto la vara como la regla aparecen divididas en unidades, los niños tienden a emparejarlas según estas unidades. Las unidades activan la rutina bien practicada de contar, y el conteo activa el concepto familiar de los números enteros.

No obstante, el conteo puede reorientarse si animamos a los niños a centrarse en las proporciones y les damos suficiente práctica para hacerlo. Un niño que ha practicado el ejercicio de emparejar varas con reglas basándose en la proporción cubierta de pintura seguirá emparejando por proporciones incluso cuando las áreas pintadas se dividan en unidades que no coincidan en número.

Dirigir la atención infantil hacia las proporciones ha demostrado ser eficaz para enseñarles los números racionales en general. El enfoque tradicional para enseñar estos números comienza con las fracciones, ilustradas como porciones discretas de un pastel dividido, para luego pasar a los decimales y después a los porcentajes. Pero el proceso inverso resulta más eficaz. Los niños tienen una comprensión intuitiva de los porcentajes, que encuentran al usar herramientas de medición como cintas métricas y tazas medidoras. No tienen problemas para distinguir una taza que está medio llena de otra que contiene un cuarto o una décima parte. Pueden aprender a asociar estas diferencias con porcentajes (50 %, 25 %, 10 %) y luego a escribirlos como decimales (0,50; 0,25; 0,10) o fracciones (50/100, 25/100, 10/100). Este último paso introduce el concepto de división (división por 100), pero solo después de que los niños tengan una comprensión sólida de qué se está dividiendo y cómo.

Asignar cantidades a notaciones y relacionar notaciones con operaciones no resulta sencillo. Pero esta tarea se facilita al fundamentar la comprensión infantil en cantidades que pueden percibir directamente y notaciones que pueden intercambiar de manera inmediata. La primera aproximación de los niños a los números racionales suele ser a través de fracciones unitarias como 1/2, 1/3 y 1/4, pero no queda nada claro qué representan estos números ni cómo se relacionan entre sí. Incluso los adultos familiarizados con todas las formas de notación de números racionales prefieren representar las proporciones como porcentajes y no como fracciones.

Los números racionales constituyen un punto de inflexión en la enseñanza de las matemáticas. Los estudiantes que no los comprenden se quedan rezagados al abordar temas posteriores, como el álgebra y la trigonometría. De hecho, la comprensión de las fracciones por parte de los alumnos de primaria predice su rendimiento matemático varios años después, ya en secundaria. Esta correlación se mantiene incluso después de controlar factores como el conocimiento aritmético, la inteligencia general, los ingresos familiares y el nivel educativo de los padres. El factor clave reside en la comprensión de las fracciones como magnitudes. La capacidad para sumar y restar fracciones resulta mucho menos predictiva del éxito matemático posterior que la habilidad para comparar y ordenar fracciones. Los estudiantes necesitan concebir los números racionales como auténticos números, situados en la misma recta numérica que los enteros, antes de poder manipularlos con confianza y competencia en el contexto de una ecuación.

Sentido de la orientación

Cuando se les pregunta a los adultos cuál es su área favorita de las matemáticas, la mayoría elige la geometría. Esta parece más intuitiva que la aritmética y el álgebra, tal vez porque se fundamenta en verdades que podemos observar. Sócrates argumentaba que el conocimiento de la geometría es innato y que descubrir sus principios consiste en explorar intuiciones que ya poseemos. Ilustró este argumento mediante una conversación entre él y un esclavo sin educación, narrada por Platón en el Meno. Sócrates dibuja un cuadrado con lados de 2 unidades de longitud y le pregunta al esclavo cuánto medirían los lados si el cuadrado tuviera el doble de área. El esclavo responde que 4, pero Sócrates le muestra que un cuadrado con lados tan largos sería cuatro veces mayor que el original, no dos veces mayor.

Posteriormente, Sócrates guía al esclavo para que comprenda que el nuevo cuadrado debe tener lados iguales a la diagonal del cuadrado original. Al cortar el cuadrado original por su diagonal se obtendrían triángulos con la mitad del área del cuadrado, y al unir cuatro de esos triángulos, ángulo recto con ángulo recto, se crearía un cuadrado dos veces mayor que el original. El esclavo logró captar la lógica de este razonamiento a pesar de su falta de educación formal, lo que Sócrates interpretó como una evidencia de que el conocimiento geométrico es innato en el ser humano.

El descubrimiento del esclavo resulta impresionante, pero ¿es representativo? ¿Tiene la gente en general acceso a tales conocimientos? En un estudio reciente, los investigadores plantearon a personas de diferentes edades, de 12 a 64 años, las mismas 50 preguntas que Sócrates formuló al esclavo. Encontraron una coincidencia casi perfecta entre las respuestas de esta muestra y las del esclavo. Sorprendentemente, sin embargo, la mitad no asimiló la lección que el diálogo pretendía enseñar. Cuando se les presentó un nuevo cuadrado y se les pidió que duplicaran su área, recurrieron a soluciones inviables, como duplicar sus lados, en lugar de aplicar el método de bisección diagonal que se les había mostrado minutos antes.

Este resultado pone de manifiesto una tensión en la imaginación espacial similar a las tensiones en la imaginación numérica descritas anteriormente: mientras algunas ideas geométricas se basan en la percepción y la intuición, otras requieren el descubrimiento de operaciones novedosas. Esta tensión queda bien ilustrada por una tarea de identificación de patrones diseñada por el psicólogo Stanislaus Dehaene y sus colegas. En esta tarea, los participantes observan seis patrones visuales y deben identificar aquel que viola un principio geométrico ilustrado por los otros cinco. Podrían ver seis conjuntos de líneas que se cruzan, donde cinco se cruzan en ángulo recto y una lo hace en ángulo oblicuo, o seis triángulos, donde cinco son equiláteros y uno es isósceles.

Mediante esta tarea, los investigadores han descubierto una notable coherencia entre los principios geométricos con los que sintonizamos y aquellos con los que no lo hacemos. La mayoría de las personas percibe con facilidad los principios definidos por la topología, los ángulos o la distancia, como si una línea es curva, si dos líneas se cruzan en ángulo recto o si los lados de un triángulo tienen igual longitud. Sin embargo, la mayoría no capta los principios definidos por la dirección, como si dos líneas se cruzan formando una L o una L invertida, si una figura pequeña está a la izquierda o a la derecha de una figura mayor, o si dos formas irregulares son copias idénticas o imágenes especulares. En otras palabras, percibimos fácilmente las diferencias en el tamaño de un ángulo, la longitud de una línea y la curvatura de una superficie, pero no distinguimos las diferencias en la orientación izquierda-derecha.

Este hallazgo se aplica tanto a niños como a adultos, y afecta por igual a personas de sociedades no industrializadas, como los munduruku, y a personas de sociedades industrializadas, como Francia. Se extiende incluso a personas que nacieron ciegas, si la tarea se administra mediante pantallas táctiles. Los seres humanos parecen poseer un sentido innato del espacio estructurado por la topología, los ángulos y las distancias. Este sentido emerge temprano en el desarrollo, con independencia de dónde hayamos crecido y de si percibimos el espacio con los ojos o solo con el cuerpo. Pero presenta una limitación profunda: no distingue entre izquierda y derecha, una propiedad conocida como «quiralidad».

A primera vista, la quiralidad no parece muy relevante. ¿Importa realmente que podamos confundir unas tijeras para zurdos con unas para diestros? ¿O si el tenedor de ensalada va a la izquierda del plato o a la derecha? Probablemente no. Sin embargo, muchos otros aspectos de la vida moderna dependen por completo de mecanismos y símbolos quirales. Los tornillos se aprietan hacia la derecha, no hacia la izquierda. Los automóviles circulan por la derecha, no por la izquierda (en la mayoría de los países). Los mapas no sirven si se sostienen al revés, invirtiendo sus direcciones. Los medicamentos pueden resultar mortales si se invierte su estructura química. La letra b se transforma en d si se escribe al revés, y casi todas las letras se vuelven ilegibles si se reflejan en un espejo.

La quiralidad constituye un aspecto poco apreciado de muchos sistemas modernos. Olvidamos cómo tuvimos que dominarla cuando nos enfrentamos por primera vez a esos sistemas, especialmente al sistema de escritura. Los adultos alfabetizados escriben mensajes en una dirección y solo en una dirección, pero los niños que aprenden a escribir trazan letras en ambas direcciones. De hecho, cuando se les pide a niños de cinco años que escriban su nombre junto a un punto situado en el extremo derecho de una hoja de papel, suelen empezar por el punto y escribir su nombre al revés, en lugar de comenzar a unos centímetros del punto y escribir su nombre hacia delante.

Entrenarnos para escribir en una sola dirección requiere superar un sesgo profundamente arraigado que nos lleva a agrupar formas similares en la misma categoría. Una rosa sigue siendo una rosa si se voltea de izquierda a derecha, pero una b se convierte en una d y una p en una q. Los estudios que han analizado las neuronas involucradas en el reconocimiento de formas revelan que estas son sensibles al punto de vista, pero no a la quiralidad. Una neurona que se activa ante un ángulo recto se activará independientemente de si ese ángulo apunta hacia la izquierda o hacia la derecha.

Nuestra insensibilidad a la quiralidad sugiere que no constituye una característica esencial en nuestra interacción con entornos naturales, pero se ha convertido en un rasgo crucial para relacionarnos con artefactos modernos, desde tornillos hasta letras y mapas. Tales artefactos incorporan distinciones espaciales que trascienden la organización innata de la imaginación espacial.

Los mapas, por ejemplo, contienen información direccional que resulta confusa en el primer encuentro. Los niños tienen pocas dificultades para utilizarlos al identificar distintos puntos de referencia, pero suelen confundir lugares que solo se diferencian por su dirección. Si se les muestra un mapa con tres lugares dispuestos en un triángulo isósceles, tienden a confundir los dos puntos de la base del triángulo. Pueden usar el mapa para llegar hasta la ubicación superior porque esta difiere de las otras dos por la distancia, pero dudan entre las dos ubicaciones inferiores, navegando hasta la correcta solo la mitad de las veces.

Por muy desconcertantes que puedan parecer las herramientas quirales al principio, aprender a utilizarlas amplía nuestra imaginación espacial. Los niños que manejan mejor los mapas también identifican con mayor precisión patrones basados en la dirección en la tarea de comparación antes descrita, como reconocer el único ángulo que apunta en una dirección diferente a los demás. Los niños que leen mejor también escriben mejor, trazando sus letras en la dirección correcta y utilizando adecuadamente letras especulares como la b y la d. Los humanos hemos creado numerosas herramientas que nos ayudan a seguir la dirección, como los mapas, o que utilizan la dirección como indicio de otra información, como las letras; cuanto más usamos estas herramientas, más atendemos a la dirección como característica distintiva del espacio.

El apoyo mutuo entre las herramientas matemáticas y la imaginación matemática también se observa en el ámbito de la aritmética. Los seres humanos hemos creado múltiples instrumentos para llevar un registro de cantidades y cálculos, como tablas de conteo, libros de contabilidad, hojas de cálculo y reglas de cálculo, y la experiencia con estas herramientas mejora nuestra capacidad para realizar operaciones aritméticas.

Consideremos el ábaco. Esta herramienta permite a los usuarios crear y manipular una representación visual de números de varios dígitos, utilizando cuentas para representar la cantidad y columnas para indicar el valor posicional. Las personas con mucha práctica en el uso del ábaco ya no necesitan uno físico para aprovechar sus posibilidades: pueden visualizarlo mentalmente y simular el movimiento de sus cuentas. Los usuarios del ábaco mental pueden resolver problemas de suma de varios dígitos de forma rápida y eficaz, y esta capacidad mejora con la práctica. Los más expertos en el ábaco mental pueden sumar 10 números de 10 dígitos mentalmente en cuestión de minutos.

Herramientas como el ábaco y el mapa proporcionan un medio eficaz para aplicar las operaciones abstractas inherentes a las matemáticas. Estas operaciones nos permiten contemplar nuevas posibilidades matemáticas, pero son susceptibles de mal uso y aplicación incorrecta, como cuando cometemos errores de cálculo que desafían la comprensión intuitiva de las cantidades comparadas o empleamos una fórmula que contradice nuestro entendimiento básico de la situación modelada. Fundamentar las operaciones abstractas en procedimientos concretos nos ayuda a evitar estos problemas al vincularlas con las manipulaciones físicas que pretenden representar. Encontrar el equilibrio adecuado entre lo concreto y lo abstracto resulta clave para expandir la imaginación matemática de manera sostenible, aunque alcanzar este equilibrio puede ser tan difícil como descubrir las abstracciones relevantes.

Tomemos, por ejemplo, la demostración comentada al inicio del capítulo sobre la relación entre los números impares y los números cuadrados. Imaginar los números cuadrados como cuadrados reales podría parecer un truco superficial para apreciar una idea profunda que solo los matemáticos pueden comprender. Sin embargo, la conexión entre los números cuadrados y los cuadrados geométricos es tan auténtica como la relación entre contar y sumar. Y descubrir esa conexión resulta tan innovador como formular la demostración formal de que la suma de números impares consecutivos da como resultado números cuadrados. Si la demostración formal requiere años de matemáticas avanzadas para entenderla, entonces la prueba visual es, sin duda, más impactante porque pone este conocimiento al alcance de todos. Establecer conexiones entre la realidad y sus versiones idealizadas constituye en sí mismo un logro de la imaginación.

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