Los dioses domésticos de la antigua Roma: cómo los lares, manes y penates protegían cada rincón del hogar y del Imperio

Las deidades domésticas de la antigua Roma recibían tanta veneración como los dioses principales, ya que de ellas dependía el bienestar de la familia.
Los dioses domésticos de la antigua Roma, cómo los lares, manes y penates protegían cada rincón del hogar y del Imperio
Representación artística de los antiguos Lares, Manes y Penates, los protectores domésticos del hogar romano, símbolo de la espiritualidad familiar y del vínculo sagrado entre los vivos y los ancestros. Imagen: DALL-E

No todas las deidades de la mitología están dotadas de un tamaño inconmensurable y unos poderes que hacen y deshacen mundos enteros. Las hay más modestas, más de andar por casa por así decirlo, y en el caso de los lares, los manes y los penates esta expresión puede tomarse en sentido literal. En la mitología romana, dichas divinidades tenían a su cargo el cuidado y la vigilancia de los entornos cotidianos, como las viviendas, los caminos y las encrucijadas.

Por ejemplo, los lares se ocupaban de la protección de los lugares habitados, y se dividían en categorías según el sitio que tenían a su cuidado. Se supone que llegaron a la religión romana procedentes de la etrusca, pero hay también una leyenda sobre su origen que, como suele ser habitual, está ligada al comportamiento licencioso de algún dios.

Lara, una de las ninfas del agua, estaba dotada tanto de una belleza arrebatadora como de una tendencia irrefrenable al cotilleo; cuando se enteró de que Júpiter perseguía a la ninfa Juturna con la intención de poseerla, le faltó tiempo para contárselo a Juno, esposa de Júpiter. Entonces este, enfurecido, arrancó la lengua a la ninfa para curarla para siempre de sus indiscreciones y ordenó a Mercurio que la llevase a los infiernos. Por el camino, Mercurio violó a Lara, y como resultado de ese acto ímprobo nacieron dos gemelos, que serían los lares.

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Representación simbólica de los Lares y Penates, divinidades protectoras del hogar en la antigua Roma, custodiando el espacio doméstico con ofrendas, estatuillas y símbolos rituales que evocan la devoción cotidiana de las familias romanas por sus dioses tutelares. Imagen: DALL-E.

También las vías públicas

Representados por la imagen de dos muchachos acompañados de un perro, los lares tienen a su cargo la protección de los terrenos y los cruces de caminos. Al principio eran dioses domésticos, pero cuando comenzó a extenderse en Roma la costumbre de enterrar a los muertos a lo largo de los caminos principales, pasaron también a ser protectores de estas vías. Eran los lares compitales, así llamados porque se los veneraba sobre todo durante los llamados compitalia, o fiesta de las encrucijadas, que se organizaba en su honor en el mes de enero.

En esta categoría podemos encontrar a algunos de los principales dioses romanos, como Jano, Apolo y Mercurio, considerados también en la categoría de las deidades lares, que tenían un templo propio en el Campo de Marte.

Luego estaban los lares familiares, que protegían los hogares y velaban por la salud, la fortuna y la felicidad de quienes vivían en ellos. A cambio recibían las ofrendas del amo de la casa. Si los compitales se representaban en pareja, para cuidar los dos caminos que se cruzaban, en cada hogar había uno solo. Este ser divino contaba con un altar dedicado a él, habitualmente un pequeño templete con techo y dos columnas.

En este espacio, cada mañana, según narra Plauto, el pater familias les dedicaba una plegaria en la que pedía “que este hogar sea para nosotros una fuente de bienes, de bendición, de felicidad y de buena suerte”. Era también bastante habitual reservarles una parte de cada plato en las comidas.

Gigantesco falo de ceniza

Sin embargo, hay algunas historias antiguas que señalan en estos lares comportamientos no del todo ejemplares. Por ejemplo, se decía que un lar había sido el verdadero padre de Servio Tulio (578-534), sexto rey de Roma. Al parecer, una esclava de Tanaquil, la esposa de su antecesor Tarquinio I, estaba junto al hogar cuando de entre las llamas se elevó un gigantesco falo hecho de ceniza. De la unión que siguió a aquella ostentosa invitación nacería quien sería más tarde el rey Servio Tulio.

Los manes, por su parte, presentan analogías con entidades tan distantes en el tiempo y la cultura como los yureis o fantasmas japoneses, de los que hablamos en otro artículo de esta revista. Porque representan también a las almas de los muertos, que no por haber abandonado este mundo dejan solos a sus seres queridos. Adquieren su condición de manes cuando son enterrados por los miembros de su familia, y sobrevivirán como tales mientras estos celebren cultos dedicados a ellos. Se supone que viven en las entrañas de la Tierra y salen a la superficie por cavidades naturales o artificiales, como los pozos.

Los dioses domésticos
Representación artística de un altar doméstico en la antigua Roma, dedicado a los Lares, Manes y Penates, los espíritus protectores del hogar y la familia que aseguraban bienestar, prosperidad y armonía en la vida cotidiana romana. Imagen: DALL-E.

Vino, leche y flores

Los manes son espíritus amables, sobre todo con sus familiares vivos; en la Enciclopedia de las cosas que nunca existieron, Michael Page nos recuerda que manes puede traducirse como bienhechores, y en efecto, no suelen albergar intenciones aviesas. Pero estamos hablando de la antigua Roma, por eso conviene que sus familias realicen los preceptivos ritos y sacrificios para honrarlos si no quieren torcer su buena disposición.

Era normal hacerles las ofrendas habituales de vino, miel, leche y flores, y contaban con dos fiestas dedicadas especialmente a ellos: las rosaria –o violaria–, en las que se adornaban sus tumbas con flores –principalmente rosas o violetas, de ahí los nombres–; y las parentalia, que tenían lugar entre el 18 y el 21 de febrero.

Estas últimas se creía que habían sido introducidas en Roma por el rey Eneas en honor a su padre, Anquises, y eran, extraoficialmente, días de luto durante los cuales los templos quedaban cerrados y los magistrados se presentaban en público con un atuendo menos ostentoso de lo habitual.

El último día, el 21, se celebraba la feralia, fecha en la que se realizaban las ofrendas, y que Ovidio describió en sus Fastos con un hermoso párrafo: “Los dioses manes exigen cosas pequeñas; reconocen el amor de los hijos en vez de regalos lujosos. Basta con una teja adornada con guirnaldas, unos cereales desparramados, un poco de sal, trigo empapado en vino y violetas sueltas. Pon estas cosas en una vasija y déjalas en medio del camino”.

Lo mejor de cada casa


Con todo, los manes tenían también su lado oscuro si decidimos creer una de las historias más extravagantes relacionada con ellos. Narra que en un año concreto se olvidaron en Roma de celebrar la festividad de los muertos –aunque es algo difícil de creer que una ciudad entera pueda pasar por alto una fecha de tanta importancia– y estos se vengaron, salieron de sus tumbas e invadieron la ciudad. Solo se aplacaron cuando se celebraron los ritos pertinentes en su memoria.

Por último, los penates son los dioses domésticos, exclusivos de cada casa. Se los representaba con estatuillas en forma de dos jóvenes sentados sosteniendo una lanza. Tenían a su cargo la protección de la despensa –su nombre provendría de penus, que en latín significaba ‘despensa’ o ‘almacén’–, lo cual era muy probablemente un eufemismo para abarcar toda la prosperidad del hogar.

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Representación artística de los Lares y Penates, divinidades protectoras del hogar en la antigua Roma, veneradas en altares domésticos para asegurar la prosperidad y el equilibrio familiar. Imagen: DALL-E

De hecho, el hogar, en el sentido de fuego doméstico, era su lugar de culto: al empezar las comidas, el pater familias nunca olvidaba echar al fuego una parte de los alimentos como ofrenda a los penates, mientras formulaba la oración: “Que los dioses sean propicios”.

Como hogar común de todos sus ciudadanos, el Estado romano tenía sus propios penates, los penates publici, a los que se veneraba en el templo edificado en la colina Velia, una de las cimas del monte Palatino, donde residían los ciudadanos más importantes de la Roma antigua. Lógicamente, dados los altibajos que se vivían en la política de aquellos tiempos, convenía a los notables tener a sus dioses protectores lo más cerca posible.

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