Si usted es usuario de redes sociales, habrá comprobado que el Imperio romano asoma últimamente con frecuencia en las pantallas de nuestros teléfonos y de nuestras tabletas. «¿Por qué se interesan los hombres por el Imperio romano?». Semejante pregunta se ha repetido hasta la saciedad en Instagram, en Twitter, ahora X, durante los últimos meses.
Por otro lado, Ridley Scott estrenó su Gladiator II. Como suele suceder, toda una panoplia de entrevistas, documentales, proyecciones, además de, una vez más, mensajes en redes sociales, han rescatado a los romanos de los siglos que los distancian de nosotros.
Roma interesa. Desde siempre. Miraron hacia ella los medievales, los renacentistas, los barrocos, los ilustrados... en fin, las sociedades contemporáneas que han venido después.
Hasta nosotros, hasta nuestros días.
Hasta las redes sociales.

Nietos del latín
Para empezar, Roma interesa porque la lengua en la que estoy escribiendo estas líneas, y en la que usted las lee, en la que hablamos, en la que nos expresamos por escrito y oralmente, es, por decirlo de un modo breve, hija —acaso mejor nieta del latín—, y ese es un motivo nada menor. Y lo mismo sucede con la mayor parte de las lenguas de nuestro entorno. Además, el derecho, las instituciones, las relaciones económicas, la estructura de las empresas, la ideología, la religión… todo eso, y mucho más, hunde sus raíces en Roma.
La lengua latina, en su expresión oral y escrita, es la abuela de nuestra forma de hablar. Pero, además, es el vehículo para la organización de un sistema político, de los circuitos económicos, del derecho, o de la religión.
La manera de organizar la vida en común, esto es, la política, las instituciones, los cargos, las elecciones, las votaciones, todo esto nos suena porque lo ejercemos hoy, y procede de Roma. Lo mismo sucede con el derecho y de la justicia: fíjese en que ius y iustitia son palabras con el mismo radical lingüístico.
O con la religión. Roma, como sistema político, asumió e interpretó (interpretatio es la palabra clave) los dioses indígenas de los mundos que iba conquistando. Al final, las creencias monoteístas se terminaron imponiendo, y lo hicieron de la mano del poder imperial.
Es la base del cristianismo que definió la sociedad europea en los siglos siguientes hasta la actualidad. Tan actual como que, por ejemplo, en la elección papal de hace unos meses, los espectadores más avezados se habrán percatado de la multitud de referencias léxicas y rituales de origen romano.
Después de todo, la cuenta de Twitter, de X, del papa de Roma, es, no por casualidad, @pontifex.

De la admiración al morbo
Los grandes edificios romanos que aún se hallan en pie, pienso en el Panteón, en el Coliseo, o en el Acueducto de Segovia, provocan la admiración en nuestros días. Y eso hace que miremos a Roma, a su Imperio, a su cultura.
En la civilización de TikTok y de Instagram en la que vivimos, resulta casi imposible acudir a dichos monumentos, o pasear por el anfiteatro de Itálica, o por el de Mérida, sin decenas de contemporáneos nuestros haciendo selfies y vídeos. Es porque quien hace esa foto, ese vídeo bailando enfrente de los monumentos, o componiendo un gesto llamativo, en el fondo, admira lo que tiene delante.
Además, hay un motivo, si queremos, un poco más siniestro, más negro. Me refiero al morbo. Todo el mundo ha oído hablar de las matanzas, la violencia, las masacres, que eran tan frecuentes en Roma. También lo eran en la mayor parte de las culturas del Mundo Antiguo, no solo en Roma. Pero son otro de los focos de atracción que han llamado la atención de nuestra sociedad contemporánea.

El miedo al final
Dejo para el final el asunto que, quizás, más pueda inquietar. Me refiero al miedo. Al miedo a acabar, a que una cultura, una civilización, se termine. Como el Imperio romano. Que terminó.
La Ilustración europea miró hacia Roma con profunda preocupación. Las respuestas de Montesquieu y, sobre todo, de Gibbon, en el siglo XVIII, estaban centradas en mirar más los problemas de Roma que el papel de los bárbaros en el final del Imperio. Todo esto cambió más tarde, y las potencias del siglo XIX buscaron sus mejores y supuestos retratos en los romanos y en los bárbaros.

Las potencias europeas miraban a Roma buscando orígenes y tratando de eludir el miedo a un final. Las Guerras Mundiales no hicieron sino provocar, después, la preocupación por la idea del fin del mundo. Y, de nuevo, el miedo a que a los occidentales les sucediera lo mismo que a los romanos latía en numerosas interpretaciones académicas.
La Unión Europea, a finales del siglo XX y comienzos del XXI, financió un magno proyecto que reunió a decenas de científicos (historiadores, arqueólogos, filólogos…) intentando superar la idea del miedo, del final, y sustituirla por la de transformación. De hecho, aquel proyecto se tituló The Transformations of the Roman World.
Sí, los europeos han mirado a Roma porque se reconocen con sus lenguas, con su religión, con su derecho, con sus sistemas políticos… Pero también por el morbo, por la atracción de la sangre, y, digámoslo, también por el miedo.
Referencias
- Brian Campbell, Historia de Roma, Editorial Crítica, Barcelona, 2013.
- Santiago Castellanos, Historia de Roma, Editorial Pinolia, Madrid, 2024.
- Jerry Tonner, Sesenta millones de romanos, Editorial Crítica, Barcelona, 2023.