Entre los siglos XIII y XIX, Europa experimentó una prolongada fase de enfriamiento climático conocida como Pequeña Edad de Hielo. Aunque este periodo, que se extendió aproximadamente entre 1250 y 1860, no fue una glaciación global en sentido estricto, sí supuso el intervalo más frío de los últimos 8.000 años. Sus efectos se dejaron sentir en la agricultura, la economía y la vida cotidiana de millones de personas hasta el punto de que la caída de las temperaturas, los inviernos particularmente rigurosos y las frecuentes oscilaciones climáticas marcaron la historia de la Europa medieval y moderna.
De una anómala calidez medieval al enfriamiento prolongado
Antes de la Pequeña Edad de Hielo, Europa vivió la denominada Anomalía climática medieval (aprox. 950-1250), caracterizada por temperaturas benignas que favorecieron el desarrollo agrícola y la expansión demográfica. El paso de esta fase cálida al enfriamiento posterior no fue abrupto, sino un proceso complejo y gradual en el que influyeron factores naturales a escala planetaria. Las reconstrucciones dendrocronológicas y documentales muestran que los inviernos comenzaron a enfriarse ya en el siglo XII, aunque las temperaturas medias estivales siguieron siendo elevadas hasta mediados del XIII.
Este cambio de tendencia culminó en una serie de descensos térmicos que configuraron el clima europeo hasta el siglo XIX. Las fluctuaciones fueron notables. Se produjeron veranos cálidos en medio del enfriamiento, así como episodios de frío extremo que se convirtieron en auténticos hitos históricos, como el conocido “Año sin verano" de 1816 que se verificó tras la erupción del Tambora en Indonesia.

Los factores astronómicos y solares
Uno de los principales motores de este enfriamiento fueron las variaciones en la radiación solar. Durante la Pequeña Edad de Hielo se registraron varios grandes mínimos solares, esto es, periodos en los que la actividad del Sol disminuyó drásticamente. Entre ellos, destacan el Mínimo de Wolf (1280-1350), el Mínimo de Spörer (1420-1550), el Mínimo de Maunder (1645-1715) y el Mínimo de Dalton (1790-1830).
En estos intervalos, la menor emisión de radiación ultravioleta redujo la producción de ozono en la estratosfera, debilitó el vórtice polar y favoreció la penetración de masas de aire frío hacia latitudes medias. Estos fenómenos se tradujeron en inviernos más largos y fríos en Europa, el sello más característico de la Pequeña Edad de Hielo.
La influencia de las erupciones volcánicas
Los volcanes desempeñaron un papel decisivo en el proceso de enfriamiento. La erupción del Samalas en 1257, una de las más potentes del último milenio, liberó enormes cantidades de aerosoles de sulfato a la estratosfera. Estos aerosoles reflejaron la radiación solar y generaron una caída abrupta de las temperaturas, considerada por muchos investigadores el detonante del primer avance glaciar significativo en los Alpes durante la segunda mitad del siglo XIII.
Otros episodios volcánicos posteriores reforzaron este patrón. Las erupciones en cadena entre 1450 y 1700 coincidieron con los grandes mínimos solares y amplificaron los efectos de la baja irradiancia solar. El ejemplo más célebre es el del Tambora (1815), cuyo impacto global arruinó las cosechas y provocó hambrunas en gran parte de Europa.
Las erupciones volcánicas, además, modificaron los patrones de circulación atmosférica y oceánica. Así, generaron veranos húmedos y fríos, propicios para el avance de los glaciares alpinos.

Dinámicas oceánicas y la Oscilación del Atlántico Norte
Otro de los factores fundamentales fue la alteración de la circulación oceánica en el Atlántico Norte. El aporte de aguas frías y dulces procedentes del deshielo en Groenlandia y del aumento de la exportación de hielo marino redujo la formación de aguas profundas en el mar de Labrador, al tiempo que debilitaba la circulación termohalina. Esta ralentización disminuyó el transporte de calor hacia Europa septentrional y favoreció la expansión del hielo marino en el Ártico y mares nórdicos.
En paralelo, la Oscilación del Atlántico Norte (NAO), un patrón climático que regula la intensidad de los vientos del oeste y la trayectoria de las tormentas, tendió hacia fases negativas durante la Pequeña Edad de Hielo. Estas fases se tradujeron en inviernos fríos y secos en Europa central y occidental. La interacción entre la NAO, la debilidad solar y la actividad volcánica creó un sistema retroalimentado que intensificó el enfriamiento invernal.

El papel de los usos del suelo y el albedo
Aunque de menor peso frente a los factores naturales, también se ha propuesto que los cambios en la cobertura del suelo, como aquellos derivados de la deforestación asociada a la expansión agrícola, pudieron aumentar el albedo terrestre y contribuir a un enfriamiento adicional. Las estimaciones sugieren que este factor redujo la temperatura media del hemisferio norte en unas décimas de grado.
Asimismo, el ennegrecimiento de la nieve y el hielo por depósitos de carbono negro derivados de la combustión de biomasa y la incipiente actividad industrial en el siglo XIX pudo haber acelerado el final de la Pequeña Edad de Hielo. Este factor antrópico habría favorecido el deshielo glaciar.

Variabilidad interna del sistema climático
La Pequeña Edad de Hielo estuvo marcada por una fuerte variabilidad interna del sistema climático, es decir, por las oscilaciones espontáneas en la interacción entre océanos, atmósfera y criosfera. Estos procesos explican por qué dentro de un periodo de enfriamiento prolongado coexistieron veranos extremadamente cálidos, como el de 1540, y episodios de sequías prolongadas que contrastaban con los gélidos inviernos. Los estudios históricos basados en crónicas, registros de vendimias y observaciones fenológicas confirman que la Pequeña Edad de Hielo no fue un periodo de frío uniforme, sino una época de fenómenos climáticos extremos y contrastantes.

Enseñanzas para el presente
La Pequeña Edad de Hielo en la Europa moderna fue el resultado de una compleja interacción entre diversas causas naturales: una intensa actividad volcánica, los mínimos solares prolongados las, alteraciones en la circulación oceánica y patrones atmosféricos como la NAO. Factores adicionales, como los cambios en el uso del suelo y la variabilidad interna del sistema climático, reforzaron un escenario ya de por sí propicio al enfriamiento.
Analizar las causas de la Pequeña Edad de Hielo europea ofrece lecciones valiosas para comprender el cambio climático contemporáneo. Hace unos siglos, la combinación de factores naturales —solar, volcánico, oceánico y atmosférico— bastó para alterar el clima de un continente durante siglos. Hoy, sin embargo, el factor decisivo es la actividad humana.
Referencias
- Wanner, Heinz, Christian Pfister y Raphael Neukom. 2022. "The variable European little ice age". Quaternary Science Reviews, 287: 107531. DOI: https://doi.org/10.1016/j.quascirev.2022.107531