Las granjas de Guadalupe: palacios al servicio del poder

Acompáñanos en un viaje por las granjas que el monasterio de Guadalupe fundó y enriqueció con obras de arte, jardines y arquitectura.
Fachada principal de la granja de Valdefuentes

La Orden de San Jerónimo fue famosa en sus orígenes por sus ideales de férrea austeridad. Los monjes tenían prohibido salir de los monasterios y debían permanecer en silencio salvo contadas excepciones. Incluso, en sus inicios, hubo algunos miembros de la comunidad que llegaron a utilizar mecanismos de castigo corporal como disciplinas o cilicios. Es precisamente en este contexto de austeridad y ascetismo donde surge el concepto de las «granjas» de la Orden Jerónima. Unos espacios que se construían en el campo, a varias millas de los monasterios, para servir de lugares de recreo y asueto; pero como no podía ser de otra manera, además se utilizaban como lugares de control de explotaciones agropecuarias. 

Mientras los monasterios más pequeños contaban con una sola granja a su servicio, algunos de los más grandes, como Guadalupe o El Escorial, podían llegar a contar con dos granjas. En estos, cada una de las edificaciones se destinaba a uno de los dos periodos del año. En el caso guadalupense, la granja de Mirabel fue concebida para su aprovechamiento estival, mientras la granja de Valdefuentes se diseñó para su aprovechamiento en invierno y otoño. 

El conjunto palaciego de la granja de Mirabel está concebido en torno a un patio abierto al exterior y dotado de grandes galerías porticadas. Foto: ASC

En ambos casos, las granjas se constituyeron en edificios en los que el diálogo entre el interior y el exterior se daba a través de grandes galerías porticadas, convirtiéndose así en algunos de los más tempranos ejemplos de su tipología en la península ibérica. Sin embargo, al igual que las grandes hospederías de los monasterios jerónimos acabaron cobijando a nobles, e incluso a monarcas, las granjas de Guadalupe harían lo propio convirtiéndose en verdaderos palacios de campo. Unos lugares en los que los visitantes ilustres disfrutaron frecuentemente de extraordinarios festejos en mitad de los intrincados y agrestes bosques de las Villuercas.

La granja de Mirabel: entre «la gracia y el infierno»

El origen de la granja de Mirabel puede remontarse a finales del siglo XIV, cuando Martín Cerón, alcaide de las atarazanas y alcázares de Sevilla y Señor de Merlina y de la Torre de Guadiamar, donó al monasterio una casa de campo situada entre los valles de Valdegracia e Infierno. Dicha construcción, hoy desaparecida, constituyó el germen de la granja de Mirabel.

Sería a comienzos del siglo XV cuando Fernando Yáñez de Figueroa, prior de Guadalupe y uno de los fundadores de la Orden de San Jerónimo, comenzase a construir el conjunto palaciego. Un edificio concebido en torno a un patio abierto al exterior cuyos salones más importantes, destinados al agasajo de los visitantes, también daban a grandes galerías porticadas. El hecho de construir las granjas jerónimas no solo como lugares para la explotación agropecuaria y el descanso de los monjes, sino también como fastuosos palacios, respondía a los deseos de Fernando Yáñez de convertir a Guadalupe en uno de los monasterios más prestigiosos de Castilla. Un hecho que consiguió no solo a través del acrecentamiento de sus negocios y heredades, sino de la construcción de importantes edificios destinados a impresionar a los visitantes. 

Capilla de la Magdalena, en la granja de Mirabel, con un retablo pintado al fondo que muestra escenas de la vida y tránsito de María Magdalena. Foto: ASC

Una capilla «muy italiana»

De la época de Fernando Yáñez de Figueroa (†1412) data en su mayor parte la capilla de la Magdalena de la granja de Mirabel. Un recinto sencillo, pero ornamentado mediante una suntuosa armadura de madera en su techo. Sin embargo, la joya más importante que guarda se encuentra cubriendo sus paredes. Y es que, ocultas durante varios siglos bajo capas y capas de cal, no fue hasta a finales de los años 90 del siglo xx cuando fueron descubiertas unas extraordinarias pinturas murales. Se trata de un conjunto de escenas religiosas que muestran diferentes santos además de un retablo pintado dedicado a las escenas de la vida y tránsito de María Magdalena. En el centro de este último, se puede encontrar una Virgen de la Leche, que aún conserva parte del pan de oro original que la decoraba. 

Lo más interesante de estas pinturas, sin embargo, es que pese a haber sido realizadas a comienzos del siglo XV, siguen modelos trecentistas italianos. Este tipo de pintura había sido importada a la península ibérica a través de Valencia y de la mano de maestros foráneos apenas unos años antes. De esta manera, el programa pictórico guadalupense se convierte en uno de los primeros ejemplos de su tipo en España, en la línea de otros importantes encargos como los de las capillas de San Blas y de la Concepción Francisca en Toledo o del retablo de Sancho de Rojas hoy en el Museo del Prado.

La Virgen de la Leche en el retablo de la capilla de la Magdalena conserva restos del pan de oro original. Fuente: ASC

Imágenes de devoción

Con la llegada del siglo XVIII y las ideas de la Ilustración, se decide reformar la granja de Mirabel en consonancia con lo que se estaba haciendo en el cercano monasterio de Guadalupe. Se encalan sus muros y se decide realizar un nuevo retablo, obra del escultor Pedro de Roza, en el que se pone una nueva imagen de la Magdalena (esta vez escultórica), siguiendo los modelos popularizados por el granadino Pedro de Mena unos años antes. Rápidamente se convierte en una imagen de importante devoción y aún hoy día sigue procesionando en ocasiones especiales. 

Pero no solo la capilla de la Magdalena es reformada en esta época. Sabemos que por las mismas fechas se decide construir otra capilla aledaña a esta en estilo barroco, rematada por cúpula y linterna, destinada a albergar otra imagen de importante devoción: el llamado «Cristo de Mirabel». Este último fue cobijado bajo otro retablo, realizado esta vez reaprovechando un óleo sobre lienzo anterior realizado probablemente en el entorno de Rubens. Con la fama de estas dos imágenes, rápidamente Mirabel se convierte en lugar de paso para peregrinos, si bien sabemos que la granja siempre contó con este tipo de visitantes. No en vano, desde la Edad Media, tanto la granja de Mirabel como la de Valdefuentes contaron con indulgencias papales que concedían a sus visitantes en ciertas festividades siete años y siete días de perdón. 

Una granja para el invierno

El origen de la granja de Valdefuentes, al igual que el de su homóloga de Mirabel, se encuentra en los tiempos del prior Fernando Yáñez. En este caso, debemos el dinero destinado a su fundación a María Solier, la madre del futuro «Buen Conde» de Haro. Aunque también nos encontramos ante un palacio abierto al exterior, el hecho de que este fuese diseñado para las estancias invernales hizo que se diseñase con importantes volúmenes volcados al interior. Así, además de las dos galerías abiertas al este y al oeste, se incluyó un patio cerrado en su centro. 

Fachada principal de la granja de Valdefuentes, construida en el último tercio del siglo xv, con una galería de dos pisos de arcos abiertos al paisaje. Foto: ASC

Dicho patio fue reformado entre 1515 y 1519, quizás con el propósito de que el palacio sirviese de hospedaje para el flamante emperador Carlos I. Al parecer, para su reconstrucción se utilizaron materiales destinados a una reforma del claustro de los Milagros del monasterio que nunca se llegó a producir. 

Sin embargo, una vez más, el lugar más destacado del conjunto vuelve a ser su capilla, dedicada a santa Cecilia. Esta fue construida a finales del siglo XIV y decorada con destacadas pinturas en sus muros que representaban jardines y plantas además de varios tipos de aves silvestres y domésticas. El cuerpo de la capilla fue reformado hacia 1515 introduciendo un extraordinario artesonado en madera sin policromar. Posteriormente, ya en los siglos XVII y XVIII, sería transformada también la cabecera, añadiendo un retablo coronado por un lienzo de santa Cecilia y un altar de azulejos talaveranos.

Espacios compartidos

Resulta muy interesante que las granjas de Guadalupe fueran utilizadas a la vez por monjes (que se debían a la clausura) y por nobles y monarcas que deseaban disfrutar de los placeres de la naturaleza agreste. Para ello se diseñó un sistema de habitaciones separadas. Incluso las propias capillas, a pesar de tratarse de espacios relativamente reducidos, contaban con rejas que podían separar a los distintos públicos a la hora de asistir a las celebraciones litúrgicas. Así, en el caso de Valdefuentes, encontramos hasta tres espacios diferenciados. Un primer espacio junto al altar reservado a los jerónimos, un segundo espacio contiguo, bajo el artesonado y sobre un suelo decorado con azulejos para los visitantes ilustres, y un tercer espacio, más sencillo y separado también mediante una reja, para los posibles peregrinos ocasionales a quienes también se permitía asistir a las misas. 

Hemos de tener en cuenta que, en realidad, la mayor parte de las celebraciones y festejos que se realizarían en las granjas para agasajo de las élites peninsulares, siempre que el tiempo lo permitiese, tendrían lugar en el exterior. No en vano, el contraste entre la naturaleza salvaje y domesticada era uno de los principales alicientes de las granjas. De hecho, sabemos que estas contaban con sus propias vajillas. Otros enseres, como aparadores, tapices y ciertos muebles, serían traídos desde el monasterio para conformar los escenarios del ocio del locus amoenus.

Fotografía de Pedro Caro y Szechenyi Álvarez de Toledo y Zichy Ferraris, marqués de la Romana, vestido con el uniforme de la Orden Militar de Alcántara. Foto: ASC

Las granjas tras la desamortización

Tras la llegada de la desamortización de Mendizábal en 1836, el destino de las granjas de Guadalupe pasó a manos de particulares. El hecho de que fuesen concebidas como recintos palaciegos desde sus inicios hizo que esta siguiese siendo su función en lo sucesivo, permitiendo así que se conservasen en mayor o menor medida frente a otras dependencias monásticas campestres como la red de molinos (hoy en estado de ruina). 

En el caso de Mirabel, esta pasó a manos de un ilustre personaje: Pedro Caro y Széchényi, VI marqués de la Romana. En manos de don Pedro Caro, la granja vivió un segundo momento de esplendor. El marqués reordenó las diferentes estancias encargando nuevos muebles y pinturas para su ornato. En esta época llegarían a visitarlo huéspedes como Alfonso XIII o Miguel de Unamuno, quien tras pasar por el palacio llegaría a escribir: «Hermosísimo es, sin duda, cuanto el arte humano puede aún ofrecernos en Guadalupe; mas es más hermoso aún lo que allí la Naturaleza nos ofrece. Subimos a Mirabel, dependencia del monasterio, y bajamos de allí por medio de uno de los más espesos y más frondosos bosques de que en mi vida he gozado. Jamás vi castaños más gigantescos y más tupidos».

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