Durante más de un siglo, la imagen popular de la reina Hatshepsut ha estado vinculada al misterio de su desaparición y la supuesta furia de su sucesor. Su rostro, muchas veces dañado en estatuas fragmentadas, parecía gritar desde el pasado una historia de traición y borrado sistemático. Sin embargo, investigaciones recientes están reescribiendo ese relato con una interpretación mucho más compleja, y quizá más sorprendente.
Jun Yi Wong, egiptólogo de la Universidad de Toronto, ha puesto patas arriba la narrativa tradicional sobre la destrucción de las estatuas de Hatshepsut gracias a una minuciosa revisión de documentos de archivo inéditos del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York. Su trabajo se ha publicado en la revista Antiquity y cuestiona décadas de suposiciones. Según su investigación, muchas de las estatuas de la reina no fueron destruidas por venganza, sino “desactivadas” ritualmente, una práctica común en el Egipto faraónico para neutralizar el poder simbólico de las imágenes reales.
Más allá de la destrucción: lo que revelan los fragmentos
Las estatuas de Hatshepsut comenzaron a salir a la luz durante las excavaciones en Deir el-Bahari entre 1922 y 1928, dirigidas por Herbert Winlock. Se recuperaron miles de fragmentos, muchos de ellos gravemente dañados. Durante décadas se asumió que esa destrucción había sido ordenada por Tutmosis III, el sobrino y sucesor de Hatshepsut, como parte de una campaña de borrado de su memoria.
Sin embargo, Wong descubrió que muchas de esas figuras —especialmente las estatuas independientes, esculpidas en granito o diorita— conservaban sus rostros en perfecto estado. Esto contrasta fuertemente con la idea de una destrucción violenta motivada por el rencor. Más aún: los puntos de fractura eran siempre los mismos —cuello, cintura y pies—, algo que ya se ha observado en otras estatuas de faraones, lo que apunta a un patrón más ritual que vengativo.
En el antiguo Egipto, las estatuas de los faraones no eran simples decoraciones. Se creía que contenían el ka, la fuerza vital del individuo representado. Romperlas en puntos específicos era una forma de "desactivarlas", despojarlas de su energía divina, especialmente después de su muerte, cuando ese poder podía volverse potencialmente peligroso para los vivos.

El contexto lo cambia todo
Hatshepsut no fue una reina cualquiera. Se proclamó faraón en un momento delicado, actuando inicialmente como regente de Tutmosis III, que era apenas un niño tras la muerte de su padre. Poco después, ella asumió el título completo de faraón y gobernó con plenos poderes durante más de dos décadas. Su arquitectura monumental y sus políticas expansivas marcaron una era de estabilidad y esplendor, culminando en su gran templo funerario de Deir el-Bahari.
Pero tras su muerte, su memoria fue parcialmente borrada. Sus cartuchos fueron eliminados de inscripciones, y muchas de sus imágenes suprimidas. Este acto ha sido visto tradicionalmente como una represalia por parte de Thutmosis III, quien, según esa versión, habría esperado años para vengarse. Sin embargo, el nuevo análisis de Wong sugiere que la destrucción de las estatuas, al menos en Deir el-Bahari, no encaja con un ataque personal.
Los hallazgos de Wong muestran que, además de los signos rituales, muchas estatuas fueron reutilizadas como material de construcción, e incluso como herramientas, en los siglos posteriores. En algunos casos, sus bases —las partes más fáciles de encajar en una pared o una columna— desaparecieron por completo, lo que refuerza la teoría de que su desmembramiento fue más práctico que político.
Uno de los datos más reveladores del estudio es que la mayoría de las estatuas con el rostro intacto aparecieron en el llamado "Agujero de Hatshepsut", un área sellada bajo la calzada que condujo al templo de Thutmosis III. Esto implica que muchas de estas estatuas fueron enterradas intactas como parte de una obra arquitectónica posterior, no destruidas en una ola de odio. En cambio, las figuras cuyos rostros sí fueron destrozados estaban dispersas por áreas abiertas, lo que indica que pudieron ser dañadas mucho después, posiblemente incluso siglos más tarde.
Las estatuas osiríacas —esas colosales figuras que representan a la reina en forma momiforme— fueron, curiosamente, las más dañadas. Pero esto parece deberse a que se desmontaban en bloques para reutilizarse más fácilmente. Las cabezas, al ser más difíciles de emplear como material de obra, sobrevivieron más y nos han llegado como testigos mudos de este proceso.

Un nuevo retrato de Thutmosis III
Si bien no cabe duda de que Hatshepsut fue objeto de un proceso de damnatio memoriae —la eliminación oficial de su nombre e imagen en muchos templos—, el estudio matiza la figura de Tutmosis III. Lejos de ser un déspota vengativo, pudo haber actuado guiado por convenciones religiosas más que por odio personal. El poder de una reina convertida en faraón, una figura sin precedentes en la historia egipcia, pudo haber resultado demasiado incómodo para la posteridad, pero eso no significa que se buscara su destrucción completa.
Más aún, las evidencias indican que incluso en vida Hatshepsut asumió elementos masculinos en su iconografía —como la barba postiza o el tocado de faraón— no por usurpación, sino por adhesión a la tradición. Su figura fue reinterpretada con el tiempo, tanto por razones ideológicas como por motivos prácticos, pero su legado resurge hoy con más fuerza que nunca gracias al análisis arqueológico.
Un eco del pasado que sigue resonando
La historia de las estatuas de Hatshepsut es, en última instancia, una lección sobre los peligros de asumir sin matices. Lo que durante décadas se interpretó como un acto de odio puede haber sido en realidad una ceremonia cargada de simbolismo. La reina que desafió las normas de su época, que gobernó Egipto con firmeza y visión, no fue olvidada del todo. Sus estatuas, rotas pero no borradas, siguen hablando. Y ahora, por fin, empezamos a escucharlas de otra manera.