En noviembre de 1913, una tormenta descomunal azotó los Grandes Lagos de América del Norte con una furia que ni los marineros más curtidos habían presenciado. El fenómeno, que más tarde sería conocido como el “Huracán Blanco”, se convirtió en la mayor tragedia marítima en aguas interiores de los Estados Unidos. Durante cuatro días consecutivos, del 7 al 10 de noviembre, los vientos rugieron a velocidades cercanas a los 145 km/h y las olas alcanzaron alturas de hasta 11 metros. Fue una tormenta perfecta en el sentido más literal: dos sistemas de baja presión colisionaron sobre los lagos, provocando un ciclón de nieve, hielo y viento que dejó a su paso una estela de destrucción.
Doce grandes embarcaciones se hundieron durante esos días, y otras tantas quedaron gravemente dañadas. Más de 250 personas perdieron la vida. Entre los barcos desaparecidos, uno en particular alimentó durante más de un siglo las conjeturas de historiadores, buzos y aficionados al mundo náutico: el SS James Carruthers, el orgullo de la marina mercante canadiense y uno de los barcos más modernos de su época. Su rastro se perdió en las frías aguas del Lago Hurón, sin dejar apenas restos ni pistas de lo ocurrido. Hasta ahora.
Una obsesión de toda una vida
El pasado 26 de mayo de 2025, un equipo de exploradores liderado por David Trotter, veterano cazador de naufragios, confirmó el hallazgo del James Carruthers a unos 57 metros de profundidad, en aguas estadounidenses del Lago Hurón, al este del estado de Michigan. Lo más impactante no fue solo encontrarlo, sino cómo lo encontraron: completamente volcado, descansando boca abajo, como si la nave hubiera sido arrastrada y girada por una fuerza colosal antes de hundirse.
Trotter, de 84 años, llevaba décadas dedicadas a la exploración subacuática, con más de un centenar de naufragios documentados en su haber. Durante los últimos cinco años, él y su equipo de Undersea Research Associates habían rastreado minuciosamente las zonas menos exploradas del lago, guiándose por sonar de última generación y un profundo conocimiento de las corrientes y geografía del lugar. La localización del Carruthers era un objetivo personal y profesional. Y también, muy probablemente, su último gran hallazgo.

El día en que todo se torció
Construido en 1913 y considerado entonces como el mayor y más moderno buque de carga canadiense, el SS James Carruthers apenas había surcado unas pocas rutas comerciales cuando le sorprendió la tormenta. Su destino era la bahía de Georgian, donde debía entregar una carga de grano. Lo que sucedió exactamente a bordo en aquellas horas de pesadilla sigue sin saberse con certeza. Lo que sí se sabe, gracias a los testimonios recogidos después, es que algunas personas desde tierra avistaron señales de auxilio y escucharon silbatos lejanos, probablemente procedentes del buque.
Días más tarde, restos del barco y cuerpos de la tripulación comenzaron a aparecer en la costa canadiense, en lugares que estaban muy lejos de su ruta prevista. Aquello desconcertó aún más a los investigadores: ¿qué hacía el Carruthers tan al sur, fuera de su trayecto habitual? Algunos expertos, como los del Great Lakes Shipwreck Historical Society, han planteado que el barco podría haber sido empujado por la fuerza del viento y las olas tras haber quedado sin gobierno. Otros sugieren que una gran ola, sumada a la falta de estabilidad por la carga ligera de grano, podría haber hecho volcar al navío.
En cualquier caso, durante más de un siglo, el Carruthers fue el último de los ocho grandes barcos hundidos en el Lago Hurón durante la tormenta de 1913 que permanecía sin localizar. Su paradero, finalmente revelado, ha resuelto parte del misterio… pero también ha planteado nuevos interrogantes.
Un cementerio congelado bajo las aguas
La expedición de Trotter no solo halló el casco del barco: también logró captar imágenes inéditas del naufragio gracias a un vehículo subacuático teledirigido. Las imágenes revelaron detalles estremecedores. A pesar del paso del tiempo, la estructura de la nave está sorprendentemente bien conservada, protegida por las aguas frías y dulces del lago. Sin embargo, algo llamó especialmente la atención del equipo: una sustancia lechosa que parece salir del interior del casco, posiblemente restos fermentados del grano que transportaba. Para los buzos, el efecto visual era inquietante: parecía como si el barco, literalmente, “sangrara”.
Entrar al interior de la nave es una tarea extremadamente delicada. A esa profundidad, la visibilidad es reducida, las temperaturas descienden de forma drástica, y cualquier apertura mal calculada puede convertirse en una trampa mortal. Por ahora, los intentos de explorar el interior se han visto limitados por la falta de acceso seguro. No obstante, los buzos han podido identificar algunas piezas clave del casco y partes del sistema de navegación, lo que ha confirmado sin lugar a dudas la identidad del buque.
La historia del James Carruthers y su redescubrimiento no es solo un relato sobre una tragedia del pasado. También es un espejo de cómo el ser humano, pese a los avances tecnológicos, sigue enfrentándose a los imprevistos de la naturaleza con cierta soberbia. Tal y como señalaban expertos como Corey Adkins en entrevistas recogidas por medios locales, muchas de las decisiones tomadas durante aquella tormenta se debieron a presiones comerciales, orgullo profesional y la convicción de que “podrían llegar antes de que fuera demasiado tarde”. Una mentalidad que, tristemente, terminó costando muchas vidas.
Los naufragios no son simples restos metálicos en el fondo del mar o del lago: son cápsulas del tiempo que conservan, casi intactos, los últimos momentos de los que iban a bordo. Cada hallazgo como este es también un acto de memoria. Familias enteras han vivido generaciones sin saber exactamente qué ocurrió con sus seres queridos. En algunos casos, como el del marinero canadiense John Thompson, incluso hubo confusiones trágicas: fue dado por muerto y, sin embargo, apareció vivo días después, tras haber embarcado en otro buque en el último momento.

Un legado bajo el agua
La localización del James Carruthers completa el rompecabezas de uno de los capítulos más oscuros de la historia marítima norteamericana. Desde el naufragio del Edmund Fitzgerald en 1975 hasta la tragedia del Titanic en 1912, cada barco hundido tiene una historia, pero el Carruthers representa, quizás como pocos, esa intersección entre la innovación, el orgullo y la vulnerabilidad humana frente a la fuerza incontrolable de la naturaleza.
David Trotter, con este descubrimiento, se despide probablemente de una vida de aventuras bajo el agua. En sus propias palabras, hay dos tipos de buzos: los valientes y los viejos. Pero casi nunca son ambos.
Y, mientras el barco descansa en su tumba lacustre, silencioso y solitario, las aguas del Lago Hurón siguen recordándonos que, en la historia, aún hay muchos misterios esperando a ser descubiertos.