Si queremos sujetar o unir algo, necesitamos un clavo. Aunque no solo sirven para eso, como muy bien atestigua la Biblia: también se emplean para crucificar o, simplemente, asesinar. Este último uso fue el que sufrió el comandante cananeo Sísara a manos de su modélica esposa judía Jael, que con un martillo le hundió uno en la sien “hasta clavarlo en la tierra”. Según los expertos, esta historia, recogida en el Libro de los Jueces, es una de las más antiguas del Antiguo Testamento –hacia 1200 a. C.–, lo que demuestra que los clavos, ya sean de madera o metal, son muy antiguos. De hecho, hay clavos de bronce encontrados en Egipto que datan del año 3400 a. C.
Fundamentales para cualquier sociedad –un ejército romano, por ejemplo, abandonó siete toneladas de clavos al evacuar la fortaleza de Inchtuthil en Perthshire (Britania) en el año 86 a. C.–, resulta sorprendente descubrir que no fue hasta principios del siglo XIX que supimos fabricarlos mecánicamente. Hasta entonces se hacían a mano: los artesanos recibían el nombre de clavadores, y los hacían a partir de barras de hierro oportunamente preparadas por los cortadores.
Antes de la revolución de las trece colonias, Inglaterra era el mayor fabricante de clavos del mundo y, como cabía esperar cuando se alzaron en armas, era prácticamente imposible conseguir clavos en las colonias americanas. La escasez era tal que, cuando la gente cambiaba de casa, quemaba la antigua para recuperar los clavos. Por eso no era difícil encontrar familias que se dedicaran a fabricar clavos en sus hogares sentados alrededor de la chimenea los días de mal tiempo o por las noches. No era solo tarea de pobres; hasta Thomas Jefferson estaba muy orgulloso de sus clavos. En una carta escribió: “Yo mismo soy fabricante de clavos... Su fabricación fue una faceta importante de la vida”.
El proceso de fabricación no se mecanizó hasta 1790-1820, cuando se inventaron distintas máquinas para automatizar su producción a partir de barras de hierro forjado: en este momento nació el clavo cortado o clavo para estampado, con la punta cuadrada y roma, que son mucho más fuertes, por lo que se utilizan en trabajos pesados.
En la actualidad contamos con 2200 variedades de clavos. Y una curiosidad: parece ser que el término centavo apareció en la Inglaterra medieval para describir el precio de cien clavos.
Este artículo fue originalmente publicado en una edición impresa de Muy Interesante.