La 'lucha' de las enfermeras norteamericanas en el frente del Pacífico

La cruenta ofensiva del ejército nipón en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial puso en el centro de la acción a las enfermeras norteamericanas, cuyo desempeño en el frente de guerra se convirtió en un ejemplo de profesionalidad y entrega
Cartel Reclutamiento Cuerpo Enfermeras del Ejército de EE.UU.

Durante la Segunda Guerra Mundial, cuatro mil mujeres prestaron servicio como enfermeras en el frente del Pacífico. Un territorio inhóspito, exigente y despiadado que puso a prueba su voluntad de servicio. Nueva Caledonia, Hawái, Islas Salomón, Guam o Fiyi, entre otras localizaciones, conocieron de primera mano su valor y compromiso. Su trabajo, desarrollado en condiciones extremas, determinó la lucha contra las enfermedades endémicas y las heridas derivadas de los cruentos combates. Atrapadas bajo el fuego enemigo, internadas en campos de prisioneros o aisladas en la jungla, sus historias nos desvelan su excepcional capacidad de sacrificio: «Siempre supe que si podía sobrevivir a eso, podría sobrevivir a cualquier cosa», recordó la teniente Mildred D. Manning tras el conflicto.

Cartel de reclutamiento para el Cuerpo de Enfermeras del Ejército de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial en junio de 1943. Foto: Getty.

Tu país te necesita

El 7 de diciembre de 1941, el sorpresivo ataque japonés a la base naval de Pearl Harbor provocó la entrada estadounidense en la Segunda Guerra Mundial. La participación norteamericana, esquivada por la administración Roosevelt desde septiembre de 1939, recuperó programas sanitarios castrenses abandonados tras la Gran Depresión y reactivó la contratación de enfermeras para sus Fuerzas Armadas. Herederas de una amplia tradición militar, las integrantes del Army Nurse Corps regresaban al campo de batalla. El millar de mujeres adscritas al Cuerpo de Enfermeras del Ejército y las setecientas del United States Navy Nurse Corps (Cuerpo de Enfermeras de la Armada) constituyeron un primer contingente cualificado cuya cifra, ajustada en tiempos de paz, no tardó en revelar su insuficiencia.

Tras sufrir el golpe nipón, el Servicio de Enfermería de la Cruz Roja Estadounidense y el Consejo Nacional de Enfermería para el Servicio de Guerra diseñaron una exitosa campaña publicitaria. Los carteles, afiches y panfletos, distribuidos a lo largo y ancho del país, estimularon el patriotismo de las miles de jóvenes que acudieron en masa a los centros de alistamiento. Además, el gobierno federal fomentó el ingreso en las academias civiles de enfermería mediante becas y ayudas económicas. De esta forma, el Ejército se aseguró la incorporación de profesionales con formación sanitaria. La acreditación de estos conocimientos, junto a la nacionalidad norteamericana, la justificación de soltería (hasta noviembre de 1942) y una edad comprendida entre los 21 y 40 años en el caso del Ejército o entre los 28 y 40 años en el caso de la Marina, se convirtieron en requisitos indispensables para su contratación.

Los acorazados USS Virginia Occidental, USS Tennessee y USS Arizona gravemente dañados en el ataque japonés a Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941. Foto: Shutterstock.

Capacitación, adiestramiento y funciones

Nada más acceder, las aspirantes iniciaban un periodo instructivo de cuatro semanas donde aprendían organización militar, sanidad, defensa, contraataques aéreos, químicos y mecanizados, administración de personal y vida castrense, entre otras materias. Las nurses anestesistas —cuya formación se extendía a lo largo de seis meses— y las sanitarias psiquiátricas fueron las especialidades más demandadas. Las atractivas campañas publicitarias superaron las previsiones y, hacia mitad de 1942, más de doce mil nuevas incorporaciones paliaron la sequía inicial. Una tendencia al alza consolidada año y medio más tarde, en diciembre de 1943, con una cifra total de cuarenta mil jóvenes prestando servicio en las Fuerzas Armadas norteamericanas. En aquel instante, el Departamento de Guerra consideró cubiertas las necesidades y suspendió el reclutamiento. Pese a ello, a finales de abril de 1944, la Planificación del Desembarco de Normandía aconsejó la creación de otras diez mil plazas.

Instaladas en sus nuevos destinos, las enfermeras recibían a los heridos en hospitales de campaña. Por lo general, cada edificio albergaba a 18 profesionales encargadas de atender a un número máximo de 150 pacientes. En el caso de los hospitales de evacuación, con dinámicas más complejas que los anteriores, la plantilla se reforzaba hasta alcanzar las 53 nurses al cuidado de unos 750 hombres.

La enfermera Anne V. Wojcik alimenta al soldado norteamericano herido Ralph Keeran en un tren hospitalario en la ruta de Nueva York a Ohio. Es marzo de 1944. Foto: Getty.

A lo largo del conflicto, las jóvenes también sirvieron a bordo de ferrocarriles, buques y aviones medicalizados. En el caso de los trenes, una sanitaria velaba por los pacientes acomodados en cada uno de sus 32 vagones. Durante el trayecto, sus funciones comprendían los cuidados médicos y la prevención de lesiones producidas por desplazamientos indebidos. Sus otras compañeras, además, recibían una formación específica al medio aéreo o marítimo: afectación de las alturas a los heridos y supervivencia en lugares como el ártico, los desiertos o las junglas, un hábitat este último conocido de sobra por las destinadas al frente del Pacífico

Allí, a diferencia de otros teatros, trabajaron en posiciones de retaguardia, permitiéndose su acceso al frente una vez conquistados los objetivos. Esta medida proteccionista pretendió alejarlas de la amenaza nipona sin entorpecer el ritmo de evacuaciones. Como resultado, las jóvenes escalonaron su presencia en las islas Hawái, pasando por Fiyi, Australia, Nueva Zelanda, Nueva Caledonia y las Nuevas Hébridas desde diciembre de 1941 hasta finalizar la guerra.

Infierno en la bahía

Durante el ataque a Pearl Harbor, las 82 profesionales distribuidas en tres hospitales hawaianos se adentraron en la antesala del averno. En cuestión de minutos, oleadas de aviones nipones arrojaron una tormenta de fuego y destrucción sobre sus cabezas, adentrándolas de lleno en los horrores de la guerra. Los pilotos volaban tan bajo que podían verlos conversar entre ellos. Algunas, como Teresa Stauffer, le devolvió el saludo a un aviador enemigo mientras regresaba de cumplir su jornada en el Hospital Tripler Army Medical Center. En cuestión de segundos, el aparato lanzó su carga mortal sobre el recinto y la joven, reincorporada a su puesto de trabajo, ayudó en el triaje de heridos. Como única herramienta, el lápiz labial con el que marcó sus frentes: «Si era alguien a quien no podían salvar, tenían que dejarlo a un lado y seguir trabajando con quien pudiera».

Las enfermeras del 9º Comando de Tropas de la USAAF supervisan la entrada en el avión de un herido que llega en ambulancia, en marzo de 1944. Foto: Getty.

En las salas interiores, los efectos de la incursión desvelaron su cruel naturaleza. Con las escaleras principales cubiertas de sangre y los pasillos abarrotados de heridos, las instalaciones reflejaron una acuciante falta de personal y material sanitario. Esta carencia se evidenció sobre todo en los quirófanos, donde los cirujanos compartían el instrumental, operaban sin guantes y empleaban trapos de limpieza a modo de improvisadas mascarillas. En el momento del ataque, muchos de los pacientes dormían en los barracones. La mayoría murió en las literas y de los que lograron salir con vida, otros tantos fallecieron mientras eran tratados de sus lesiones: «Mis primeros tres pacientes sufrieron quemaduras en la mayor parte de sus cuerpos y murieron al poco tiempo. Cuando traté de frotar uno con alcohol para una vía intravenosa, se le desprendió toda la piel del antebrazo», aseguró Harriet Moore, otra de las enfermeras presentes.

En las semanas posteriores, el temor a un nuevo ataque obligó al personal adscrito al turno nocturno a trabajar sumido en la penumbra. A modo preventivo, la dirección del centro redujo el alumbrado y cubrió con telas negras las ventanas. Bajo estas condiciones, los facultativos sostenían linternas para facilitar el trabajo de las enfermeras, quienes continuaron su labor con innegable entrega y sacrificio.

Territorio nurse

Por su configuración y tamaño, Nueva Caledonia, el conjunto de islas y archipiélagos situado en el Pacífico Sur, postuló su idoneidad para la construcción de bases médicas y hospitales. En 1941, este emplazamiento, libre de malaria aunque alejado del foco bélico, ofreció una vida de relativa comodidad a las jóvenes recién incorporadas. Sus residencias, dotadas de agua corriente y electricidad, les procuraban un reparador descanso mientras trataban a los pacientes aquejados de paludismo, tifus de los matorrales, sarpullidos, disentería o dengue, entre otras enfermedades endémicas.

A partir de esa última fecha, la evolución del conflicto trasladó a las enfermeras hacia las Islas Marshall y Salomón en condiciones peores a las anteriores. En Guadalcanal, Nueva Guinea, Saipán Tinián y Guam, por ejemplo, una guardia militar custodiaba sus residencias y las acompañaba durante sus recorridos como medida protectora frente al previsible avance nipón. Por desgracia, esta amenaza no tardaría en materializarse. El 10 de diciembre de 1941, Guam sucumbió al empuje japonés. Doris Margaret, una de las cinco nurses destinadas por la Marina, trabajó incansable bajo el fuego enemigo. Sin albergue seguro, el grupo sorteó explosiones y proyectiles mientras atendían incansables el creciente aluvión de heridos.

Al tercer día, tras el arriado de bandera, las jóvenes comenzaron el penoso cautiverio que las conduciría hasta un campo de prisioneros situado en Osaka, donde durmieron sobre esteras de paja mientras burlaban el intenso frío gracias a una diminuta estufa comunal. Su ración de comida, compuesta por una minúscula barra de pan, arroz y un desabrido bol sopero, apenas cubrió sus necesidades nutricionales. Su siguiente destino pasó por Kobe, en el hotel Eastern Lodge, una suerte de local reconvertido en prisión, donde los asiáticos intentaron convencerlas de la inminente derrota estadounidense. Pero el destino quiso que un aparato perteneciente al Doolittle Raid sobrevolase la ciudad: «La vista de ese avión hizo que quisiéramos salir más que nunca, regresar a nuestra propia Marina, donde podríamos hacer algo bueno». Al final, en agosto de 1942, el grupo fue canjeado por prisioneros alemanes y japoneses. Se convirtieron así en los únicos cautivos procedentes de Guam canjeados antes de finalizar la guerra.

Daños producidos por las bombas en Osaka, Japón, en 1945. En 1941, varias nurses de la Marina norteamericana fueron internadas en un campo de prisioneros en Osaka. Foto: Getty.

Entre los años 1942 y 1944, Nueva Zelanda, las islas Fiyi y las Nuevas Hébridas atendieron a los heridos procedentes de barcos hospitales y aviones medicalizados. Nueva Guinea se unió en octubre de 1942 y, más adelante, en marzo de 1943, Guadalcanal. Hasta allí llegó Mary Olson, la primera nurse en pisar la isla: «Oficiales y soldados pugnaron por llegar hasta el avión cuando se corrió la voz». A su llegada le siguieron las enfermeras destinadas a transporte aéreo en la 801st Air Division.

En Saipán, su servicio comulgó deber con entrega y sacrificio. Destacadas en agosto de 1944, las sanitarias afrontaron una cruenta epidemia de dengue que afectó a la mitad de sus efectivos. De hecho, la tasa de cinco infectados tropicales por cada herido de guerra señaló al contagio como su principal enemigo. La situación, controlada a base de insecticida DDT, antecedió a una grave escasez de agua potable que, en enero de 1945, afectó a los pacientes procedentes de Iwo Jima y Okinawa.

Consciente de su alto valor estratégico, el Ejército nipón defendió este último enclave con inusual fiereza y, entre abril y junio de 1945, más de cincuenta mil heridos se sumaron a los dieciocho mil evacuados a Saipán, Guam y Tinián. Unas cifras desbordantes que obligaron a tratar graves quemaduras, traumatismos y amputaciones en agotadores turnos de doce horas diarias durante los siete días de la semana.

Con la guerra prácticamente finalizada, las nurses embarcadas en los buques hospitales sufrieron las oleadas de kamikazes que golpearon a la flota estadounidense. El 28 de abril de 1945, un ataque suicida contra el USS Comfort frente a la isla de Leyte provocó la muerte de seis enfermeras, hiriendo a otras cuatro. Doris Gardner Howard, una de las supervivientes, recordó: «Fui lanzada a dos metros de distancia, contra uno de los mamparos. Me golpeé con inusitada fuerza en la columna vertebral y la cabeza». Pese a las heridas y la falta de botes salvavidas, se negó a abandonar el buque: «Le dije al joven que atendía que no lo abandonaría. Nos vi a los dos hundiéndonos junto al barco». Su entrega y determinación fue reconocida con la concesión de diversas medallas como la de Servicio del Cuerpo del Ejército de Mujeres o las de la Campaña de Asia y el Pacífico.

Trabajo de enfermeros y nurses en el buque hospital USS Solace, que disponía de salas con 46 camas. Foto: Getty.

En noviembre de 1945, tras la victoria aliada, las enfermeras destacadas en Tokio atendieron a los últimos heridos y prisioneros de guerra. Con la guerra concluida, el Ejército norteamericano ordenó su regreso escalonado e inició el largo camino hacia la plena incorporación femenina en sus Fuerzas Armadas.

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