Isidoro es el gran intelectual del reino, el doctor Hispaniae. Autor de una extensa y variada obra, interpreta en clave cristiana el pasado clásico, edifica su tiempo y pone los cimientos de la cultura medieval, en especial con sus Etimologías y sus Sentencias. Alumbra el llamado «Renacimiento Isidoriano», que hace de la Hispania del siglo VII el faro cultural de la Europa Occidental. Pero Isidoro se encuentra lejos de la figura del intelectual recluido en su torre de marfil.
Es también un hombre de acción. Desde comienzos de la centuria y durante treinta y seis años ostenta la cátedra hispalense, ocupándose de las tareas que esta conlleva y extendiendo su ascendencia al conjunto del reino. Gobierna su diócesis, dirige los concilios béticos y toma medidas disciplinares que afectan a sus colegas.

Su involucración en un turbio y largo affaire judicial de la diócesis de Écija no supone una mácula para su fama y prestigio. Al contrario, ejerce una suerte de tutela sobre el reino y sus monarcas. Organiza, inspira y preside el Concilio IV de Toledo, el llamado «Concilio constituyente».
Convocado en una delicada coyuntura política, Isidoro logra imponer su concepción del Estado y del gobierno, a cambio de legitimar el golpe de Estado protagonizado por Sisenando y abandonar a suerte a su admirado Suintila, el monarca derrocado.
Se implanta así, al menos en la teoría, una concepción teocrática de la autoridad: el poder político está en inferioridad con el episcopal, de modo que el gobierno del rey se legitima cuando este ejerce como un pastor de almas, al modo de un obispo.
Es una teología política de sacralización y autoridad moral del poder. Además, Isidoro pretende en el mencionado concilio dar estabilidad al reino, solventando el secular problema sucesorio de la corona y proporcionando un habeas corpus a la nobleza, aunque fracasa según demuestra la segunda mitad del siglo VII.

Asimismo, Isidoro inicia el magno edificio legislativo que supone el Libro de los Jueces. En suma, sin duda el obispo Isidoro constituye la máxima gloria del reino visigodo: intelectual polígrafo, pero también indiscutido líder eclesiástico, social y político.
Por su parte, Valerio, en la segunda mitad de la centuria, presenta una personalidad y experiencia vital muy definida. Acre, tan áspero de carácter como de trato, se le han atribuido toda suerte de patologías psíquicas. Pero contamos con su propio testimonio, con sus escritos autobiográficos.
Según declara Valerio, en su juventud no tenía preocupación religiosa alguna, y se ocupaba únicamente del aprendizaje de las artes liberales. Quizás fruto de una crisis espiritual, a los veinte años se inicia en la vida monástica.
Sin embargo, el resto de su biografía va a discurrir lejos de la placidez que, se supone, esta debía proporcionarle. Su vida va a estar regida por su determinación ascética, pero también por sus difíciles relaciones con la jerarquía eclesiástica y con cuantos a él se acercan.
Especialmente interesante es su reluctancia al ingreso en el sacerdocio, pues este comportaba no pocas transacciones y obligaciones mundanas. Todas sus dificultades vitales son interpretadas por Valerio como la oposición constante del diablo a su determinación de santidad.

Baste un ejemplo: se le descompone el vientre cuando está impartiendo misa, con consecuencias vergonzosas. Él inmediatamente atribuye el episodio a un ataque demoníaco. Obsesionado con la presencia del diablo y con los peligros mundanos, Valerio opta por la vida en soledad, en constante penitencia y extremado rigor ascético.
La lucha espiritual y la resistencia a las tentaciones ocuparán sus días hasta la llegada de la muerte. En fin, es un hombre complejo, misógino, violento, peculiar, desabrido, intransigente y tan superlativo como el uso frecuente que hace del grado en sus escritos, pero también un minucioso asceta y fino literato.
Estamos, pues, ante sendas personalidades tan fuertes como distintas, casi opuestas. Pese a su singularidad, bien pueden representar las dos almas de la Iglesia visigoda.