La trágica vida de Juana I de Castilla, la reina cautiva: del amor por Felipe el Hermoso al encierro eterno en Tordesillas

La vida de Juana I de Castilla es la de una reina traicionada por su propia familia y prisionera de una leyenda que aún resuena cinco siglos después.
Juana I de Castilla
Juana I de Castilla, conocida como Juana la Loca, pasó 46 años recluida por decisión de su propia familia. Representación artística. Foto: ChatGPT-4o/Christian Pérez

La historia de Juana I de Castilla, más conocida como Juana la Loca, sigue siendo uno de los episodios más fascinantes y trágicos de la monarquía hispánica. Durante siglos, su figura ha estado atrapada entre la leyenda y la propaganda política. Hija de los Reyes Católicos y madre de Carlos I, su vida estuvo marcada por la soledad, la manipulación y un encierro que se prolongó durante casi medio siglo. Más allá de los tópicos que la presentan como víctima de un arrebato de locura por amor, su historia es la de una reina utilizada como moneda de cambio en la estrategia dinástica de los Austrias y apartada del poder por los hombres que la rodeaban.

Su matrimonio con Felipe el Hermoso, heredero de los Habsburgo, unió dos mundos: la Castilla de sus padres y la Europa borgoñona y flamenca. Aquella alianza, celebrada como un triunfo político, fue en realidad el inicio de un largo calvario personal. La corte de Flandes, sofisticada y hostil, pronto la vio como una extranjera incómoda. La ambición de Felipe, las presiones de su suegro Fernando el Católico y la propia dinámica de la política internacional hicieron que Juana quedara cada vez más aislada. En la propaganda de la época, sus episodios de rebeldía y sus desplantes emocionales fueron presentados como signos de locura, un recurso perfecto para neutralizarla políticamente.

En realidad, su vida ilustra uno de los grandes dilemas de la monarquía hispánica: la tensión entre la sangre y el poder. Juana fue heredera de un imperio en construcción, pero también prisionera de las estrategias matrimoniales que habían convertido a los Austrias en la dinastía más poderosa de Europa. Su encierro en Tordesillas, prolongado durante 46 años, no solo fue una tragedia personal, sino también el reflejo de cómo el poder podía devorar a sus propios protagonistas.

Hoy, los historiadores revisan su historia con una mirada más crítica y humana, desmontando mitos que durante siglos se han repetido en libros y crónicas. Lo que emergen son preguntas incómodas: ¿fue realmente una reina incapaz, o una mujer que se negó a ceder su identidad ante un mundo de hombres? ¿Fue víctima de la política, de su familia o de una leyenda que sirvió a demasiados intereses?

Para conocer con detalle este episodio apasionante, te dejamos en exclusiva con uno de los capítulos del libro Los Austrias, coordinado por Rubén Buren y publicado por la editorial Pinolia, que nos lleva al corazón de la historia de Juana I de Castilla y a su largo cautiverio.

La Reina cautiva. Juana I de Castilla, escrito por María Pilar Queralt del Hierro

Tercera de los cinco hijos de los Reyes Católicos, la infanta Juana nació en Toledo el 6 de noviembre de 1479. Por iniciativa de su madre, recibió una esmerada educación que la convirtió en una perfecta moneda de cambio en el diseño de la política matrimonial de los Reyes Católicos. Así, en 1495 se concertó su matrimonio con Felipe de Habsburgo, hijo y heredero de Maximiliano de Austria y María de Borgoña. Desde ese momento, la leyenda entreteje una tupida red que trata de demente a una mujer siempre consecuente consigo misma, que no tuvo reparo en exponer sus sentimientos y sus deseos y que, víctima de ambiciones ajenas, permaneció cautiva durante los últimos años de su existencia.

Según el mito, Juana habría enloquecido a raíz de las infidelidades y la muerte de su esposo Felipe el Hermoso, lo que obligó a su padre a recluirla en Tordesillas para apartarla de unas responsabilidades de gobierno que no estaba capacitada para asumir. Sin embargo, la falacia de su presunta demencia comenzó a urdirse ya en los primeros tiempos de su estancia en Flandes, cuando, pasada la pasión de los primeros años, Felipe no solo fue repetidamente infiel a su esposa sino que intentó por todos los medios neutralizar su condición de infanta castellana y, como tal, enemiga de Francia, una corona a la que el ducado de Borgoña rendía vasallaje. Juana reaccionó como una mujer de fuertes convicciones y reclamó su sitio como esposa y como miembro de su linaje, sin importarle que por ello la corte flamenca la calificara de excéntrica.

Juana I de Castilla por Juan de Flandes
Juana I de Castilla por Juan de Flandes. Fuente: Wikimedia

La Corona disputada

Entre septiembre de 1497 y agosto de 1500, la muerte sucesiva de sus hermanos Juan e Isabel y del único hijo de esta, Miguel de la Paz, convirtió a Juana en heredera de los reinos de Castilla y Aragón. Por entonces, la duquesa de Borgoña esperaba su segundo hijo; no fue hasta 1501 cuando, en compañía de Felipe, pudo viajar a España para ser jurada heredera de Castilla, cosa que ocurrió en la catedral de Toledo en el año 1502. Tras la solemne ceremonia, Felipe, enojado por considerarse ninguneado en la corte castellana, decidió regresar a Flandes. Juana hubo de permanecer junto a sus padres, ya que estaba nuevamente embarazada. Entre 1503 y 1504, estuvo recluida en el Castillo de la Mota, en Medina del Campo, donde se enfrentó violentamente con su madre para que le permitiera partir hacia Flandes. De hecho, en cuanto dio a luz al infante Fernando, haciendo caso omiso de los ruegos de Isabel, emprendió el viaje.

Una vez en la corte de Malinas, Felipe de Habsburgo se quitó definitivamente la careta. Ambicioso, no se resignaba a ser un segundón en la sucesión a las coronas hispánicas e inició una campaña difamatoria contra su esposa tachándola de loca y sometiéndola a una rígida disciplina que la mantuvo al margen de la corte y de cualquier contacto político. Cuando la tensión entre ambos parecía haber llegado al límite, la muerte de Isabel la Católica les llevó a tener que regresar a Castilla.

Entretanto, las Cortes reunidas en Toro aprobaron el testamento de la reina Isabel. Cuando esta lo redactó el 12 de octubre de 1504 (poco antes de su muerte, el 26 de noviembre de ese mismo año), confirmó a su hija Juana como heredera de sus reinos, pero en el documento añadía que su padre, Fernando, ejercería la regencia en su nombre mientras ella permaneciera ausente del reino o «estando en ellos, no quiera o no pueda entender en la gobernación dellos». Felipe el Hermoso no aceptó verse relegado y, pese a la firma de la Concordia de Salamanca que le reconocía como rey consorte, cuando los duques de Borgoña llegaron a Castilla en 1506 hubo de firmarse el Pacto de Villafáfila, por el que Fernando cedía el gobierno de Castilla a su hija y a su yerno en igualdad de condiciones y se reservaba para sí mismo el del reino de Aragón.

Casi de inmediato, Felipe insistió en la insania de su esposa con el fin de hacerse jurar rey en solitario. La firme actitud de Juana y la lucidez de su discurso frente a las Cortes reunidas en Valladolid dieron al traste con sus planes pero, a pesar de ello, su ascendiente sobre su esposa le permitió asumir de facto el gobierno de Castilla y tomar las medidas oportunas para afianzarse en el trono y controlar a los partidarios de Juana, por entonces nuevamente embarazada. En tal estado de cosas, ambos viajaron a Burgos. Una vez allí, Felipe de Habsburgo enfermó repentinamente y, el 25 de septiembre de 1506, murió.

Reina y Señora de Castilla

Por entonces, Fernando el Católico estaba en Italia; durante más de un año Juana gobernó en solitario, si bien contó con el soporte del cardenal Jiménez de Cisneros. De inmediato derogó las medidas tomadas por su marido y restauró el orden vigente a la muerte de su madre. El ejercicio del gobierno vino acompañado de lo que la leyenda ha querido mostrar como un peregrinaje amoroso para llevar el cadáver de su esposo a Granada, que sin embargo no fue más que una huida de la peste que azotaba Castilla. Al regreso de Fernando el Católico, padre e hija se encontraron en Tórtoles de Esgueva (Burgos). Allí, tras una tensa entrevista, el 28 de agosto de 1507 Juana le cedió el gobierno del reino, aun conservando ella el título de soberana.

Aceptó así las disposiciones testamentarias de su madre y delegó en su padre el gobierno efectivo para retirarse junto a sus hijos Fernando y Catalina en Arcos de la Llana (Burgos) a vivir el duelo, como era habitual en las reinas viudas de Castilla.

La cautiva de Tordesillas

Pero su plácido retiro no tardó en verse sustituido por otro mucho peor. Desde Arcos, Juana autorizó con su firma todas las decisiones de su padre; sin embargo, la nobleza castellana, siempre recelosa del gobierno de Fernando, reclamaba la presencia de la reina. Decidido a evitar que esas demandas llegaran a sus oídos y alegando un empeoramiento de su salud mental, Fernando el Católico mandó recluir a su hija en Tordesillas en febrero de 1509, en compañía de la infanta Catalina (que había nacido en Torquemada en enero de 1507), mientras que él mantenía a su lado a su nieto el infante Fernando, posiblemente con el propósito de educarlo para ser su sucesor.

Comenzó entonces para Juana un auténtico calvario, pues permaneció en Tordesillas en unas condiciones deplorables. Para defenderse de los rigores de la prisión no disponía de más armas que repetidas huelgas de hambre y rotundas negativas a asearse y a participar de las celebraciones litúrgicas, unas medidas de protesta que no hicieron sino dar la razón a quienes la apodaban «la Loca». El cautiverio solo se suavizó tras la muerte, el 23 de enero de 1516, de Fernando el Católico. El cardenal Cisneros, regente de los reinos hispánicos hasta la llegada de Carlos I, enterado de las crueles condiciones de vida de la reina, tomó cartas en el asunto: mandó trasladar a Juana a mejores y más soleados apartamentos y le permitió acudir a misa al vecino convento de Santa Clara.

Felipe I de Castilla
Felipe I de Castilla. Retrato atribuido a Juan de Flandes. Fuente: Wikimedia

Carlos, más de lo mismo

Cuando, un año y medio después, el joven Carlos llegó a tierras españolas, acudió de inmediato a Tordesillas a visitar a su madre. Lo hizo en compañía de su hermana, la infanta Leonor. Hacía más de doce años que madre e hijos no se habían visto. La reina, como había sucedido con su padre y su esposo, aceptó delegar el gobierno en su primogénito e incluso autorizó que se llevaran de su lado a la infanta Catalina para que creciera en la corte, en mejores condiciones.

Poco después, tras la muerte de Cisneros, el joven rey comenzó a repartir prebendas y responsabilidades entre su séquito flamenco. De inmediato, las Cortes de Castilla le recordaron el testamento de Isabel la Católica, en el que se insistía en que los altos cargos del reino siempre debían recaer en castellanos, así como la existencia de una reina propietaria. Poco después, tras el levantamiento de las ciudades castellanas, una delegación de los Comuneros acudió a entrevistarse con Juana a fin de depositar en ella todo el poder ejecutivo del reino en detrimento del de su hijo. Recibieron una rotunda negativa por parte de la reina, pero, como respuesta, Carlos I estrechó el círculo en torno a su madre y prohibió que recibiera visita alguna y que asistiera a misa en Santa Clara.

Juana se negó entonces a recibir los sacramentos y a toda práctica religiosa, con lo que consiguió añadir a su fama de desequilibrada la de hereje. Solo regresaría al seno de la religión católica cuando en 1551 la visitara su nieto Felipe II en compañía del jesuita Francisco de Borja, quien se convirtió en el mayor apoyo en sus últimos años. Finalmente, el Viernes Santo de 1555 y tras 46 años de cautiverio, falleció, quizás preguntándose por qué su padre, su esposo y su hijo habían sido sus más crueles carceleros.

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