¿Científico o conejillo de indias?

¿Qué lleva al os científicos a experimentar con ellos mismos? A lo largo de la historia muchos se han puesto a las puertas de la muerte solo por probar sus teorías y ver el efecto de alguna sustancia.
¿Científico o conejillo de indias?

En 1998 el peculiar comité de los famosos Ignominious Nobel (o Anti-Nobel), que desde hace décadas premia aquellas investigaciones que celebran “lo inusual, honrar lo imaginativo y estimular el interés de todos por la ciencia, la medicina, y la tecnología”, decidió conceder el IgNobel de Entomología al veterinario neoyorkino Robert A. Lopez. Su investigación, realizada en el lejano 1968, consistió en comprobar “la posibilidad de transmitir el ácaro [de los gatos] del oído, otodectes cynotis, a los seres humanos”. Y no tuvo mejor ocurrencia que humedecer un bastoncillo de algodón estéril en agua de grifo templada y trasladar cerca de un gramo de ácaros del oído de un gato... ¡a su oído izquierdo!

Su descripción de las siguientes horas es de lo más exhaustivo: empezó a notar como se movían por su canal auditivo al tiempo que sentía un prurito que cada vez se hacía más intenso: “la actividad de los ácaros se fue incrementando de tal manera que, a medianoche, estaban plenamente atareados picando, arañando y moviéndose a sus anchas”, escribió. Durante un mes los tuvo alojados en su oído, de donde al final desaparecieron. Y como quiso comprobar que su experimento había sido bien realizado... ¡volvió a repetirlo!

No hay duda de que estamos ante un peculiar experimento (por no decir asquerosillo), pero más llamativo es que fue el propio científico quien decidió convertirse en el conejillo de indias. No obstante, lo que resulta verdaderamente asombroso es que no se trata de un caso aislado: la autoexperimentación, que hizo famosa Stevenson con su novela de 1886 El extraño caso del Dr. Jeckill y Mr. Hyde, tiene una larga tradición en la historia de la ciencia, sobre todo en medicina.

¿Qué lleva a un científico a convertirse en conejillo de indias?

No hay duda de que hay muchas razones; desde el puro ego al deseo de escribir un renglón en la historia de la ciencia, pasando por evitar el engorroso papeleo que les ocasiona solicitar el permiso del comité de ética pertinente. Este fue el caso del alemán Werner Forssmann en los años 30; estaba tan decidido que continuó con su trabajo a pesar de habérsele denegado el permiso. Forssmann recibió en 1956 el Premio Nobel de Fisiología o Medicina por esta investigación: insertó un catéter urinario en la vena braquial de su propio antebrazo y lo guió a la aurícula derecha del corazón y fue andando hasta el departamento de radiología para tomar una imagen que mostrara el catéter en su corazón. Forssmann fue despedido, pero gracias a él la cateterización cardíaca es hoy en día un procedimiento de rutina. Otros estudiosos apuntan a que hay un factor de la personalidad que puede hacer que el científico se use a sí mismo como conejillo de indias: el entusiasmo extremo, una personalidad engrandecida donde el convencimiento sobre la propia valía puede hacer que el científico se lance por un camino plagado de obstáculos.

Otros autoexperimentan solo por una necesidad de participar lo más intensamente posible en la propia investigación. Así hizo el químico e higienista alemán Max von Pettenkofer, que el 7 de octubre de 1892 se tomó un bebedizo infectado con bacterias del cólera en presencia de siete testigos. Su intención era refutar la teoría de Robert Koch de que la enfermedad solo era causada por la bacteria Vibrio cholerae. Pettenkofer sufrió síntomas leves, lo que interpretó como que había probado que Koch no tenía razón. Entonces escribió: “Incluso si me hubiera engañado a mí mismo y el experimento hubiera puesto en peligro mi vida, habría mirado a la Muerte tranquilamente a los ojos, porque el mío no habría sido un suicidio tonto o cobarde; hubiera muerto al servicio de la ciencia como un soldado en el campo de honor”. Irónicamente moriría nueve años después, en 1901, tras dispararse un tiro en la cabeza a causa de una fuerte depresión.

¿Sirve para algo?

El gran problema de la autoexperimentación es que, salvo en casos muy concretos, no resulta útil pues no proporciona base estadística para nada. Por ejemplo, una transfusión de sangre exitosa entre dos personas cualesquiera no demuestra que eso vaya a suceder en todos los casos. Del mismo modo, un experimento fallido tampoco demuestra que un procedimiento o una hipótesis no sea válida. Que en 1901 el médico militar Nicholas Senn se introdujera bajo su piel un pedazo de ganglio linfático canceroso de un paciente concluyera para comprobar si el cáncer era contagioso y no enfermara, no es argumento para nada. Se necesita realizar un estudio amplio y doble ciego para confirmar o desmentir una hipótesis: esa es la naturaleza de la llamada 'medicina basada en las pruebas'. Por cierto, este mismo médico se bombeó seis litros de hidrógeno por el ano con el objetivo de ver si con ello se podía determinar cuándo una bala ha entrado en el intestino.

Ponerse a las puertas de la muerte

De todo este asunto lo que no resulta fácil explicar es cómo ha habido científicos que se han colocado a las puertas de la muerte solo por sacar adelante su propia investigación. Ejemplos hay bastantes. Entre 1942 y 1947 S. O. Levinson, H.J. Shaugnessy y otros se inyectaron su vacuna contra la disentería. Previamente la habían probado en ratones y todos ellos murieron a los pocos minutos, pero el efecto en humanos era totalmente desconocido. Los científicos no se arredraron y se la pusieron: sobrevivieron, pero con importantes efectos secundarios. Un poco peor lo pasó John Paul Stapp, oficial de la fuerza aérea y médico. Le bautizaron como “el hombre más rápido de la Tierra” porque se ataba a un cohete que lo lanzaba a velocidades cercanas a la del sonido para luego frenar en 1,4 segundos. Su objetivo: comprobar cuánto podía resistir un cuerpo humano. Tras muchos huesos rotos, los ojos encharcados en sangre por rotura de los capilares y un desprendimiento de retina, Stapp estableció que podemos soportar aceleraciones de 45 g... con un arnés adecuado.

De ahorcamiento y descompresión

Pero quien realmente se puso varias veces en la cuerda floja -y nunca mejor dicho- fue el forense rumano Nicolae Minovici, que a principios del siglo XX dedicó su tiempo de investigación a ahorcarse. Primero se ató la soga al cuello mientras estaba acostado y un ayudante la tensaba. Pero le pareció poco, así que decidió dar una vuelta de tuerca más y el investigador empezó, literalmente, a colgarse. Lo hizo con distintos tipos de nudos, con los que llegó a aguantar 25 segundos. Al final, intentó la suspensión con el nudo del ahorcado, pero el dolor fue tan grande que pidió que lo bajaran a los cuatro segundos. Y no sin consecuencias: durante un mes tragar le fue algo muy doloroso. Minovici murió en 1941 por una afección de las cuerdas vocales. ¿Consecuencia de sus experimentos?

Un científico que arrastró durante toda su vida los efectos de la autoexperimentación fue el famoso genetista británico J. B. S. Haldane, al continuar la investigación de su padre sobre la fisiología de los buzos de la Marina inglesa, en particular los efectos provocados por los diferentes niveles que alcanzan los gases en la sangre en distintas situaciones de buceo. Pero donde el padre observaba y anotaba, el hijo decidió comprobar las cosas por sí mismo sometiéndose en repetidas ocasiones a una cámara de descompresión. Su trabajo permitió comprender mejor la llamada narcosis del nitrógeno, pero también le pasó factura: frecuentes convulsiones por intoxicación por oxígeno, varias vértebras aplastadas y tímpanos reventados. Sobre esto último ironizó: "si hay un agujero en él, se puede expulsar humo de tabaco por la oreja, lo cual representa todo un logro social".

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