El espacio tiene sus límites", comentó a primeros de 2021 Simonetta Di Pippo, Directora de la Oficina de las Naciones Unidas para Asuntos del Espacio Exterior (UNOOSA) ¿La razón a semejante afirmación? Que en algo más de 65 años de carrera espacial hemos conseguido convertir el espacio más cercano a la Tierra en un basurero.

El inicio de la carrera espacial estuvo sembrado de dudas. Los científicos no estaban seguros de si el espacio alrededor de nuestro planeta estuviera realmente vacío o lleno de algún tipo de meteoroide que pudieran suponer un problema para los vuelos espaciales. De hecho, en 1946 el astrónomo Fred Whipple advertía de que cualquier nave en su viaje a la Luna tendría muchas probabilidades de ser destruida al chocar con alguno de esos meteoroides. Otros, muchos más audaces, como el astrónomo William Henry Pickering, imaginaron que el problema serían pequeños satélites naturales que podrían estar orbitando la Tierra.
Ante esta situación, Clyde Tombaugh, que acababa descubrir Plutón en 1930 y había sido jefe del Optical Measurement Section para el seguimiento de misiles en White Sands Proving Ground desde 1946 hasta 1955, decidió utilizar sus conocimientos y equipamiento para confirmar o descartar esta posibilidad. Inició sus pesquisas desde el Observatorio Lowell de Arizona y después viajó a Quito (Ecuador) buscando una zona de observación ecuatorial. El informe final era claro: "Podríamos enviar cohetes al espacio con muy poco riesgo de colisión con objetos naturales". Sin embargo, el 2 de octubre de 1957, los telescopios de Tombaugh detectaron y fotografiaron algo: una esfera que orbitaba la Tierra a una altura entre los 200 y los 1.000 kilómetros. Aquel objeto tenía dueño: la Unión Soviética habían lanzado el primer satélite artificial, el Sputnik 1.
Desechos orbitales
El Sputnik 1 debería ser el primer resto de basura espacial existente y, sin embargo, no lo es: se desintegró un mes después en su reingreso a la atmósfera terrestre. En realidad, es el segundo satélite lanzado por Estados Unidos en 1958, el Vanguard 1, el resto más antiguo que sigue orbitando la Tierra al que le acompañan otros muchos vehículos inactivos o restos de naves. Estos restos es lo que llamamos basura espacial y que la NASA denomina 'desechos orbitales', esto es, todos los objetos artificiales que orbitan la Tierra y ya no son útiles.
Estos desechos orbitales pueden situarse a diferentes alturas alrededor de la Tierra, es decir, en diferentes órbitas terrestres: la órbita LEO o baja, situada entre los 200 y los 2.000 kilómetros de altura, donde está la Estación Espacial Internacional (ISS). La órbita circular intermedia o MEO ocupa desde los 2.000 hasta los 36.000 kilómetros de altura, la GEO o geoestacionaria que alcanza los 36 000 kilómetros sobre la superficie de la Tierra, la órbita HEO u órbita alta, se halla a más de 36.000 kilómetros de altura y tiene un periodo orbital de más de 24 horas y, por último, está la órbita SSO u órbita sincrónica solar.
Actualmente, la mayoría de los objetos rastreados son naves en desuso, fragmentos de explosiones, colisiones o trozos de satélites o cohetes. Además, existe evidencia de una gran cantidad de restos de difícil rastreo por su tamaño. La ESA estima que hay unos 900.000 objetos de más de 1 cm y 128 millones de objetos de más de 1 mm transitando las órbitas terrestres. Algunos de estos restos son simplemente objetos que los astronautas han ido perdiendo de forma accidental como tornillos, herramientas, cables... o que en los primeros años de la MIR y de la ISS se lanzaron al espacio directamente, como la orina. Muchos son restos estructurales de lanzadores y del despliegue de objetos espaciales, trozos de pintura, tanques de combustible, etc.

Además, la creación de basura espacial de forma intencionada no es nada nuevo. En la década de los 60 los Estados Unidos quisieron poner en marcha lo que llamaron el West Ford Project del MIT Lincoln Laboratory para la Fuerza Aérea. Pretendían crear un cinturón en una órbita casi polar, de 8 kilómetros de ancho y 45 de espesor, formado por pequeños trozos de alambre de cobre para incrementar la ganancia en las señales de las comunicaciones militares: de los dos intentos llevados a cabo ninguno tuvo éxito y de los 480 millones de agujas que se lanzaron en 1963 la mayoría permanecieron agrupadas convertidas en basura espacial. Años después, se rastrearon 144 grupos, si bien la mayoría de las agujas resultan irrastreables debido a su tamaño milimétrico. Pero no seamos ingenuos y creamos que eso solo sucedía en el pasado. En nuestros días la cosa no ha ido a mejor.
¡Cuidado con la cabeza!
En la Tierra no tenemos ningún entorno de seguridad, aunque es la atmósfera quien más y mejor nos protege pues la mayoría de la basura espacial se quema en su reingreso a la Tierra. Pero se calcula que entre el 10 y el 40 por ciento de la masa de los trozos más grandes puede llegar al suelo. Por suerte, la mayor parte de las veces en los océanos. Salvo en julio de 1979, cuando un trozo de 84 toneladas de la estación espacial estadounidense Skylab cayó en el suroeste de Australia: la explosión sónica fue brutal y se recogieron más de 500 trozos que en total pesaron 20.000 kilos.
En 1997 sucedió lo imposible: Lottie Williams salió a dar un paseo por un parque en Tulsa, Oklahoma, cuando sintió cómo algo le golpeaba en el hombro. Al mirar hacia atrás vio lo que "parecía un trozo de tela, excepto que cuando lo golpeabas sonaba metálico". Se trataba del material utilizado en el tanque de combustible de un cohete Delta II con el que la Fuerza Aérea de Estados Unidos lanzó un satélite en 1996.
Basura de gran tamaño
En noviembre de 2021, Rusia realizó una prueba de misil antisatélites provocando una situación de emergencia medioambiental mundial por basura espacial. Este tipo de pruebas llevan más de 35 años teniendo lugar y en todos los casos la mayoría de los restos generados se dispersan por sus órbitas convirtiéndose en deshecho espacial.

El gran problema de esta basura es su tamaño. De ellos los más problemáticos son los pequeños, pues además de que son muy difíciles de rastrear, la brutal velocidad orbital a la que pueden ir -hasta 56.000 km/h- los convierten en verdaderas balas: un trozo de 1 cm pueden inutilizar una nave espacial. Si hablamos de objetos de más de 10 cm, lo que se puede producir es un choque catastrófico que crea una nube de fragmentos de todo tipo capaces de provocar situaciones muy peligrosas, como la que tuvo lugar en 1983 durante la misión STS-7 del transbordador Challenger: una viruta de pintura de 0,2 mm golpeó una de sus ventanas haciendo un orificio de 0,4 mm de diámetro. Durante las primeras 63 misiones del transbordador espacial se encontraron 177 huellas de impactos en sus ventanas exteriores y, entre 1981 y 1998, hubo que cambiar más de 70 ventanas.
En 2009, un satélite de comunicaciones americano y otro ruso, este ya inactivo, chocaron a 770 km de altura y se destruyeron por completo. Un estudio posterior concluyó que el 20% de los restos permanecerían en órbita hasta 2040 y el 70% restante comenzará a caer en 2030.
El crecimiento de basura se redujo en 1996 cuando la mayoría de los países fueron conscientes de la necesidad de atajar el problema. Comenzaron a implementar una serie de directrices nacionales e internacionales, como la norma ISO 24113 de “requisitos de mitigación de desechos espaciales”. Sin embargo, los incidentes del satélite metereológico chino de la serie Fengyun en 2007 y la colisión entre el Iridium 33 y el Cosmos 2251 en 2009 revirtieron esa tendencia y la situación volvió a descontrolarse. De hecho, en 2012 la etapa superior de un cohete ruso Briz-M, en órbita con los tanques de combustible medio llenos, explotó provocando alrededor de 1.000 fragmentos rastreables (y decenas de miles irrastreables).
Síndrome de Kessler
La estación espacial internacional no se ha librado de esta plaga y desde su inauguración en 1998 ha sufrido 30 accidentes. En uno de ellos, una ventana recibió el impacto de varios restos que abrieron un orificio de 6,5 mm de diámetro. En mayo de 2021, durante una inspección de rutina en el brazo robótico de la ISS (Canadarm2), se descubrió un agujero de 5 mm, y en noviembre la NASA canceló una caminata espacial por la cercanía de unos restos de basura.
Lo llamativo es que esta situación ya había sido predicha por diversos científicos. En 1978, los investigadores de la NASA Donald J. Kessler y Burton Cour-Palais publicaron un artículo titulado "Frecuencia de colisión de satélites artificiales: la creación de un cinturón de escombros". El documento era muy explícito y establecía que para el año 2000 la densidad de los desechos espaciales en órbita sería tan grande que las colisiones aleatorias no se podrían evitar. Desde entonces se conoce esta situación como el Síndrome Kessler.

Según explicaron estos científicos, "las colisiones de satélites producirán fragmentos en órbita, y cada uno de ellos aumentará la probabilidad de más colisiones, lo que propiciará la aparición de un cinturón de escombros alrededor de la Tierra". Kessler sugirió que la mejor manera de evitar el crecimiento exponencial de las colisiones era reducir el número de naves espaciales no-operativas que quedaran en órbita. Con el paso del tiempo el Síndrome Kessler se ha convertido en una realidad y ya es urgente no solo catalogar la basura, sino idear formas de limpiar el espacio. Evidentemente, ambas no son tareas sencillas, pero alguien debe hacerlo.
En lo que se refiere al inventario de basura, la Fuerza Aérea de Estados Unidos mantiene un catálogo de objetos en órbita. Las entradas en este Catálogo de objetos espaciales lo forman elementos de más de 10 cm identificados por fecha, país y lugar de lanzamiento. Cuando un objeto se ha fragmentado, a cada parte catalogada de ese objeto se le asigna un identificador de catálogo independiente. Cuando se determina que un objeto identificado ya no está en órbita, se elimina del catálogo.
Entre abril de 1984 y enero de 1990, la Long Duration Exposure Facility (LDEF) de la NASA recopiló información de restos muy pequeños para ser detectados de otra manera. En 2002 el Inter-Agency Space Debris Coordination Committee (IADC), fundado en 1993, publicó por primera vez las directrices para reducir los desechos espaciales. Son muchas las instituciones a nivel mundial que trabajan en sistemas de vigilancia espacial.
En España este trabajo se realiza de forma conjunta entre el Centro de Operaciones de Vigilancia Espacial (COVE) del Ejército del Aire y el Centro Español de Operaciones de Seguimiento y Vigilancia del Espacio (S3TOC), ambos en la base área de Torrejón de Ardoz. Además, existe una red de sensores del que forma parte el radar de vigilancia y seguimiento espacial instalado en la base aérea de Morón de la Frontera. Este radar puede detectar cualquier objeto que pase hasta una altura de 200 km y recopilar los datos de la órbita en la que se encuentra. Defensa también trabaja con el Real Observatorio de la Armada en Cádiz utilizando su telémetro láser, un instrumento de gran precisión que utiliza para medir en tiempo real la distancia a la que se encuentran los objetos espaciales.
Programas de limpieza
En 2001, la ESA empezó a trabajar en el rastreo de basura espacial con la colaboración de diferentes instituciones europeas, como el Instituto de Astrofísica de Canarias, y cuenta con un par de instrumentos para detección de desechos espaciales muy pequeños: el Standard In Situ Impact Detector (DEBIE-1), para instalar en vehículos espaciales, y el GORID, con el que se obtiene información sobre partículas de tamaño del orden de una milésima parte de milímetro. En el marco de apoyo a la vigilancia y seguimiento espacial, la Unión Europea decidió crear en 2014 el Space Surveillance and Tracking (Vigilancia y Seguimiento Espacial) integrado por Francia, Alemania, Italia, Polonia, Portugal, Rumanía y España. Por su parte Estados Unidos cuenta con dos programas: el NASA Orbital Debris Program Office y el The United States Space Surveillance Network y Rusia tiene su propio programa coordinado por el Centro del Control Principal del Espacio Exterior.
Desde 1957, se ha realizado casi 6.000 lanzamientos espaciales dando lugar a una acumulación en órbita de 26.000 objetos rastreables (número obtenido a mediados de 2021): 2.800 están operativos y el resto son desechos espaciales. Muchos expertos creen que hay órbitas que ya han alcanzado una densidad crítica y así lo confirma el último informe elaborado por la ESA en mayo de 2021. Actualmente, se buscan formas de eliminar los desechos orbitales. De todas ellas, la idea más recurrente es diseñar una estructura que permita recoger la basura y colocarla en una órbita baja para que se desintegre al entrar en contacto con la atmósfera.
Astrocale, una start-up japonesa que se fundó en marzo de 2021, completó con éxito la primera etapa de la demostración de su nave espacial ELSA-d, que captura magnéticamente el desecho orbital y lo desintegra en su reingreso a la atmósfera. Mientras, el Surrey Space Centre inglés propone CubeSail, utilizar velas solares para empujar los desechos espaciales a órbitas más bajas. Para 2025 la ESA planea lanzar ClearSpace-1 que pescará la basura con una red.

Lo que dejan atrás
Los astronautas también han puesto su granito de arena a los desperdicios que tenemos orbitando sobre nuestras cabezas. Antes de que se instalara en la Estación Espacial Internacional el sistema para reciclar orina, se expulsaba al espacio, lo que convertía este hecho en toda una visión mágica: el frío del espacio transformaba las pequeñas gotas de orina en brillantes cristales.
En 1965, Edward White, astronauta de la misión Gemini IV, disfrutaba de su primera aventura extravehicular cuando uno de sus guantes salió flotando por la escotilla, durante un mes el guante orbitó la Tierra a 28.000 km/h. Pero no fue el único en perder cosas: Mike Co-llins perdió el control de una cámara Hasselblad mientras trabajaba fuera de la cápsula Gemini X; Piers Sellers perdió una espátula accidentalmente mientras trabajaba en el exterior; a Williams, que intentaba arreglar unos paneles solares, se le escapó una cámara de video, que seguramente orbitó durante algún tiempo no muy lejos de la carísima bolsa de herramientas -unos 80.000 €- que dejo escapar Heidemarie Stefanyshy-Piper en 2008. Eso sí, los alicates de punta fina que perdió Scott Parazynski fueron vistos flotando debajo de la estación al poco tiempo.
Por supuesto, no todo lo que orbita tiene que considerarse basura, ni permanecer allí para siempre. Así debió verlo Gene Roddenberry, creador de la serie Star Trek, cuyas cenizas volaron al espacio en un cohete Pegasus, justo al lado del minisatélite español Minisat 01. En un pequeño compartimento de Ceslestic Inc. se cargaron 24 pequeñas cápsulas con 7 gramos de sus cenizas y de otras 20 personas, entre ellas el padre de las estaciones espaciales del futuro Gerard K. O'Neill, o los entusiastas de la colonización del espacio Beauford Franklin y Krafft Ehricke. Tras cinco años de viaje, se desintegraron en la atmósfera.
Otras propuestas, más sostenibles, son Space Infrastructure Servicing (SIS) cuyo objetivo es alargar la vida de los satélites de comunicaciones en órbita GEO recargándolos con combustible, o Phoenix, de la agencia militar estadounidense DARPA, cuya idea es desplegar una red de pequeños satélites que podrían acoplarse a vehículos no operativos para utilizar sus sistemas y crear un nuevo instrumento. La JAXA, Agencia Japonesa de Exploración Aeroespacial, propone utilizar una correa electrodinámica cuya corriente ralentizaría la velocidad de los escombros haciendo que caigan hacia la atmósfera y se desintegren. La Universidad de Texas A&M propone el Sling-Sat, una barredora espacial en rotación que recogería el deshecho y usar ese giro para lanzarlo hacia la atmósfera terrestre para su eliminación.
En España SENER Aeroespacial y la Universidad Carlos III de Madrid han desarrollado un sistema de desorbitado que puede incorporarse a cualquier futuro satélite. Consiste en una cinta muy fina de aluminio de 2 cm de ancho y 2 kilómetros de longitud que con ayuda del campo magnético terrestre genera una corriente eléctrica que frena al satélite y lo desorbita. El objetivo es tener este sistema operativo para 2025.
Sea cual sea la tecnología que acabe funcionando, es urgente que encontremos una forma de limpiar nuestro patio trasero cósmico si no queremos que la basura no nos deje ver las estrellas.
* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Interesante.