Los cátaros son uno de los fenómenos más intrigantes y misteriosos de la historia del cristianismo. Su origen, su doctrina, su destino y su legado han sido objeto de numerosos estudios y debates, pero también de muchas leyendas y mitos. ¿Quiénes eran realmente los cátaros? ¿Qué creían y cómo vivían? ¿Por qué fueron perseguidos y exterminados por la Iglesia católica? ¿Qué queda de su memoria y su cultura?
Estas son algunas de las preguntas que se abordan en el libro ‘Cátaros’, coordinado por Manuel P. Villatoro y publicado por Pinolia, una obra que reúne a varios expertos en el tema para ofrecer una visión completa y rigurosa de esta fascinante corriente religiosa que floreció en el sur de Francia entre los siglos XII y XIV.
Si quieres saber más sobre los cátaros, no te pierdas el primer capítulo del libro, que presentamos a continuación.
Orígenes del catarismo: ¿revolución o herejía?
El drama y misterio que rodean la herejía cátara se sitúa en un momento crítico en el seno de la Iglesia católica, que no supo adaptarse al clima de crisis social que provocó su aparición. La reacción de la jerarquía eclesiástica ante el desafío a su autoridad fue sofocar con dureza un movimiento popular que resquebrajó los pilares de la fe.
Crisis moral y social
El 2 de octubre de 1187, Saladino recuperó la ciudad de Jerusalén para el islam. La derrota de los cruzados en la ciudad santa hizo que muchos considerasen que los pecados de los católicos habían impedido conservarla para la cristiandad. En la misma línea, se extendió el convencimiento de que la vida disipada de la que disfrutaban reyes y príncipes de la Iglesia había hecho que Dios abandonase a los cruzados en ese trance. Las noticias que llegaban desde España tampoco eran optimistas. El empuje de la Reconquista se había detenido en Alarcos, donde castellanos y aragoneses habían sufrido una aplastante derrota. La llegada de los almohades a la península había reforzado la presencia musulmana, al mismo tiempo que se extendía el desánimo entre las huestes cristianas.
A finales del siglo XII, se sucedieron varios años de inundaciones que asolaron los campos de cultivo de toda Europa.
Las bajas temperaturas arruinaron las cosechas y el hambre se extendió por todo el continente. Los poderosos, a los que no faltaba de nada, acapararon los alimentos, mientras el precio del trigo no dejaba de subir. Al hambre le siguieron las epidemias y aunque desde algunos estamentos se tomaron tibias medidas para paliar el sufrimiento, la situación empeoró. Los caminos se llenaron de multitudes errantes y hambrientas en busca de comida; los bandidos hicieron peligrosos los viajes y la gente moría de inanición ante las puertas cerradas de los palacios y monasterios.
Este caldo de cultivo, donde se coció la miseria y los abusos de los poderosos, alimentó la ira de los campesinos famélicos que veían morir a sus hijos. Y es en este punto, cuando el pecado parece triunfar sobre la virtud, decidido a acabar con la paciencia de la bondad divina, donde la revuelta social se inflama con la chispa de la esperanza religiosa en un cambio profundo. En algunas de las ciudades castigadas por la crisis social es donde surgen los primeros movimientos a los que la Iglesia no dudará en calificar de herejes. Será también aquí donde los cátaros, herederos de esa tradición contestataria, se convertirán en una secta arraigada.
Por tanto, se puede afirmar que los cátaros, junto con los representantes de otros movimientos heréticos contemporáneos de su tiempo, son la respuesta de sectores populares y de gremios vinculados al desarrollo urbano y comercial de las ciudades frente al dominio intransigente y absoluto de la Iglesia y los grandes señores, un llamamiento para retomar los principios de un cristianismo primitivo que les permitiera recobrar su libertad en el que convergen diferentes intereses religiosos y sociales. Los «puros»
Al margen de que la aparición de los movimientos heréticos fuera un fenómeno que estuviera latente o que rebrotase con inusitada fuerza, lo cierto es que a mediados del siglo XII surgen noticias que hablan de grupos o sectas minoritarios que defienden el origen ancestral y remoto de una Iglesia que ha permanecido en secreto «desde el tiempo de los apóstoles». Las crónicas de la época se hicieron eco de su aparición en ciudades como Colonia y Lieja, mientras las autoridades eclesiásticas, alertadas por su inusitada propagación, reaccionaron con el empleo a discreción de las hogueras para quemar herejes.
Todas estas congregaciones tenían elementos comunes: al llamamiento de predicadores errantes que abogaban por cambios en la Iglesia fieles a las consignas contenidas en el Evangelio acudieron cada vez más seguidores que se aglutinaron en torno a una jerarquía herética primitiva. Los primeros textos que tratan el tema se refieren a ellos como los «arios», nombre por el que eran entonces conocidos. Bernard Raymond, obispo hereje de Tolosa (la actual Toulouse)que finalmente volvió al redil católico, era conocido como «el ario». Originarios sobre todo de la ciudad de Reims, muchos trabajaban como tejedores, profesión en la que algunos historiadores han querido ver un deseo de emular el trabajo manual de san Pablo. Una explicación más sencilla haría referencia directa a estos gremios, con gran implantación en las ciudades que vieron nacer la herejía. El desempeño de esta profesión, que les obligaba a viajar para vender sus productos, ayudó a la propagación del mensaje.
Se necesitaron pocos años para que estos «tejedores», nombre por el que también fueron conocidos, afianzasen su presencia. Es en 1163 cuando Eckbert de Schönau, monje benedictino originario de Renania que había interrogado a los líderes de la secta en Colonia antes de que fueran quemados en la hoguera, se refirió a ellos en los siguientes términos, «… vuestros primeros maestros lo adoptaron de suerte que se llamaban cátaros, es decir puros», como recogió en su obra Trece sermones contra los cátaros.
El origen etimológico del término estaría en la palabra griega katharós, que se traduce por «puro». Este nombre hace suponer la existencia de una filiación oriental en su doctrina. En este sentido, las diferentes fuentes contemporáneas no aclaran demasiado sobre el foco primitivo de la herejía desde el que se irradió por Europa. Algunos de sus primeros representantes afirmaron que el lugar desde el que «se extendió a todos los países» fue el monte Aimé, en la Champaña, elevación emblemática en muchos sentidos. Los predicadores detenidos en Colonia en 1163 llegaron desde Flandes, mientras una treintena de misioneros heréticos de lengua alemana desembarcaron en las costas inglesas, donde su mensaje no encontró aceptación.
Los cátaros también fueron llamados «albigenses». Este nombre fue usado por primera vez por el erudito benedictino Geoffroy du Breuil, que en su famosa Crónica, obra datada en 1181, se refiere a los herejes usando ese término. Un sector de los estudiosos señala que la palabra derivaría de la ciudad de Albi, en la región de Occitania, donde arraigaron gracias a la protección que encontraron en esta localidad meridional francesa. Sin embargo, otros han establecido en Tolosa y las comarcas vecinas el foco de la herejía. Una minoría de especialistas considera que los cátaros, al considerarse puros, se llamaban «albinos» entre sí. La raíz semántica «alb», que significa blanco, habría sido entonces el origen del nombre. Minoritariamente también fueron conocidos como «poblicantes», degeneración fonética de los llamados «paulicianos », oscura secta cristiana procedente de Armenia que a partir del siglo VII se extendió por Europa desde los Balcanes y con la que los cátaros a veces fueron confundidos. El paulismo realizaba una interpretación literal y llevada al extremo de las enseñanzas del apóstol san Pablo, que incidía en aspectos como el celibato y la castidad como vías para alcanzar la santidad.
La teoría más bizarra sobre el origen de la palabra es la que identifica cátaro con el término latino cattus, que significa «gato», animal tradicionalmente relacionado con brujas y cultos en los que el demonio anda de por medio. Lo más probable es que esta última teoría esté relacionada con la tendenciosa campaña propagandística desplegada por la Iglesia católica en un intento por desacreditar a estos herejes insinuando tratos con el Maligno.

Cátaros
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Una nueva doctrina
Desde el punto de vista doctrinal, el catarismo es el resultado de una simbiosis de corrientes religiosas y de pensamiento que convergen en la Europa de las décadas finales del siglo XII.
Entre las diferentes influencias cabe destacar la del maniqueísmo y dualismo de procedencia oriental, que contemplaban la lucha permanente entre dos grandes principios existenciales: el Bien y el Mal. El primero se identificaría con la espiritualidad emanada de Dios, creador de las almas y el cielo, mientras el Mal, representado por la figura de Satán, sería el encargado de forjar el mundo material, dominado por los vicios y las bajas pasiones.
Dentro del catarismo no se puede negar la influencia del neoplatonismo de la escuela del filósofo Juan Escoto Erígena (siglo IX), corriente de pensamiento que defendía la existencia de un orden racional del mundo regido por un conocimiento universal del que surge la realidad. Este concepto superior estaría representado por la existencia de un Uno, divinidad primordial de la que emanaría el mundo físico y todas las almas humanas.
Con todos estos elementos los cátaros dan forma a un cuerpo dogmático en el que el Reino de Dios no es de este mundo y crea el cielo y las almas. El Diablo moldea la realidad terrenal a su imagen y semejanza, provocando guerras, pestes y desgracias. La Iglesia católica es buen ejemplo de su actividad diabólica, al considerar que es una herramienta de corrupción. En esa corriente de pensamiento, los hombres están atrapados en cuerpos dominados por el pecado. Si para los católicos la fe en Dios redime de las culpas, los cátaros exigían un conocimiento profundo del estado anterior del espíritu que permitiera purificarlo del contacto mundano y alcanzar así la salvación del alma.
Los cátaros también creían en la reencarnación a lo largo de un extenso proceso de superación que serviría para alcanzar un grado de conocimiento y espiritualidad que les permitiera elevarse hasta contemplar la visión de la divinidad en todo su esplendor y escapar así, definitivamente y para toda la eternidad, del mundo terrenal. La forma más rápida para llegar al paraíso era llevar una vida ascética que pudiera servir para renunciar definitivamente a las tentaciones de un mundo corrupto.
En lo que se refiere a la administración de sacramentos, los cátaros negaban la validez del bautismo por la imposición del agua, elemento que perdía su carácter purificador al prevalecer su naturaleza material, y por tanto, maléfica. Además, al ser un sacramento instituido por Juan el Bautista y no por Jesucristo perdía todo su significado. También se oponían abiertamente a la sacralización del matrimonio con fines de procreación, al entender que podía ser una aberración traer al mundo material dominado por el pecado un alma pura para atraparla en un cuerpo sometido a los deseos de la carne.
Sin apartarnos del ascetismo más riguroso pero en un plano que podríamos considerar más anecdótico, los cátaros podían ser considerados los primeros activistas vegetarianos. Por su radicalismo en esta materia, algunos autores se han atrevido a usar el término «veganos» para calificarlos en referencia al estricto régimen alimenticio que seguían como precepto de su iglesia. Fieles a su frugalidad militante, rechazaban comer alimentos procedentes de animales, como podían ser huevos, leche, y por supuesto, la carne, al considerar que venían de la procreación animal. Sí podían tomar pescado, ya que se consideraba que era fruto del mar y los ríos.