La Antigua Grecia: un mundo de mitos y dioses

La Antigua Grecia es una de las civilizaciones más fascinantes de la historia. Conocida por su rica mitología y sus impresionantes logros culturales. En los siguientes párrafos exploraremos el rico panteón griego que ha cautivado la imaginación a lo largo de los siglos y que ha dejado una huella indeleble en el legado de la civilización occidental.
Esculturas de los doce dioses griegos primigenios en el frontón de la Academia de Atenas

Ser padre de todos los dioses y todos los hombres no le impedía a Zeus andar siempre a la zaga de placeres carnales, ya fuera con ellas o con ellos. A Hera, su esposa, nada se le interponía para ser malísima cada vez que se la llevaban los demonios de los celos. Hefesto, hijo de ambos, era cojo y desgarbado; y Afrodita, su mujer, tenía varios amantes. 

Los dioses griegos, espejo de vicios y virtudes, parecen haber sido inventados para adaptarse a la vida de los hombres y no para imponer su dogma exclusivo, como sucedería con las posteriores religiones monoteístas. Salidos de la exuberancia de las leyendas mitológicas, conformaban las creencias de un pueblo en cuya lengua no existía la palabra religión.

No se precisaba un vocablo para designar algo que era una parte más de la naturaleza del mundo. ¿Qué tal asunto de la existencia es de tal manera?, pues entonces el dios que lo rige será de esa misma manera, y el rito a él dedicado será este, hoy y aquí, en esta casa o en esta comunidad, sin que se convierta en canon de fe inapelable. 

Así, adaptándose a las circunstancias, parece haberse ido construyendo la religión de la antigua Grecia a partir de las influencias orientales de épocas arcaicas, desde el siglo VIII a.C. hasta el inicio de nuestra era, e incluso más, a través de la adaptación que supondría el ritual romano.

Dioses compartidos: el vínculo espiritual que unía a los antiguos griegos

Separadas y a menudo enfrentadas, las distintas identidades helenas tenían en sus credos su única base de unidad nacional, centrada en dioses y ritos ancestrales que, adecuados a cada área geográfica y junto a las deidades locales, inspiraban una indefectible tradición que no exigía fe o una moralidad determinada pero sí observancia y respeto.

Polifemo, el más famoso de los cíclopes, hijo de Poseidón y la ninfa Toosa, imaginado en 1639 por el artista barroco Guido Reni. Foto: ALBUM

No había que escribir sobre algo que no nacía de una revelación divina ni conformaba un santo y lapidario catecismo. Nada, al parecer, justificaba hacer doctrina sobre verdades moldeables que estaban inspiradas en cada aspecto de la existencia y que eran tan de cajón como la propia realidad.

Nadie escribió, ni siquiera los sacerdotes que eran meros funcionarios, y así hoy ocurre que, a pesar de lo bien conocida que es la mitología, no se sabe tanto de lo que sería propiamente religión para aquellos griegos. 

Lo que se conoce y se deduce está en los hallazgos arqueológicos y sobre todo en la literatura, en especial las tablillas micénicas, Homero y Hesíodo. Y siempre teniendo en cuenta que dichos testimonios recorren varios siglos y, en general, muestran el conocimiento y la visión de las clases cultas y acomodadas.

¿Sabría algo el pueblo llano sobre cosmogonías Probablemente se limitaba a venerar a Zeus, al dios local y al del asunto en cuestión. ¡Y ya!, que bastante tenían con lo arduo de su existir. Farragoso y demasiado poético les debía de resultar todo aquello de que el Cosmos lo crearon Caos (el vacío, lo hueco), Gea (la Tierra) y Eros (la renovación), de cuyas diferentes uniones nacieron los Titanes, los Cíclopes y los Hecatónquiros. 

Aunque sí oirían alguna vez que el dios esencial, Zeus, nació del titán Cronos, de quien se liberó, y unió a todos los dioses contra los titanes, a los que derrotaron en una tremendísima batalla. Así Zeus, dios de dioses, reinó en el Olimpo y gobernó el mundo junto a Poseidón, que regía los océanos, y Hades, señor del inframundo.

Fantasía helénica

Y, puestos a saber, porque lo contaban los sacerdotes o algún cultivado ciudadano, estos griegos de clase baja se entretendrían a base de bien conociendo la vida y milagros de los dioses a quienes oraban en los altares, pues prácticamente a culebrón suenan los relatos de la mitología. Para sí los quisieran los practicantes de otras religiones, que se ven obligados a leer áridas narraciones escritas en rígidos libros. 

De hecho, las fabulosas aventuras mitológicas no han dejado de estar presentes en el arte a través de los siglos, y todavía hoy siguen poblando, sobre todo, pantallas de cine. Y si el público actual se entretiene y hasta se identifica con esos seres divinos que tienen forma y debilidades humanas, aunque posean poderes mágicos y sean inmortales, ¿qué no ocurriría con el creyente griego de entonces?

Estatua en mármol del siglo II de Asclepio. Foto: ASC

Con fruición escucharía una trama tan de acción, pues, en su constante lucha por el poder, los divinos protagonistas se enredaban en encrespadas luchas y venganzas. Por ahí aparecería Ares, potente dios de la guerra, y trataría de significarse Irene, diosa de la paz, que, como buen reflejo de la realidad, era una deidad menor. 

Todo muy real y creíble. Artemisa, hija de Zeus, diosa de la cosecha y el parto, castigaba cruelmente a quien la ofendía con su arco y sus flechas, armas que igualmente usaba Apolo, su bello, atlético y artístico hermano gemelo, cuando se ponía de malas, a pesar de ser el señor de la verdad y de la luz. Nada que decir contra Atenea, la diosa virgen y protectora, que había regalado el olivo al pueblo griego. 

Mucho que cotillear, en cambio, sobre la lujuriosa Afrodita, aunque hubiera nacido de la espuma del mar frente a las costas de Chipre y fuese la diosa del amor; o de Dioniso, dios del placer y el vino, acompañado de sus huestes de ninfas, sátiros y centauros; o de Eros, señor del sexo y la fertilidad. Y todos esos héroes y semidioses y sus apasionantes aventuras: Heracles (Hércules) y los Doce Trabajos, Eneas y la Guerra de Troya, Jasón y los Argonautas... Aún más cerca de la realidad: puro incentivo para la imaginación de los mortales.

Al fin y al cabo, todos ellos eran muy libres de hacer con su vida lo que les viniese en gana. Lo que de verdad importaba al creyente griego era mantenerlos contentos y lograr su protección, y para eso había que seguir todas las pautas del culto.

Invocando a los dioses: estrategias para obtener protección

Las oraciones se recitaban privada o públicamente en cualquier momento y en cualquier lugar, con frases venidas de la tradición y peticiones adaptadas al momento, de pie y con las manos elevadas para estar más cerca del Olimpo, bien aseados y limpios para invocar la pureza. 

Y nada de ponerse de rodillas, que eso era culto excesivo, superstición, y estaba tan mal visto como la falta de respeto, la impiedad. Acaso arrodillarse solo cuando la súplica iba dirigida a los dioses ctónicos (del inframundo). A ellos también podían dedicarse las gotas de agua o vino que caían al suelo en las tres libaciones obligatorias de cada día: al levantarse, al cenar y al acostarse.

A Asclepio (Esculapio en Roma), dios de la medicina, se le agradecían las curaciones con exvotos, y palabras mayores eran las ofrendas en forma de objetos valiosos, que se dedicaban a una deidad determinada depositándolos en su templo: cosa de agradecer grandes favores o implorar suerte para empresas importantes, caso de las guerras, en pos de cuyo triunfo ofrecían las ciudades verdaderas joyas que acrecentaron enormemente el tesoro de santuarios como Delfos.

Detalle de la Diana de Versalles o Diana cazadora, estatua en mármol de la diosa Artemisa (Museo del Louvre). Foto: SHUTTERSTOCK

Y si la cosa se ponía fea no quedaba otra que recurrir a la thysia, el sacrificio ritual de animales, en el que el humo que desde las fogatas ascendía al cielo era alimento querido por los dioses, como su famosa ambrosía, mágica sustancia cien veces más dulce que la miel. 

La thysia era la ofrenda suprema, el momento álgido y más sagrado de cualquier celebración que se preciase, ya fuera una familia festejando una boda o toda una ciudad volcada en las fiestas dedicadas a su deidad tutelar. Cuando se trataba de un asunto gordo, se sacrificaban cien bueyes en lo que se denominaba una hecatombe. Y si el sacrificio era a base de llamas y era ofrecido a las deidades del inframundo, entonces se trataba de un holocausto.

La función del templo

Y qué bendecidos y satisfechos se sentían los ciudadanos ante la parafernalia del ritual: el sacerdote entonando las plegarias, las mujeres dadas a jubilosos cantos, la sangre de bueyes o corderos brotando hacia el cielo, como era menester... Y mientras tanto discurrían las procesiones y se organizaban los juegos, y después a ponerse las botas con esa carne sacrificada y sacra, y a disfrutar de lo lindo a base de vino y baile. 

Todo era visto y ensalzado por la estatua del dios del lugar, que para la ocasión había sido sacada fuera del templo, que era su casa y no otra cosa. Nada de rituales en el interior de ese recinto sagrado, que para eso estaban los muchos altares al aire libre o las estatuas divinas de estadios y teatros. La ceremonia era más emocionante cuando se llevaba a cabo en el altar del templo, situado siempre fuera de él y delante de la entrada.

Solo los sacerdotes podían acceder al interior, que se denominaba naos (de ahí las naves de iglesias y catedrales) y que era una sola sala con una única puerta, donde se guardaban la estatua del dios y las valiosas ofrendas a él donadas. 

Las columnas en el atrio de entrada, o también en la parte posterior, o todo alrededor (peristilo), sostenían un tejado a dos aguas cortado en los lados menores en un frontón de forma triangular. El buen creyente, que se quedaría con las ganas de acceder al interior, contemplaría absorto los fervientes relieves escultóricos que decoraban el tímpano, la parte interior del triángulo. Anonadado si se trataba del Partenón.

Qué sagrada simetría la de esas potentes columnas dóricas, más contundentes que los esbeltos y airosos pilares jónicos y sin la floreada ornamentación de las corintias posteriores. Y siempre orientados de este a oeste y no de norte a sur como los romanos; y siempre pintados por fuera de azul, rojo y blanco; y siempre fieles a sus rectas líneas, pues, aun conociendo el arco, los constructores griegos apenas lo usaron, como tampoco erigieron bóvedas o cúpulas. 

Vulcano. Con esta obra en mármol, Guillaume II Coustou ingresó en la Real Academia Francesa en 1742 (Museo del Louvre). Foto: ASC

Pétrea contundencia que ha sobrevivido a tantos siglos de abandono y que aún desafía a la eternidad en los edificios que resaltan el perfil de la Acrópolis ateniense (Partenón, Erecteion y Hefestión), en los restos de los templos de Atenea Niké y Zeus Olímpico, también en Atenas, o en los conjuntos sicilianos de Paestum, Selinunte y Agrigento.

Más allá de las columnas: ritos y misterios en los santuarios

Se le desborda la emoción al creyente ante esas columnas que señalan el lugar del dios. Y más si se trata de Zeus. Y más aún si es su templo en Olimpia, adonde al fin ha podido peregrinar tras años de esfuerzo y ahorro. Es tiempo de juegos deportivos en el santuario más célebre de Grecia y la colosal estatua del supremo dios, obra de Fidias, está expuesta en el exterior, donde preside el ajetreo de peregrinos, atletas y sacerdotes. 

Habrá tiempo de contemplar el devoto esfuerzo de los cuerpos desnudos de los atletas en el estadio, o de rezar también a Hera en su hermoso templo, o de pasarse por el gimnasio y los baños, o para deleitarse en el teatro y en tanta magnífica escultura, o de consultar el oráculo, que leerá el humo y las cenizas…

O mejor, para eso, llegarse a Delfos, que en esta cuestión tiene más prestigio pues sus pitonisas son auténticas clarividentes y también destaca por sus Juegos Píticos; todo allí auspiciado por Apolo. Aunque haya quien le tenga más fe al oráculo de Dodona, allá en las abruptas montañas del norte, porque es más para gente sencilla o porque le pilla más cerca. O, si no, otros santuarios donde no falta de nada, como el de Claros de la ciudad de Colofón, el Hereo de Argos y Samos, el de Artemisa Ortia de Esparta, el de los Grandes Dioses de Samotracia, el de Apolo de Delos... 

Y si la cosa es curarse de alguna enfermedad, nada mejor que ir a un Asclepeion, el templo-santuario donde Asclepio, dios de la medicina, vela por la salud de todos. Mejor acudir al de Epidauro, que dicen que ante su eficacia no hay mal que se resista.

Eso sí, si nuestro peregrino es de los entregados de verdad, más le valdrá acudir al santuario de Eleusis, bien cerca de Atenas, donde los ritos de iniciación y demás catarsis elevarán el tono de su devoción. Sentirse iluminado y especial, un elegido, es algo que también proporcionan otros misterios: órficos, báquicos, samotracios, pitagóricos o platónicos.

Erotismo festivo

Aunque habría quien a ellos acudía no solo por sus ritos de iniciación y su fervor, sino también por la fama que tenían sus fiestas nocturnas. Todo emanado de rumores y cotilleos, pues lo que de verdad allí se hacía era un secreto férreamente mantenido por sus adeptos. Pero, vamos, que cuando el río suena...

Los desmadres etílicos y carnales que en las noches mistéricas acaeciesen son asunto legendario, aunque en una sociedad sin el más mínimo ápice de sentimiento pecaminoso respecto al sexo cabe imaginar que el júbilo de los iniciados no hallaría límites a la hora de festejar a fondo. 

Fidias terminando el busto de Zeus (1802), pintura del vienés Joseph Dorffmeister. Foto: ALBUM

De hecho, esa sexualidad sin cortapisas era demostrada sin secretismo alguno por los divinos habitantes del Olimpo: Zeus a la zaga de Ganímedes, Jacinto persiguiendo lascivamente a Dafne y a la vez coladito por Apolo, Artemisa a la caza de Acteón, Hermes acosando a las ninfas, Dioniso invocando orgasmos y su hijo Príapo exhibiendo su descomunal pene en altares y en domésticos ornamentos, como símbolo explícito de fertilidad y de buena y abundante suerte.

Así que a ese creyente de a pie, si le acuciaba su religiosa necesidad sexual le bastaba con darse a la adoración de estos dioses, que además tenían fama de generosos: ser uno más en uno de los sagrados festines carnales ofrecidos a Afrodita en su santuario chipriota de Pafos, o en un ritual en honor a Eros, o en una procesión en pos de Príapo, o en una orgía consagrada a Dioniso, a quien los romanos llamarían Baco, por lo que los sagrados ‘desmelenes’ se denominarían bacanales.

Y no es justo dedicar párrafo especial, es decir, con morbo, a una vivencia que, religiosa o no, era para aquellos griegos tan natural como en realidad lo es. ¿O es que no venía el sexo incluido en el cuerpo humano, lo creara quien lo crease? Así que dejemos en paz a nuestro creyente y que rece y goce a sus anchas en los jolgorios sexuales que espontáneamente se montan en calles de Atenas durante las Afrodisias, o en las Dionisias de cualquier ciudad, o entre los bailes rituales de los festejos de Artemisa, o en las Termoforias en pos de Deméter, o en el festival en honor a Hermes de Chipre, en el que amos y esclavos invierten sus roles y de todo puede pasar.

Unos y otros tenían derecho al disfrute, y no solo sexual, cuando se trataba de honrar a los dioses en las celebraciones mayores de cada ciudad. Aires de fiesta recorrían toda Grecia durante las fiestas Panhelénicas, que unían por una vez a toda la nación en torno a la totalidad de dioses. Y no había mejor ofrenda a los divinos seres que esa alegría de la que ellos mismos no se privaban allá arriba, en el Olimpo. 

Juegos, procesiones, comilonas y jaranas en las Panateneas, fiestas en honor a Atenea; mujeres libres por una vez de sus gineceos en las Adonia, por fervor a Adonis; concurso de bebidas en las Antesterias, a la salud de Dioniso; carreras de antorchas por y para Hefesto en las Hefestias; competiciones musicales y danzas de jóvenes en las Carneas, fiestas ofrecidas a Apolo, durante las cuales los espartanos aparcaban su austeridad; primer corte de melena a los jóvenes que ascendían a ciudadanos y copiosos banquetes en los días que duraba la Apaturia, fiesta de Minerva; concursos dramáticos en el teatro ateniense de Dioniso en las Leneas, dedicadas a este dios; exhibiciones de artesanos y herreros en las Calqueas, ofrecidas a Hefesto y a Atenea...

Ya agotado, nuestro creyente se iría a la cama. Y hasta eso lo podía ofrecer a los dioses, porque ellos, tan humanos como eran, también dormían. 

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