Por qué nos pusimos erguidos: La evolución de nuestras extremidades inferiores hacia el bipedismo

A lo largo de millones de años, nuestras manos inferiores se fueron transformando hasta dar lugar a los pies, piezas clave del bipedismo que nos caracteriza.
pies de bebe
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Comparado con el de un chimpancé, nuestro dedo gordo del pie es corto, rechoncho y, lamentablemente, no posee la capacidad de agarrarse a las ramas. Además, tenemos una larga columna vertebral en forma de S, un arco en el pie, una cintura flexible y rodillas grandes y con capacidad de trabarse, así como muchas otras características que nos permiten ser unos excelentes caminantes de larga distancia.

A pesar de ser características tan normales para nosotros, nos diferencian mucho de nuestros parientes más cercanos del mundo animal: los chimpancés. Para llegar a ser lo que somos, se tuvieron que dar muchos cambios a lo largo de millones de años, no solo en el cuerpo de nuestros antepasados, sino también en el clima y la geo-grafía del mundo que ejercieron presión sobre la evolución de aquellos lejanos parientes.

El cambio produce nuevas contingencias y nuevos desafíos. Cuando evolucionó nuestro bipedismo por primera vez, generó nuevas condiciones para la evolución, que fueron el pistoletazo de salida para la carrera evolutiva que nos convertiría en lo que somos hoy en día.

De todas las características distintivas del ser humano, fue la de andar sobre dos patas, y no el cerebro grande, la utilización del lenguaje o la fabricación de herramientas, la que lo situó en el camino que lo separaría de los demás primates. Ya lo predijo Charles Darwin en su libro El origen del hombre (1871); y más de cien años después lo comprobamos al conocer más a fondo cómo fue cambiando la forma de desplazarse de los homínidos a lo largo de millones de años, un proceso que terminaría desembocando en nuestro pie, al que Leonardo da Vinci calificó de obra maestra de la ingeniería.

Nuestro pie está compuesto por veintiséis huesos y decenas de músculos y ligamentos

Si queremos rastrear el origen remoto del pie, tenemos que hacer un doble salto. Primero en el tiempo –570 millones de años atrás– y después al interior de los océanos, ya que fue en ellos donde aparecieron por primera vez, al costado de la columna vertebral, unos pequeños pliegues que la evolución convertiría en aletas. Por aquel entonces ya contaban con cinco dígitos.

Los tetrápodos, como este Ichthyostega, que vivió durante el Devónico superior, hace unos 367 millones de años, fueron los primeros animales en salir del mar y arrastrarse por la orilla impulsándose con sus aletas. Fuente: CREDITO

Para ver cómo se transformaron en sostenedores del cuerpo deberíamos salir del agua y saltar otra vez en el tiempo –hasta unos 380 millones de años atrás–, momento en que evolucionaron los primeros seres vivos que se trasladaban por las orillas del mar empujándose con las aletas, los llamados tetrápodos.

A partir de los tetrápodos se abrieron diversos caminos evolutivos que terminaron derivando en los reptiles, las aves y los mamíferos. Nosotros formamos parte de este último grupo, que evolucionó a partir de los reptiles hace unos 240 millones de años, en la época dominada por los dinosaurios. ¿Cómo pasó la pata de un mamífero a convertirse en una tercera y cuarta mano en los primates y, luego, a conformar un pie como el nuestro?

Los científicos somos conscientes de que es difícil imaginar cómo una pezuña, el pie con forma de mano de un primate y los pies de los humanos anatómicamente modernos tienen un origen común –explica a MUY el paleobiólogo Adrián Pablos, investigador del Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (CENIEH), en Burgos–. En su origen, las extremidades posteriores de los mamíferos terrestres disponían de cinco dedos que la selección natural ha ido forjando poco a poco, generación tras generación, fusionando o eliminando, con el fin de adaptarse a las diferentes necesidades biológicas y ecológicas como son la locomoción y el coste energético eficaz, entre otras”.

“Todas esas estructuras podrían considerarse maravillas de ingeniería de la naturaleza y no proceden unas de otras –continúa explicando Pablos–, sino que posiblemente provienen de un origen común. Cada una está eficazmente evolucionada para realizar una función en el medio donde viven los organismos, el nicho ecológico, como lo conocen los ecólogos. Cada una de ellas representa el producto de la adaptación a ese nicho ecológico de la manera más eficaz posible y conlleva multitud de generaciones y pequeños cambios que se han ido produciendo por medio de la selección natural”.

Generalmente tratamos a nuestros pies como un solo objeto. Pero, en realidad, cada uno de ellos está compuesto por veintiséis huesos y decenas de músculos y ligamentos —nos explica el paleoantropólogo Jeremy DeSilva, profesor de la universidad estadounidense Dartmouth College—. Es una estructura extraordinariamente compleja, que se vuelve más fascinante cuando nos entera-mos de que es producto de millones de años de evolución, los cuales transformaron un órgano prensil, como la mano de los simios, en uno de propulsión”.

Los humanos son los únicos mamíferos en la Tierra que caminan exclusivamente sobre dos patas, en vez de sobre cuatro –añade DeSilva–. Y los pies son la única parte de nuestro cuerpo que toca el suelo, por lo que han pasado por cambios importantes a lo largo de la evolución de nuestro linaje. Estudiando cómo esta afectó al pie, podemos ser testigos del surgimiento y de los cambios en el bipedismo que nos caracteriza”.

DeSilva y otros investigadores publicaron en el American Journal of Phisical Antrophology un extenso estudio comparativo de los pies de todas las especies de homínidos que se conocen, desde hace cinco millones de años hasta hoy.

Lo que revela ese estudio es que la evolución humana no es una línea recta que va desde un animal parecido al chimpancé hasta nosotros. Es mejor imaginarla como un arbusto con mu-chas ramas, donde cada una de ellas es un experimento diferente de andar bípedo que evolucionó para adaptarse a diferentes ambientes.

“En los fósiles de pies vemos una transición desde un órgano prensil, bien adaptado a la vi-da arbórea, a uno mejor equipado para la vida en el suelo —señala DeSilva—. Es un asombroso y rico ejemplo de evolución. Existieron muchos tipos de pies en el pasado, que resultaban beneficiosos para esas especies homínidas en el ambiente en el que vivían. Pero, tarde o temprano, esos linajes se extinguieron”.

La evolución
humana es como
un arbusto donde cada rama es un ensayo diferente de andar bípedo

El rango cronológico que abarca la paleoantropología es de muchos millones de años. Estudia la historia del hombre yendo mucho más allá del registro de la escritura, que alcanza hasta hace unos cinco mil años, y llega incluso más lejos que el estudio de los restos de la cultura material que analiza la arqueología. La paleoantropología se remonta millones de años, hasta una época de la que solo quedan huesos fósiles.

El pie es una pieza clave del rompecabezas que deben armar los paleoantropólogos a la hora de saber cómo llegamos a tener el cuerpo actual que nos permite movernos. Y al ser un órgano compuesto por más de dos docenas de huesos, muchos de ellos muy pequeños, es difícil conseguir fósiles.

La mayoría de nuestros antepasados homínidos morían presa de algún animal, por lo que no solemos encontrar pies enteros. Podemos contar con los dedos de una mano los que se han descubierto sin que falte ninguno de los veintiséis huesos. La mayoría son apenas fragmentos, un dedo por aquí, otro por allá.

Hoy en día, los especialistas cuentan con decenas de pies de muchas especies diferentes que cubren un periodo de 4,4 millones de años. Pero apenas cincuenta años atrás no se contaba más que con algunos de épocas recientes de nuestra misma especie o de nuestros primos los neandertales. Los estudios de las últimas décadas han mostrado un panorama evolutivo del pie más complicado, pero también más interesante.

Uno de los esqueletos fósiles más completos y antiguos que se conocen es el de Ardi, una hembra de la especie Ardipithecus ramidus que vivió hace 4,4 millones de años en Etiopía. Su esqueleto fue encontrado con ambos pies enteros. La forma de su cráneo, con una base corta, indica que se balanceaba sobre la espina dorsal. Esto solo sucede en animales que tienen un andar erguido; es decir, que Ardi caminaba sobre dos patas de forma habitual. El resto de su anatomía apunta hacia esa dirección: las rodillas, las piernas, las caderas... Solo sus pinreles son extraños. Si bien servían para soportar el peso de todo el cuerpo, tenían el dedo gordo separado, como si fuera una mano.

En esta representación artística de Ardi, el famoso ejemplar de Ardipithecus ramidus, se aprecian sus curiosos pies, con el dedo gordo separado. Fuente: SCIENCE PHOTO LIBRARY

Eso indica que, aunque Ardi solía pasar la mayor parte de su día desplazándose por el suelo, no lo hacía de una forma tan eficiente como nosotros y todavía conservaba la capacidad de trepar a los árboles.

Toda nuestra anatomía está adaptada a caminar sobre dos patas, pero quien lleva el peso total del trabajo es el pie, y no solo soporta nuestros kilos, sino también la ardua tarea de em-pujarnos hacia delante de una forma eficiente, es decir, con-sumiendo la menor cantidad de energía posible.

Un chimpancé puede caminar sobre dos patas, pero su pie no está adaptado a empujarlo hacia delante, solo aguanta el pe-so. El trabajo de empuje lo hacen los músculos de la cadera y de la espalda, por lo que a ese chimpancé le cuesta mucha energía andar, razón por la cual no lo ha-ce mucho, ya que para rellenar su tanque de combustible debería comer mucho más de lo habitual.

Después de Ardi, la evolución fue favoreciendo la aparición de unos pies que aportasen esa ventaja de ahorro energético, lo que derivó en una impresionan-te variedad de pies, que a su vez generó una gran variedad de formas de caminar.

Los protagonistas de esta diversidad fueron los llamados australopitecos, un género de homínidos a partir del cual evolucionó nuestro propio género humano. La especie más conocida es Australopithecus afarensis, si bien es más famosa por el nombre de su miembro más completo, Lucy.

El esqueleto de Lucy fue descubierto en 1974, casi entero. Ese casi se debe, precisamente, a que faltan sus pies, aunque afortunadamente en las décadas siguientes se han ido descubriendo decenas de pies o fragmentos de ellos que han permitido a los expertos conocer cómo lograron caminar nuestros ancestros, y el modo en que fue cambiando su manera de hacerlo hasta alcanzar el estilo eficiente del que disfrutamos nosotros sin darle la importancia que se merece.

“En términos generales –nos explica Pablos– podemos decir que los australopitecos presentaban un bipedismo incipiente sobre el que la selección natural ha ido actuando de manera continua, adaptándolo a las necesidades y al nicho ecológico de cada especie”.

Analizando la forma del pie, los expertos pueden saber si tenía la flexibilidad y la fuerza suficientes como para trepar a un árbol de un modo eficiente. También pueden saber cuánto podían caminar sin que ello supusiese un gasto importante de energía. Asimismo, al contar con evidencias de cómo era el clima y el ambiente en que vivían, pueden conocer si habitaban en el bosque, entre zonas de árboles aislados o en la amplia sabana.

Por eso el bipedismo de los australopitecos era muy variado. La amplia diversidad en la forma de los pies de estos antepasados nuestros derivó en estilos particulares de caminar, e incluso en capacidades para poder seguir trepando a los árboles de una forma mucho más eficiente que la nuestra.

El pie humano ha evolucionado para dar lugar a una forma estructural única exquisitamente adecuada para el propósito de caminar y correr sobre dos patas”, afirma Dominic James Farris, investigador de la Uni-versidad de Exeter (Reino Unido), quien lideró un estudio reciente sobre la evolución del pie publicado en Proceedings of the National Aca-demy of Sciences (PNAS).

“La cuidada disposición de la gran cantidad de huesos y ligamentos que componen nuestro pie le permiten muchas funciones mecánicas, desde absorber la energía del impacto contra el suelo hasta la capacidad de producir la fuerza necesaria para empujar todo el peso del cuerpo hacia delante”, nos explica Farris.

El estudio de Farris y sus colegas reveló cómo los músculos del pie logran realizar ese pesado trabajo. “Demostramos –dice Farris– que los músculos de la planta del pie contribuyen a que genere la energía necesaria para propulsarnos dando un paso cada vez. Antes se creía que esos músculos solo servían para soportar el característico arco de nuestro pie”.

Los pies de un bebé son muy redondeados, debido a que tienen una capa de grasa cuyo grosor se irá reduciendo con la edad. Fuente: shutterstock

Dar un paso nos puede parecer algo sencillo, e incluso obvio. Pero hay muchos elementos que entran en juego en esa mecánica para que no terminemos dándonos de narices contra el suelo. Mientras una de las piernas avanza en el aire, la otra ejerce presión sobre el pie, que será el que tome la responsabilidad del avance. La fuerza recae principalmente sobre los dedos para empujar hacia delante, y los músculos de la planta y el arco empujan hacia abajo, generando la palanca necesaria para alcanzar un paso largo y eficiente. No todos nuestros ante-pasados podían caminar de esa forma. Algunos de ellos no contaban con arco, por lo que tenían menos fuerza en el pie. Otros tenían los dedos más cortos y menos robustos. Todo eso los llevaba a dar pasos más cortos, lo que a la larga se traducía en mayor cansancio al recorrer distancias largas.

En nuestro tiempo libre no solemos ponernos a pensar en la maravilla de la ingeniería que es nuestro pie, pero lo cierto es que su evolución fue clave para que nuestros antepasados pudiesen conseguir más y mejores alimentos en el pasado. Y con el tiempo derivó en otros cambios evolutivos que nos llevaron por un camino que desembocaría en la fabricación de tecnología, la utilización del lenguaje y la creación de cultura. Es decir, nos convertiría en lo que hoy llamamos humanos.

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  • Carlos M. Pina