Enero de 1944. El Grupo de Ejércitos Norte aguarda la ofensiva del Ejército Rojo tras la Línea Panther. Sus fuerzas están muy justas. Los soviéticos llevan claramente la iniciativa: superan al enemigo en hombres, material y, sobre todo, en moral. El problema es que ese enemigo parece todavía robusto, y, a pesar de la humillación de Stalingrado en febrero del año anterior, se diría que conserva aún la inercia de la victoria.

Durante los últimos meses, los éxitos soviéticos (Iskra y, en cierta medida, Siniávino en verano) no han bastado para levantar la agonía de un cerco interminable y criminal, aunque, al menos, lo han aliviado y han convencido a todos de que, antes o después, Leningrado será libre. Hay que ser pacientes, eso sí, ya que, pese a la sangría de hombres y a la falta de reemplazos, la maquinaria de la Wehrmacht sigue, si no intacta, bien engrasada. El mariscal Zhúkov pudo comprobarlo con sus propios ojos en 1943, en el curso de la Operación Estrella Polar. Todavía no era el momento.
Pero los términos de la ecuación han cambiado. El Estado Mayor soviético, la Stavka, cuenta con una baza ganadora, basada en un plan que pretende aniquilar al XVIII Ejército del Generaloberst Georg Lindemann en el sur de Leningrado, primer paso para fundir las defensas nazis a lo largo y ancho del frente germanosoviético. Enero de 1944. Ese sí es el momento.

El número de efectivos soviéticos dobla ya al de alemanes en el Frente del Este, y más de 800.000 hombres están dispuestos a secundar la ofensiva final, la mayoría de ellos en el Frente de Leningrado (a cuyo mando está Leonid Góvorov) y el de Vóljov (dirigido por Kiril Meretskov). A Hitler las cifras le dan igual, y se mantiene en sus trece. Insiste en no ceder un palmo de tierra.
Los preparativos se dilatan varios meses, e incluyen todo tipo de maniobras de distracción y actos de sabotaje, de los que se ocupan los partisanos. Sin ser del todo conscientes de ello, las fuerzas alemanas empiezan a bailar al son que les marcan los comandantes soviéticos, que no cesan de desplazar a sus ejércitos por el tablero y de concentrar a más y más hombres, más y más blindados, para el golpe final.
La ofensiva estratégica Leningrado-Nóvgorod debe servir para despertar de la pesadilla. El hálito de esperanza que insuflara el Camino de la Vida por el lago Ládoga ruge ya con los suministros que proporciona el Camino de la Victoria, entre Polyana y Shlisselburg, gracias al cual el pueblo ha empezado a respirar.
Tal vez la liberación de Leningrado se iniciara, en realidad, aquel 7 de febrero de 1943, cuando una banda de música militar saludó la llegada del primer tren del país en la legendaria estación de Finlandia. ¡Leningrado ya no estaba sola!
La infantería avanza
El movimiento se inicia la noche del 13 de enero de 1944, con un feroz bombardeo aéreo sobre las defensas alemanas, que la artillería de Góvorov extiende al amanecer. La infantería se pone en marcha. El punto de partida es la cabeza de puente de Oranienbaum, en el golfo de Finlandia, ese oscuro objeto de deseo de unos y otros que Zhúkov ha mantenido a salvo, no sin dificultades, desde septiembre de 1941. Desorientado, el enemigo no puede evitar el avance, pese a los combates cuerpo a cuerpo en la aldea de Gostilitsky, donde un obelisco recuerda hoy, entre otros hitos monumentales, el coraje de tantos muertos.
Durante una semana, el XLII Ejército de Maslennikov y el II Ejército de Choque de Fediuninski progresan hasta Krasnóye Selo y Ropsha. El diario de guerra de Leningrado deja constancia de sus logros y no oculta el optimismo ante la aparente fragilidad del Muro del Norte, si bien Lindemann sigue creyendo en un milagro. La fe le dura poco. Al término de esa primera fase, la conciencia del desastre sobrevuela ya todo el frente del Norte y alcanza al Cuartel General del Führer, quien muy pronto celebrará en la Guarida del Lobo el undécimo aniversario de su llegada al poder. «Solo puede haber un vencedor en esta lucha, ¡y este será Alemania o la Unión Soviética!», proclamará. «Una victoria de Alemania significa la preservación de Europa; una victoria de la Unión Soviética significa su destrucción».

El experimentado Frente del Vóljov sigue, a su vez, el mismo guion para castigar el flanco derecho del XVIII Ejército en Nóvgorod. La artillería precede al asalto de los fusileros a partir del 14 de enero. Pese a las dificultades, redobladas por el mal tiempo, el avance hacia el oeste del LIX Ejército de Ivan Korovnikov se ejecuta sin desmayo, dejando, a su paso, un reguero de prisioneros y varias divisiones enemigas dañadas.
La meta –la ciudad de Nóvgorod– es vital, un símbolo que Hitler quiere conservar a toda costa. Pero los medios se imponen a su voluntad, y el 19 de enero la maltrecha 28.ª División Jäger huye y la abandona. Lo que sus libertadores encuentran se parece bastante al apocalipsis. El pasado medieval de la ciudad es un presente de escombros, con el 98,4% de las casas destruidas. ¿Y la gente, dónde está la gente? No hay nadie, apenas 50 personas. A primeros de mayo, una comisión informará al mundo del «asesinato en masa de civiles y prisioneros de guerra» y de la deportación de ciudadanos soviéticos a Alemania como «esclavos».

Tiempo habrá de saldar cuentas, piensan los soldados. Lo que les compromete, en ese trance, es seguir luchando, y las formaciones de Góvorov y Meretskov cumplen con el plan previsto para desesperación de Hitler, que empieza a perder la confianza en el Generalfeldmarschall Georg von Küchler, jefe del Grupo de Ejércitos Norte. Unos años atrás, ese hombre ha apoyado sin ambages la Vernichtungskrieg, la guerra de aniquilación en el Este. Para el mariscal, se trata de «ellos o nosotros» y «ellos» están ganando la partida. Cada vez que le pide al Führer autorización para una retirada a tiempo, este le exige que sus tropas luchen hasta el fin. Destituido del mando a finales de enero, Küchler verá con buenos ojos la Operación Valquiria para acabar con Hitler, aunque se mantendrá al margen.
Mientras la infantería soviética rompía la cintura a los nazis en Leningrado y tomaba Mga, recuperando la línea ferroviaria hacia el este, la Operación Steinbock de la Luftwaffe, contra objetivos militares y civiles en el sur de Inglaterra, se revelaba inútil a causa de los deficientes sistemas de guía de la Fuerza Aérea alemana. Definitivamente, Hitler tenía poco que celebrar en esos días; sus promesas de victoria sonaban inverosímiles.

Durante la última fase de la ofensiva, los puntos calientes fueron Krasnogvardeisk (hoy, Gátchina) y el río Luga. La primera ciudad sucumbió el 26 de enero, tras 24 horas de combate, y, lo mismo que en Nóvgorod, el Ejército Rojo apretó los dientes al constatar su destrucción, los palacios quemados, la memoria desvanecida entre el humo. La conquista de Luga no se completó, en cambio, hasta el 12 de febrero.
Sin palabras
Para entonces, Leningrado había sido ya, oficialmente, liberada, tal como consignaba el diario de guerra con fecha de 27 de enero: «¡La liberación de Leningrado del asedio enemigo ha sido completada!». El retroceso alemán era ya muy significativo, y, aunque Lindemann pudo salvar los muebles del XVIII Ejército –que, con el tiempo, quedaría bloqueado en la bolsa de Curlandia–, su potencial estaba muy mermado. Nada podría hacer ya contra el gigante soviético, que no tardó en restablecer las comunicaciones de Leningrado con la capital y, sin solución de continuidad, emprendió una nueva oleada de asaltos hasta barrer al invasor del mapa y, en el momento oportuno, acometer la marcha hacia Berlín, el corazón negro de Europa. Después de dos años, cuatro meses y diecinueve días, el jinete de la guerra, que había llegado «con sus dientes desmoronando la belleza antigua», como escribió Pablo Neruda, se alejaba, pues, de la ciudad.
A las ocho de la tarde de ese 27 de enero, los fuegos artificiales reemplazaron la maldición de los proyectiles, y 24 salvas de 324 cañones resonaron en la inconquistable fundación de Pedro el Grande. El Campo de Marte y los barcos de la flota del Báltico subrayaron la victoria, y el Consejo Militar del Frente de Leningrado ensalzó en un comunicado la tenacidad del pueblo, que había salvado la ciudad de las garras del enemigo. Ese momento era puro presente, gritos de júbilo, abrazos, música en los altavoces… Todos los leningradenses tenían uno de esos aparatos; durante el asedio, habían achicado el dolor de los días y las noches con la voz de la poeta Olga Bergholz, que retransmitía el boletín de noticias desde Radio Leningrado y leía sus propias composiciones, veraces y duras como el hambre.

«Nadie será olvidado, nada será olvidado». ¿Era cierto? ¿Nadie ni nada se olvidarían? ¿Había pasado ya esa noche perpetua, el tiempo de quemar libros y muebles en la estufa para burlar el frío? ¿Volverían a tener más miedo a la muerte del que la muerte les había tenido a ellos? Era imposible olvidar. Bastaba con mirar alrededor, en la plaza de san Isaac o la fábrica Kírov, para ver que algo faltaba: mujeres y niños que habían sido evacuados a los Urales, Siberia y Asia Central durante el primer año del cerco, hombres que habían sido movilizados y gentes de todas las edades que habían muerto de hambre y enfermedades durante los 872 días que se había prolongado ese contumaz genocidio.
De hecho, el 27 de enero de 1944, quedaba en la ciudad solo una quinta parte de la población que había residido en ella antes de la guerra, algo menos de 600.000 personas. Pues bien, todos parecieron salir a la calle esa noche. A Vera Inver, la autora del Diario de Leningrado, le costó subirse a un tranvía para ver el espectáculo de luces desde el puente Kírov, en el que tampoco cabía un alfiler. Cuando llegó a casa, sentenció: «El mayor acontecimiento en la vida de Leningrado: la total liberación del bloqueo. Y yo, una escritora profesional, no tengo palabras para ello. Solo puedo decir: Leningrado es libre. Y eso es todo». Las palabras, en efecto, resbalaban, eran esquivas, ninguna acertaba a describir las emociones que detonaban en los ojos, el alivio, pero también el duelo y la ira. La fortaleza del Almirantazgo había sido destruida y los museos, entre ellos el Hermitage, renqueaban desfondados.
En los alrededores, los palacios de Peterhof y Catalina habían sido saqueados. Cuando el alcalde Pyotr Popkov acudió a inspeccionar los daños del primero, dijo que no valía la pena reconstruirlo, pero el corresponsal de la agencia Tass, Pavel Luknitsky resaltó que había que preservarlo como recuerdo de la barbarie nazi, como cuenta el periodista Harrison E. Salisbury en Los 900 días. El sitio de Leningrado (Plaza & Janés, 1970).

La memoria de los muertos
El panorama era desolador, sin duda, pero, si Leningrado había sobrevivido al asedio, lo haría también a su evocación. Pocos meses después de levantarse el bloqueo, el 30 de abril, las autoridades inauguraron una exposición sobre la defensa de la ciudad, que devino en un museo con cerca de 40.000 piezas, entre ellas, aviones y tanques nazis y un sinfín de objetos familiares.
Durante el llamado Asunto de Leningrado –la purga de Stalin contra los líderes del Partido en esa ciudad–, el recinto fue desmantelado y su director ejecutado, ya que, en opinión del dictador, el fondo se había centrado más en el patriotismo de los leningradenses que en el papel salvador del Partido y de Stalin. Hoy, el museo de la Defensa y el Sitio de Leningrado, reabierto en 1989, es mucho más modesto que en su origen, pero aporta materiales muy interesantes sobre el hambre y la propaganda de esos años. Durante su régimen, el «hombre de acero» distinguió, por cierto, a cuatro ciudades con el título de Ciudad Heroica por su valor durante la Segunda Guerra Mundial: Leningrado, Stalingrado, Odesa y Sebastopol, añadiéndose otras tras su muerte.
A la hora de hacer balance, hay que concretar que los distintos frentes del Ejército Rojo (Norte, Leningrado, Vóljov…) sufrieron más de un millón de muertos, prisioneros y desaparecidos, así como 2.500.000 de heridos y enfermos. Por su parte, y de acuerdo con la Comisión Estatal Extraordinaria soviética en Núremberg, el asedio se cobró la vida de 632.000 civiles, aunque hoy se cree que la cifra pudo rondar el millón, junto a aquellos que sucumbieron durante las evacuaciones. Tal como afirma David M. Glantz en La batalla por Leningrado. 900 días asediados por la Wehrmacht (Desperta Ferro, 2018), si sumáramos el total de bajas civiles y militares en el curso de la batalla, el resultado sería «seis veces más grande que la cifra total de muertos de Estados Unidos durante toda la Segunda Guerra Mundial».
* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.