La Segunda República española: entre la liberación y la tensión

El 14 de abril de 1931 se proclamó la Segunda República en España. Idealizada por unos y denostada por otros, lo cierto es que fue un tiempo de reformas que modernizaron cada uno de los ámbitos de la sociedad española
Alegoría de la República española

El dictador Primo de Rivera dimitió en enero de 1930, ya sin apoyos. La “Dictablanda” de Berenguer se enfrentó a un panorama complicadísimo. Parte de la opinión pública rechazaba que se volviese sin más a la situación anterior a 1923. Los partidos tradicionales, desarticulados durante la dictadura, no deseaban inmediatas elecciones a Cortes. Los republicanos, socialistas y catalanistas se unieron en el Pacto de San Sebastián para sustituir al régimen, eligiendo un Comité Revolucionario. Un levantamiento militar intentó en Jaca proclamar la República.

Alegoría de la República española. Foto: Midjourney/Juan Castroviejo.

En febrero de 1931, otro gabinete monárquico decidió volver a la normalidad constitucional de forma escalonada. Primero se celebrarían las elecciones municipales. Los partidos del Pacto de San Sebastián les dieron el carácter de un plebiscito sobre la monarquía. Ganó la conjunción republicano-socialista en 41 de las 50 capitales de provincia, donde el voto no tenía la influencia corruptora del cacique. Predominaba, pues, el desapego monárquico. “El máuser es un arma inadecuada contra el voto”, sentenció Romanones. También Alfonso XIII descartó la violencia y marchó al exilio.

De este modo, el 14 de abril de 1931 se proclamó la Segunda República y el Comité Revolucionario tomó posesión como Gobierno Provisional.

El júbilo en las calles de muchas ciudades españolas representaba la esperanza en la nueva forma de Estado. En la foto, la proclamación de la República en Barcelona. Foto: EFE.

Tarea de modernización

El cambio de régimen tenía enormes implicaciones. Abría el paso a grupos hasta entonces marginados en la política; la España vital relegada por la España oficial de las que habló Ortega y Gasset. Sus impulsores tenían un proyecto serio de transformación de España. Para Azaña, el político que mejor la encarnó, la República devolvía las libertades a los españoles y devolvería al país la dignidad nacional. “La República venía realmente […] a satisfacer las exigencias más urgentes del pueblo”. Esperanza, ilusiones, entusiasmo y grandes expectativas vieron nacer la experiencia democrática más avanzada que había vivido España.

Fue un período de una intensidad extraordinaria, por los avances democráticos y por las tensiones que se entrecruzaron. La Segunda República ha sido objeto de repudios e idealizaciones. Sus símbolos son hoy de uso frecuente por una izquierda que viene a reivindicarla como proyecto actual. Tal mitificación está resultando fatal para su conocimiento, pues llega a convertirse en un espacio irreal, asociado a una suerte de autenticidad popular. Se desvanecen así sus rasgos históricos, sustituidos por vagas impresiones cargadas de connotaciones positivas. Esta peculiar memoria histórica deprecia la Historia.

En 1931 tomaron el poder los republicanos –liberales progresistas– y los socialistas, que por entonces defendían el reformismo. La República se propuso la tarea de modernizar España en cuestiones cruciales, pero no logró establecer un consenso básico sobre el propio régimen político ni satisfizo las expectativas generadas por el cambio. En sus dificultades influyó la debilidad de la clase media en un país de fuertes contrastes, con ciudades que se modernizaban y un atrasado mundo rural. La inestabilidad la agudizaron los problemas económicos, por el impacto de la Crisis del 29. La fuga de capitales y la rigidez de la patronal agravaron la conflictividad social, sobre todo en el campo.

Clima de liberación

La República llegó arropada por concentraciones multitudinarias y mantuvo, particularmente en las ciudades, la efervescencia pública de un régimen que se asociaba a las voluntades populares. Aquellos años, la vida cotidiana ganó en dinamismo por el clima de liberalización y la mayor politización, aunque tuvo a veces un tono violento. Diversas medidas atenuaron la discriminación femenina y hubo mayor presencia de las mujeres en la escena pública.

Sin embargo, la Segunda República no llegó a estabilizarse políticamente. Con un sistema de partidos muy fragmentado, de frágiles coaliciones, entre el 14 de abril de 1931 y el 18 de julio de 1936 hubo diecinueve gobiernos distintos, dificultando una labor política sostenida.

Durante los más de cinco años de República, se sucedieron 19 gobiernos distintos. En la foto, un acto de campaña del radical Alejandro Lerroux en Madrid. Foto: Getty.

Los problemas estallaron pronto. El mismo 14 de abril se proclamó una República catalana, con el desgaste consiguiente al restablecerse la autoridad gubernamental. En mayo se produjo la quema de iglesias y conventos, una explosión anticlerical que acentuó los recelos católicos. Abundaron las huelgas, a veces con resultados sangrientos y muchas impulsadas por los anarquistas, con mayor fuerza que en cualquier otro país. Su ofensiva no nacía sólo del malestar social; respondía también a sus concepciones revolucionarias. Pese a la política reformista del nuevo régimen, aumentó la agitación laboral. La República tuvo que recurrir a duras medidas policiales para controlar el orden público, cuyas alteraciones erosionaron a los gobiernos y desacreditaron al régimen.

Ambicioso programa de reformas

En las elecciones de junio a Cortes Constituyentes, ganaron los republicano-socialistas. En diciembre se aprobó una Constitución democrática y progresista, pero no fue consensuada: la derecha no la votó. La “República de trabajadores de toda clase” se configuraba como un Estado integral, con derechos sociales, expropiación forzosa por causa de utilidad social, legalización del divorcio, aconfesionalidad del Estado y escuela unificada y laica. Incluyó también el voto de las mujeres. Lo defendió Clara Campoamor frente a sectores de la izquierda, que a los derechos civiles anteponían el temor a que el voto femenino favoreciese a los conservadores.

El Gobierno concretó un programa de reformas para afrontar los problemas militar, agrario, religioso y regional. Quería un Ejército profesional y neutral en política, expropiar los latifundios y dar propiedades a los campesinos, limitar la influencia de la Iglesia y conceder autonomía a las regiones con lengua y cultura propias donde tenían importancia los nacionalismos.

Confiando en el apoyo popular, republicanos y socialistas acometieron las reformas, cuyos fundamentos legales habían incorporado a la Constitución. Durante el bienio 1931-1933, Azaña, presidente del Gobierno, aligeró el Ejército ofreciendo retiros con el sueldo íntegro. La República creó escuelas a gran ritmo e impulsó la educación siguiendo los criterios de la Institución Libre de Enseñanza, con Misiones Pedagógicas para llevar la cultura a las áreas rurales. La reforma agraria tuvo una elaboración lenta y compleja. Su ley de bases se aprobó en septiembre de 1932 –a la vez que el Estatuto de Cataluña– y resultó excesivamente moderada e incapaz de resolver el dramático problema campesino del sur.

Manuel Azaña, presidente del Gobierno de la Segunda República. Foto: Getty.

Tensiones constantes

Estas medidas incrementaron la conflictividad, por la resistencia a las reformas, especialmente de la Iglesia, los terratenientes y algunos militares; y por el escaso acierto y agresividad de algunas políticas, en particular la religiosa. Las tensiones fueron constantes. La primera sublevación militar fue la de Sanjurjo, en agosto de 1932. Los problemas de orden público con origen anarquista culminaron en la tragedia de Casas Viejas (enero de 1933), explotada por la derecha contra el gobierno de Azaña.

Por el desgaste político, Alcalá-Zamora, presidente de la República, convocó elecciones, que se saldaron con una nítida victoria derechista. El sistema favorecía a las coaliciones y la CEDA obtuvo una mayoría relativa mientras se desplomaron los partidos republicanos. En el bienio radical-cedista se desmantelaron las tímidas reformas del período anterior. El PSOE, encabezado por Largo Caballero –“Vamos a la revolución social”–, se radicalizó, abandonando la vía parlamentaria en favor de la vía revolucionaria para alcanzar el socialismo.

En octubre de 1934, entraron en el Gobierno tres ministros de la CEDA. Los socialistas convocaron una huelga general revolucionaria, en algunos sitios apoyada por anarquistas, comunistas y otros grupos. Era contra la derecha, pero socavaba los cimientos de la República. Hubo movilizaciones en Madrid, Barcelona –donde se proclamó un efímero Estado Catalán independiente– y otras ciudades, pero adoptó la forma de un levantamiento armado en Asturias, donde los mineros tomaron varios pueblos, implantando una organización revolucionaria. La represión se confió al general Franco, con fuerzas traídas de África. Hubo unos 30.000 encarcelados.

Ruinas de la catedral de Oviedo tras los ataques de la Revolución de 1934. Foto: EFE.

Coalición electoral

La petición de amnistía se convirtió en un clamor nacional. Durante 1935 se fue perfilando el Frente Popular, una idea de origen comunista que se había ensayado en Francia: una coalición electoral de toda la izquierda contra la derecha. Se dotó de un programa democrático reformista, sin las radicalizaciones que se le atribuyeron.

En las polarizadas elecciones de febrero de 1936 se hundieron los partidos de centro y ganó el Frente Popular por un exiguo margen, que se tradujo en una gran mayoría de escaños, por las alianzas.

Las Cortes recusaron a Alcalá-Zamora, sustituido por Azaña. No había otra personalidad tan capaz para aglutinar un Gobierno cuya presidencia asumió Santiago Casares Quiroga. Fueron meses convulsos. Tras la amnistía hubo movilizaciones que imponían las reformas, como la ocupación de tierras, en un clima de tensión y violencia, practicada por anarquistas, radicales socialistas y extrema derecha. El pronunciamiento militar, que se preparaba desde marzo, encontró en julio de 1936 la excusa para el golpe de Estado, cuyo triunfo parcial desencadenó la Guerra Civil.

Santiago Casares Quiroga (en la imagen, junto a su mujer) había asumido la presidencia del Consejo de Ministros el 13 de mayo de 1936. Foto: Album.

En buena medida, la idealización de la República arranca de su lucha agónica contra los sublevados. El poder se fragmentó entre las organizaciones políticas y sindicales y, durante la guerra, el régimen legítimo fue perdiendo dominio territorial. Los gobiernos de unidad intentaron recuperar el control político, que en la última fase experimentó la creciente hegemonía comunista.

La II República acabó siendo una esperanza frustrada. Además de sufrir los recelos de la derecha, le habían faltado lealtades desde la izquierda –de los anarquistas y de quienes quisieron superarla por la vía revolucionaria–, pero los responsables de su final fueron quienes se levantaron en armas contra la democracia.

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