Durante siglos, la víspera del 31 de octubre no tuvo nada que ver con disfraces de superhéroes, dulces industriales ni calabazas sonrientes. Mucho antes de que Halloween se convirtiera en el fenómeno global que es hoy, las tierras brumosas de Irlanda, Escocia e Inglaterra celebraban una fecha cargada de superstición, fuego y miedo: Samhain. Este antiguo festival celta no era simplemente una fiesta, sino un punto de inflexión cósmico y espiritual en el calendario; la noche en que el mundo de los vivos y el de los muertos se rozaban peligrosamente.
La historia de las linternas de Halloween, o jack-o’-lanterns, comienza allí, en la oscuridad húmeda de las aldeas rurales celtas, cuando la luz escaseaba y los temores eran muchos. Pero en lugar de calabazas, los protagonistas eran nabos grotescos, con gestos torcidos y bocas abiertas en una mueca que aún hoy resulta inquietante. La razón: protegerse de los espíritus que vagaban por la Tierra esa noche. Porque si no podías evitar cruzarte con un alma errante, al menos podías intentar asustarla antes de que te hiciera daño.
Samhain: el origen oculto de Halloween
En el calendario celta, el fin de octubre marcaba el término de la temporada de cosechas y el inicio del invierno, una época asociada al frío, la oscuridad y la muerte. Samhain —que literalmente significa “fin del verano” en gaélico— era una noche en la que se creía que el mundo físico y el espiritual se solapaban. Las almas de los muertos podían volver, los antepasados se manifestaban y no todos los visitantes eran bienvenidos.
Los aldeanos encendían enormes hogueras, se disfrazaban con pieles de animales y se cubrían los rostros con máscaras para confundir a los espíritus. Era una noche para mantener los ojos abiertos, protegerse de los seres del otro mundo… y dejar una luz encendida.
Aquí nacen las primeras linternas talladas. Sin acceso a lámparas de aceite o faroles de metal —artículos demasiado caros para muchos—, los campesinos recurrieron a lo que tenían a mano: raíces de la cosecha recién recogida. Nabos, remolachas o incluso papas servían de soporte. Se vaciaban, se tallaban rostros amenazantes y se colocaban brasas o velas en su interior. La intención era clara: mantener alejadas las malas presencias y, de paso, alumbrar el camino en la noche más oscura del año.

La leyenda de Jack: un alma en pena con una linterna vegetal
La figura del jack-o’-lantern no se entiende sin el folclore irlandés. Según una leyenda popular, un hombre llamado Jack, borracho y tramposo, consiguió engañar al mismísimo diablo en varias ocasiones. Como castigo por su astucia, ni el cielo ni el infierno lo aceptaron tras su muerte. Condenado a vagar eternamente por el mundo, Jack recibió del diablo una brasa para iluminar su camino, que colocó dentro de un nabo hueco.
Así nació el nombre Jack o'lantern, que acabaría reduciéndose a jack-o’-lantern. La historia de Jack no solo servía para explicar fenómenos misteriosos como las luces errantes en los pantanos, sino también como advertencia moral: si llevabas una vida deshonesta, podías terminar atrapado entre mundos.
Esta figura, medio grotesca, medio triste, empezó a tallarse en los hogares irlandeses cada Samhain, convirtiéndose en un símbolo tan común como los disfraces o los fuegos. Lo que hoy nos parece una manualidad decorativa tenía, en su origen, un propósito apotropaico: ahuyentar el mal.
Del nabo a la calabaza: el salto transatlántico
La gran transformación del jack-o’-lantern no llegó hasta el siglo XIX, con las oleadas de inmigrantes irlandeses que llegaron a América. Allí descubrieron que las calabazas, originarias del continente y mucho más grandes y fáciles de tallar que los rígidos nabos, eran perfectas para esta tradición. Así nació la calabaza sonriente que hoy decora millones de hogares en Halloween.
El símbolo se adaptó rápidamente a la cultura popular estadounidense. La literatura también ayudó: Washington Irving inmortalizó la imagen del jinete sin cabeza lanzando una calabaza encendida en su célebre relato La leyenda de Sleepy Hollow, publicado en 1820. El mito de Jack se fusionó con las supersticiones locales, y poco a poco, la linterna tallada pasó de ser una defensa contra lo sobrenatural a convertirse en icono de una fiesta popular.
El cambio fue tan rotundo que pocos recuerdan que, en su origen, la tradición estaba anclada en el miedo más primitivo: el de lo invisible, lo incomprensible, lo que acecha en la noche.

La máscara que sobrevivió al tiempo
Hoy en día, en algunos museos de Irlanda, como el Museo Nacional en el Condado de Mayo (Irlanda), se conservan moldes de estos antiguos “fantasmas vegetales”. Tallados en nabos arrugados y secos, sus expresiones de dolor o furia siguen causando un escalofrío. Ya no se utilizan, pero su presencia nos recuerda que Halloween no nació como una fiesta infantil, sino como un ritual para sobrevivir a la noche más peligrosa del año.
Las tradiciones cambian, se adaptan, se suavizan. Lo que hoy celebramos con disfraces y dulces nació como una noche de fuego y terror. Y aunque las calabazas modernas sonrían desde los porches, no hay que olvidar su oscuro pasado.
Porque en algún rincón de la historia, alguien encendió una vela dentro de un nabo con la esperanza de que esa tenue luz bastara para mantener el mal a raya. Y en cierto modo, lo sigue haciendo.