Durante décadas hemos pensado que la amenaza del plomo es un problema estrictamente moderno: pinturas viejas, tuberías oxidadas, gasolina con aditivos tóxicos... Un veneno silencioso de la era industrial. Pero un reciente estudio internacional liderado por un equipo multidisciplinar de arqueólogos, genetistas y neurocientíficos está a punto de reescribir esa narrativa por completo. Según la investigación, publicada en Science Advances, nuestros ancestros estuvieron expuestos al plomo de forma intermitente desde hace más de dos millones de años.
Y no solo eso: los científicos sospechan que esta exposición pudo haber ejercido presión evolutiva sobre el cerebro humano, favoreciendo a aquellos individuos —y especies— con una mejor tolerancia a esta neurotoxina. Un detalle diminuto en nuestro genoma, una ligera variación en un gen relacionado con el desarrollo cerebral, podría haber sido clave para explicar por qué los Homo sapiens sobrevivimos… y los neandertales no.
Una historia grabada en dientes fósiles
Todo comenzó con el análisis de 51 dientes fósiles de diferentes especies de homínidos y grandes primates extintos, recuperados en yacimientos de África, Asia y Europa. Entre los especímenes analizados se encuentran restos de Australopithecus africanus, Paranthropus robustus, Homo neanderthalensis, Homo sapiens y hasta del colosal Gigantopithecus blacki, un simio gigante que habitó el sur de China hasta hace unos 300.000 años.
Mediante técnicas de ablación láser extremadamente precisas, los investigadores leyeron las capas de los dientes como si fueran los anillos de un árbol. En ellos detectaron múltiples bandas de plomo incrustadas durante las fases de desarrollo dental. Estas bandas revelan exposiciones puntuales, a veces repetidas, a lo largo de la infancia y adolescencia del individuo.
Lejos de ser una casualidad, el plomo apareció en más del 70% de los especímenes analizados. Un hallazgo que descarta la idea de que esta neurotoxina sea solo producto de la civilización moderna. Al parecer, nuestros ancestros ya convivían con este elemento tóxico en ambientes naturales: suelos ricos en minerales, agua subterránea en cuevas, polvo volcánico o plantas contaminadas.

Plomo y evolución cerebral: la clave genética
Pero la gran sorpresa no fue solo la presencia del plomo en fósiles tan antiguos, sino lo que vino después. Para entender cómo esta exposición pudo haber afectado al desarrollo cerebral, el equipo utilizó organoides cerebrales —pequeñas estructuras de tejido neural cultivadas en laboratorio a partir de células madre humanas— con diferentes versiones de un gen llamado NOVA1.
Este gen, que regula aspectos fundamentales del desarrollo cerebral y la conectividad neuronal, es uno de los pocos que distinguen genéticamente al ser humano moderno de los neandertales y los denisovanos. La versión moderna de NOVA1 presenta una única mutación respecto a la variante arcaica, pero sus efectos son profundos.
Cuando los organoides con el gen arcaico fueron expuestos a pequeñas dosis de plomo (similares a las que podrían haberse producido de forma natural en el pasado), comenzaron a mostrar patrones anómalos de desarrollo: deficiente conectividad sináptica, menor proliferación celular y afectación directa de genes relacionados con el lenguaje. En cambio, los organoides con el NOVA1 moderno resistieron mucho mejor la toxicidad del plomo.
Uno de los genes afectados de forma notable fue FOXP2, bien conocido por su papel en la adquisición del lenguaje y las habilidades comunicativas. Aunque este gen es idéntico en neandertales y humanos actuales, la forma en la que se activa y regula parece depender de NOVA1. Y aquí entra la hipótesis central del estudio: la variante moderna de NOVA1 habría permitido a los Homo sapiens resistir mejor los efectos neurológicos del plomo, facilitando así el desarrollo del lenguaje y la cohesión social.

¿Una ventaja evolutiva frente a los neandertales?
La implicación es tan provocadora como fascinante. Si el lenguaje fue una herramienta clave para organizar sociedades complejas, cooperar en grupo y transmitir conocimientos, es posible que esta ventaja genética haya marcado la diferencia en un mundo compartido por distintas especies humanas.
Mientras los neandertales y otras ramas del árbol evolutivo humano sufrían con mayor intensidad los efectos del plomo en el desarrollo cerebral, los Homo sapiens podrían haber disfrutado de una ligera pero significativa ventaja neurológica. Esa ventaja, multiplicada a lo largo de generaciones, podría haber inclinado la balanza de la supervivencia en nuestro favor.
La paradoja es inquietante. Un elemento tóxico, responsable de innumerables enfermedades y trastornos cognitivos en la actualidad, pudo haber sido uno de los motores ocultos de nuestra evolución intelectual. La lucha constante contra el plomo —aunque no consciente, por supuesto— pudo haber empujado al organismo humano a desarrollar defensas moleculares más eficientes, seleccionando favorablemente a aquellos con mayor resistencia a su impacto neurotóxico.
Este descubrimiento no exime al plomo de su peligrosidad. Ni en el pasado ni ahora. Las cifras actuales siguen siendo alarmantes: uno de cada tres niños en el mundo presenta niveles de plomo en sangre por encima del umbral considerado seguro. Pero sí ofrece una nueva perspectiva evolutiva: el ser humano moderno no solo sobrevivió a entornos adversos, sino que, en parte, se forjó a través de ellos.

Un nuevo capítulo en la historia humana
La investigación, liderada por Renaud Joannes-Boyau, Manish Arora y Alysson Muotri, reúne pruebas fósiles, moleculares y celulares para trazar una narrativa integradora que conecta la prehistoria con los retos de salud actuales. Es un ejemplo fascinante de cómo la arqueología, la genética y la neurociencia pueden combinarse para arrojar nueva luz sobre el origen de nuestra especie.
Aunque todavía queda mucho por investigar —como ampliar el número de fósiles o estudiar el impacto de otros contaminantes naturales—, este hallazgo ya está generando debate en la comunidad científica. Algunos expertos lo consideran demasiado especulativo. Otros lo ven como una hipótesis audaz y prometedora, capaz de abrir nuevas líneas de investigación sobre los factores ambientales que moldearon la mente humana.
Sea como fuere, el estudio nos invita a mirar hacia atrás no solo con curiosidad, sino también con humildad. Porque, como demuestra esta historia escrita en dientes fósiles, el camino hacia la inteligencia humana no fue limpio, ni fácil, ni libre de toxinas. Fue una historia de adaptación, de pequeños cambios genéticos... y de supervivencia ante un mundo que no siempre fue amable con nosotros.
El estudio ha sido publicado en Science Advances.