Cuando se piensa en Pompeya, la imagen que nos viene a la cabeza es la de una ciudad congelada en el tiempo, sepultada bajo cenizas volcánicas, con cuerpos petrificados en sus últimos momentos de vida y frescos romanos asombrosamente bien conservados. Pero lo que no esperábamos —y que hasta hace poco parecía improbable— es que esa ciudad condenada fue, en realidad, reocupada y habitada durante siglos después del desastre.
Una reciente investigación publicada por el E-Journal degli Scavi di Pompei, y divulgada por el Parque Arqueológico de Pompeya en una nota de prensa oficial, ha desenterrado nuevos indicios que confirman que supervivientes y forasteros regresaron a vivir entre los escombros, improvisando una existencia precaria entre las estructuras arruinadas. Lejos de la imagen tradicional de Pompeya como una ciudad detenida en el año 79, los arqueólogos hablan ahora de una Pompeya “gris, improvisada, casi como una favela”, que persistió hasta bien entrado el siglo V.
La vida después del apocalipsis
Pompeya tenía unos 20.000 habitantes cuando el Vesubio entró en erupción. Aunque la cifra de víctimas mortales identificadas —alrededor de 1.300— es relativamente baja en comparación con la población estimada, se cree que muchos murieron fuera del núcleo urbano, intentando huir del infierno que se cernía sobre la ciudad. Los que sobrevivieron enfrentaron una realidad devastadora: hogares destruidos, familiares perdidos, economías arruinadas. Muchos huyeron para siempre, pero no todos.
Algunos, sin medios para rehacer sus vidas en otros lugares, regresaron a lo que quedaba de Pompeya. Otros, probablemente forasteros sin hogar ni posesiones, vieron en aquella ciudad sepultada una oportunidad: un lugar donde vivir y quizás recuperar objetos de valor enterrados entre la ceniza.
Los hallazgos más recientes en la llamada Insula Meridionalis, dentro del proyecto de restauración y consolidación llevado a cabo por el Parque Arqueológico, muestran cómo los ocupantes reutilizaron los restos de las viviendas. Las plantas superiores, parcialmente visibles entre los escombros, se convirtieron en espacios habitables. Lo que antes era la planta baja terminó siendo transformado en sótanos o cuevas, donde se instalaron rudimentarios hornos, molinos y hogares.

Un asentamiento al margen del imperio
Los datos arqueológicos apuntan a que no se trataba de una refundación oficial ni de una reconstrucción planeada por Roma, sino más bien de un asentamiento espontáneo, desordenado y marginal. Sin los servicios básicos, sin foros ni templos en funcionamiento, sin cloacas ni mercados, esta nueva Pompeya vivía al margen de las normas urbanísticas romanas. Una comunidad fantasma, nacida de la necesidad y el abandono, donde la vida se abría paso entre la muerte petrificada.
De hecho, se ha documentado que el emperador Tito envió a dos antiguos cónsules a la región con el objetivo de reorganizar las ciudades afectadas, incluida Pompeya. Su misión era no solo redistribuir los bienes de los difuntos sin herederos, sino intentar impulsar la recuperación urbana. Sin embargo, el fracaso fue rotundo. La ciudad no volvió a ser nunca el vibrante núcleo que había sido antes de la erupción. Se convirtió en un asentamiento informal que languideció durante siglos, hasta su abandono definitivo, probablemente coincidiendo con otra erupción en el siglo V, conocida como la erupción de Pollena.

Una historia silenciada durante siglos
Durante décadas, los arqueólogos ignoraron, quizás inconscientemente, estas huellas tenues de la vida posvolcánica. Obsesionados con alcanzar los niveles del año 79, con sus frescos intactos, mosaicos y objetos detenidos en el tiempo, muchos excavadores pasaron por alto —e incluso destruyeron— los rastros más frágiles de la reocupación. Esta “segunda Pompeya” quedó sepultada no por la ceniza, sino por el olvido académico.
Gracias a los nuevos métodos de excavación y a una mayor sensibilidad hacia los testimonios periféricos, hoy podemos reconstruir una historia alternativa: la de quienes se atrevieron a regresar. Las viviendas que se adaptaron, los objetos que se recuperaron, los cuerpos que quizás aún emergían a la superficie mientras los vivos escarbaban en busca de monedas o herramientas.
Pompeya se convierte así en una doble metáfora: no solo del desastre súbito, sino también de la resistencia, de la supervivencia en condiciones extremas, del empeño humano en rearmar una existencia entre ruinas.

De la ciudad romana a la “favela” antigua
La imagen que emerge de estos nuevos estudios es tan inquietante como reveladora. En lugar de calles bulliciosas, templos en uso y baños termales, lo que se ve es una comunidad fragmentada, improvisada, con viviendas adaptadas como se podía. No había una verdadera autoridad, ni planificación. Pompeya pasó de ser una ciudad con derecho latino, comercio floreciente y vida pública activa, a convertirse en una sombra de sí misma, habitada por quienes no tenían otro lugar al que ir.
Incluso la vegetación se había abierto paso entre las piedras, creando un entorno salvaje y propicio para la supervivencia de quienes decidieron quedarse. Algunos buscaban simplemente un refugio; otros, tal vez, la posibilidad de enriquecerse con lo que quedó enterrado.
Hoy, el parque arqueológico recibe millones de visitantes cada año. Muchos de ellos caminan por las calles de basalto con la ilusión de viajar al pasado, al último día de Pompeya. Pero lo que estas nuevas excavaciones nos dicen es que, tras ese “último día”, hubo muchos más. Días difíciles, días inciertos, vividos entre la ceniza y el silencio.