En tiempos de pruebas de paternidad, test genéticos y linajes rastreados hasta el último cromosoma, cuesta imaginar que alguien pudiera ejercer el poder más alto de la Iglesia católica siendo, literalmente, padre. Sin embargo, en los pasillos del Vaticano del Renacimiento, esa contradicción no solo era posible, sino habitual. Varias tiaras papales cubrieron cabezas que también habían engendrado hijos. Algunos lo ocultaron. Otros, sencillamente, lo asumieron.
Hoy, en el Día del ADN, cabe preguntarse: ¿qué secretos revelaría una simple prueba genética aplicada a los pontífices del pasado? ¿Cuántos escándalos familiares, historias enterradas y linajes manipulados saldrían a la luz? Este recorrido por los casos más llamativos de papas que sí fueron padres mezcla historia, biología y algo de ironía para mostrarnos que, antes de ser representantes de Dios, fueron hombres de carne y hueso.
Rodrigo Borgia: el pontífice que crió a sus hijos en el Vaticano
Pocos casos tan notorios como el de Rodrigo Borgia, el papa Alejandro VI (1492–1503). Antes de su elección, ya era padre de al menos cuatro hijos con Vannozza Cattanei: Juan, César, Lucrecia y Jofré. Lo sorprendente no es que los tuviera, sino que jamás intentó ocultarlos.
Alejandro VI convirtió a sus hijos en peones de una estrategia política sin precedentes. César Borgia fue nombrado cardenal y luego general de los ejércitos pontificios. Lucrecia, casada con poderosos nobles italianos, ejerció como embajadora informal de su padre. En plena corte vaticana, los hijos del papa vivían rodeados de lujos y decisiones de Estado. Nunca antes un papa había ostentado tan abiertamente su paternidad.
Hoy, con pruebas de ADN, podríamos certificar con exactitud su descendencia. Pero en realidad, Rodrigo Borgia no necesitaba análisis genéticos: ya lo había declarado él mismo. La historia lo recuerda más por sus intrigas que por sus encíclicas, y su paternidad fue parte inseparable de su pontificado.

Sergio III y Juan XI: ¿el único papa que engendró a otro papa?
Retrocedamos al siglo X, en plena pornocracia romana: un periodo en el que las mujeres de la nobleza dominaban el poder eclesiástico tras las sombras. El papa Sergio III, elegido en el año 904, habría mantenido una relación con la poderosa Marozia, de la familia Teofilacta. Algunos cronistas medievales, como Liutprando de Cremona, sostienen que de esa relación nació Juan XI, quien llegó a ser papa en el año 931.
De ser cierto, Sergio III sería el único papa de la historia cuyo hijo también fue papa. Una historia digna de leyenda, pero muy difícil de confirmar. ¿Podría resolverlo una prueba de ADN? En teoría, sí. Pero en la práctica, los restos de ambos papas no están identificados con certeza, y el Vaticano no permite exhumaciones para estos fines.
Este caso representa uno de los mayores misterios dinásticos del cristianismo. Aunque muchos historiadores lo ponen en duda, la persistencia del rumor durante siglos revela una sospecha colectiva sobre la moral papal en ese periodo. El análisis genético, de estar disponible, podría haber puesto fin a siglos de debate… o reavivado otros.
Inocencio VIII: el epitafio más incómodo de la historia papal
El papa Inocencio VIII (1484–1492) pasó a la historia por un detalle tan escandaloso como irónico: en su tumba se llegó a grabar la inscripción “padre de muchos hijos”. Más tarde fue retirada por resultar ofensiva, pero el mensaje era claro: su paternidad era un hecho conocido y aceptado.
Tuvo al menos dos hijos reconocidos antes de ser ordenado, y les proporcionó beneficios y cargos relevantes. En una época donde el celibato era ya norma, aunque no siempre aplicada con firmeza, su caso evidencia el doble rasero de la Iglesia: la paternidad no era un impedimento real para ejercer el pontificado.
Lo interesante es que Inocencio VIII gobernó en un periodo inmediatamente anterior al Concilio de Trento, que endurecería las normas de disciplina clerical. Su figura simboliza esa etapa en la que la autoridad espiritual aún toleraba abiertamente las contradicciones biográficas de sus líderes.

Pablo III y el nepotismo con sangre
El papa Pablo III (1534–1549), nacido Alessandro Farnese, tuvo cuatro hijos antes de ordenarse sacerdote. Una vez en el poder, utilizó su influencia para construir una auténtica dinastía familiar. Su hijo Pier Luigi fue nombrado duque de Parma y Piacenza, y sus nietos ocuparon altos cargos eclesiásticos.
El fenómeno del nepotismo papal alcanza su cénit con Pablo III. La palabra proviene del latín nepos (“sobrino”), pero en muchos casos —como este— los “sobrinos” eran en realidad hijos ilegítimos. La estructura del poder papal se entrelazaba así con lazos de sangre cuidadosamente disimulados.
Lo fascinante es que, si aplicáramos herramientas genéticas modernas a estos linajes, podríamos reconstruir la genealogía real de muchas familias eclesiásticas. Descubriríamos que el Vaticano no solo era sede del Espíritu Santo, sino también de varias casas nobles disfrazadas de cardenales.
Este caso revela un uso del papado como vehículo de ascenso familiar. Más que paternidad biológica, lo que se transmitía era poder. Pero la biología estaba ahí, latiendo entre bastidores.
La genética, el Vaticano y el silencio
Hoy en día, la relación entre el Vaticano y la genética es delicada. Por un lado, la Pontificia Academia de las Ciencias promueve el diálogo con la biología moderna. Por otro, la Iglesia es extremadamente cauta cuando se trata de aplicar la ciencia a sus propias reliquias o figuras históricas.
Se han autorizado estudios puntuales, como el análisis de los restos de San Pablo o la datación de la Sábana Santa. Pero en general, los restos de papas y santos no se someten a análisis de ADN. Hay un temor fundado a que la ciencia contradiga las narrativas religiosas establecidas.
¿Sería ético aplicar pruebas de paternidad a pontífices del pasado? ¿Qué se gana y qué se pierde con ello? Algunos dirán que no importa: el valor espiritual está por encima de lo biológico. Pero otros recordarán que, en tiempos de transparencia y rendición de cuentas, la historia también tiene derecho a saber.

Santidad y carne: lo que no revela el ADN
Una cosa está clara: el ADN puede detectar parentescos, enfermedades, hasta predisposiciones conductuales. Pero no puede medir la fe, la compasión o la autoridad espiritual. Ser padre biológico no niega necesariamente la santidad, como tampoco la garantiza.
Lo que estos casos muestran es que la figura del papa, idealizada como un ser ajeno a las pasiones humanas, fue durante siglos un hombre con familia, vínculos y ambiciones. El ADN, en lugar de desacralizarlo, lo humaniza. Y tal vez en esa humanidad resida su auténtico valor histórico.