Si preguntásemos en una encuesta cuál ha sido el descubrimiento más importante de la humanidad, muchos dirían el fuego, la rueda o la electricidad, pero quizá no tantos citarían la domesticación de plantas y animales, que produjo la transformación más profunda de nuestra forma de vida y del entorno que nos rodea. Sucedió hace unos 14 000 años en el llamado Creciente Fértil, región que incluye el Levante Mediterráneo –Siria, Líbano, Jordania, Israel y Palestina–, el sureste de Turquía, Irak y el oeste de Irán. Allí sitúan los arqueólogos la llamada revolución neolítica, el momento en que el humano pasó de nómada y cazador-recolector a sedentario y productor.
Tres cereales forman el triunvirato fundacional de la agricultura: el trigo racimal, Triticum turgidum, que echa más de una espiga al final de la caña; la cebada, Hordeum vulgare; y el trigo alonso, Triticun monoccocum, de caña cerrada y espiga ancha, que produce mucho salvado y poca harina. Su domesticación vino acompañada de la de otras especies vegetales como guisantes, lentejas, garbanzos, arveja amarga o el lino, de las que se ha identificado la variedad silvestre original para determinar sus diferencias.
Punto de arranque
Se han señalado varios lugares donde pudo surgir la agricultura: Tell Abu Hureyra y Tell Aswad, en Siria; Karaca Dag, en Turquía; y Netiv Hagdud, Gilgal y Jericó, en el valle del Jordán. Todos ellos poseen una edad de 10 000 a 12 000 años y están ubicados en el oeste del Creciente Fértil, lo que sugiere que la agricultura tuvo un único origen.
Sin embargo, un artículo publicado en Science en 2013 cuestionaba esta idea. Simone Riehl, arqueóloga de la Universidad de Tubinga, en Alemania, que ha excavado en el yacimiento de la aldea agrícola de Chogha Golán, en el oeste de Irán, afirmaba que sus pobladores cultivaron cebada, trigo y lentejas silvestres hace más de 11 500 años, y que las formas domesticadas de trigo aparecieron allí hace 9800 años, casi al tiempo que en el Creciente Fértil occidental. Entre las pruebas halladas del procesamiento de las plantas figuran piedras de moler, manos de mortero y restos de vegetales carbonizados que han permitido la datación del sitio.

Menos tiempo libre
Pero la pregunta clave no es tanto el dónde o el cómo sino el porqué. Tendemos a pensar que pasar de cazadores-recolectores a agricultores fue un cambio a mejor. Sin embargo, los primeros solo debían dedicar de tres a cuatro horas diarias a las labores de subsistencia. Tenían más tiempo libre que los campesinos, que además deberían lidiar con las enfermedades que aparecen por el modo de vida sedentario. Y eso sin mencionar que, cuando llegaban las vacas flacas, el cazador solo tenía que levantar el campamento e ir a otro lugar. Si una mejor calidad de vida no es la causa de la aparición de la agricultura, no queda más remedio que pensar que tuvo que pasar algo que obligara al ser humano a domesticar plantas y animales. Y solo una cosa puede hacer algo así: el clima.
Hace entre 14 000 y 10 000 años se produjo un gran cambio climático que hizo que los amplios territorios abiertos se segmentaran en nichos ecológicamente distintos, donde evolucionaron diferentes especies según la altura o el tipo de vegetación. El clima se hizo más árido y, por tanto, las estaciones más marcadas, lo que contribuyó a la difusión de los cereales silvestres. Estas condiciones ambientales explican por qué zonas como el Creciente Fértil fueron el origen de la agricultura: allí la existencia de montañas, planicies, mesetas y ríos propiciaron gran variedad climática, y eso dispuso diferentes lugares, cercanos entre sí, para experimentar. Por otro lado, los pastos eran comunes en esta región; aún hoy podemos encontrar espigas salvajes de cebada y trigo.
Un calentamiento a tiempo
Hace 15 000 años los efectos de la era glacial se sentían por todo el planeta. El Mediterráneo oriental sufría los vientos anticiclónicos que soplaban desde Escandinavia y Siberia, y en las orillas de sus ríos, sobrevivían bandas de cazadores-recolectores poco numerosas y muy móviles, que se asentaban allí donde encontraban plantas comestibles. Un patrón de vida común a lo largo de la costa oriental del Mediterráneo, el valle del Jordán, la meseta de Anatolia y junto al Tigris y el Éufrates. Las semillas eran abundantes entre abril y junio y los frutos, entre septiembre y noviembre. Mientras tanto, las gacelas prosperaban por todas partes, así como uros, venados y jabalíes. En toda la región, al igual que sucedía en Europa, este clima seco hacía que los vegetales fueran escasos en la dieta humana. La variación de la temperatura terrestre era enorme: si hoy apenas ha cambiado 3 ºC en un siglo, entonces podía hacerlo 7 ºC en una década.
Pero hace 12 000 años la Tierra empezó a calentarse: la última edad del hielo llegaba a su fin. Y lo que es más importante, el clima se empezó a estabilizar, lo que produjo en el Creciente Fértil una explosión de robledales con sus apreciadas bellotas. Los humanos empezaban a tener suerte: después de miles de años, los manantiales proporcionaban agua dulce abundante. Ante tan benignas condiciones, las bandas de cazadores recogieron sus bártulos y empezaron a moverse hacia Oriente, a regiones antes inhóspitas.
Las primeras pruebas de que algo así sucedió las obtuvimos en la década de 1920, cuando la arqueóloga de la Universidad de Cambridge Dorothy Garrod empezó a excavar en el monte Carmelo, la cordillera que hay en Israel sobre el mar Mediterráneo. A esta población la llamó kebariense por la cueva de Kebara, donde encontró rebabas de sus flechas y los raspadores de piedra que usaban para procesar las pieles. Esta cueva, que ha proporcionado restos de homínidos de hace 60 000 años, se hizo famosa en 1982 cuando en ella se halló el que hasta ahora es el esqueleto de neandertal más completo recuperado.
Durante la glaciación, sus habitantes vivían de la caza, como hicieran los cromañones europeos, pero con el calentamiento empezaron a extenderse desde el Levante y el desierto del Negev y el Sinaí hasta el Éufrates y la Anatolia. Con su transportable material de madera, se movían con rapidez y se alimentaban sobre todo de gacelas, hasta que el ascenso de temperatura les permitió añadir frutos secos y semillas a su dieta. Podríamos decir que hacia el 11 000 a. C. se inició lo que hoy llamamos dieta mediterránea.
Huellas de ratones y gorriones
A los descendientes de la cultura de Kebara se los llama natufienses. Casi sedentarios, vivían en cuevas y abrigos todo el año para resguardarse de la lluvia y almacenar sus provisiones vegetales. Entre sus alimentos estrella estaban el pistacho, muy fácil de procesar, y la bellota, muy alimenticia pero que requiere un gran trabajo. Fue en el momento en que las bellotas, abundantes gracias al calentamiento del planeta, desplazaron la carne como fuente principal de alimento cuando la vida de las bandas cambió radicalmente.
Después de miles de años moviéndose, la cosecha de este fruto ató a los natufienses a campamentos de larga duración o aldeas, formadas por cabañas de planta circular con paredes de caña y barro, y algunas con un silo para guardar los alimentos y tenerlos a salvo de roedores e insectos. Por ejemplo, en el sitio de Mallaha, en el valle de Hula (Israel), sus moradores invirtieron tiempo y trabajo en la construcción de terrazas para sus casas en la ladera de la colina, en un asentamiento donde vivieron varias generaciones. ¿Cómo lo sabemos? Gracias al ratón común, que aparece en grandes cantidades en los residuos excavados. Igualmente, se han encontrado ratas y restos de gorriones, que surgen siempre en asentamientos humanos de larga duración.
Esto no quiere decir que los natufienses no se desplazaran: a veces, la gente viajaba a campamentos estacionales –algo así como una segunda vivienda– para cosechar o cazar. En Mallaha también se han encontrado muchos huesos de gacelas, lo que implica que las condiciones climáticas eran favorables para que estos animales se reprodujeran durante todo el año. Pero lo que realmente ataba a los humanos allí eran las bellotas y los pistachos. Si a todo esto sumamos las cosechas de otros frutos secos y la quema sistemática de arbustos y pastos para estimular el crecimiento de las especies vegetales que les interesaban o para atraer animales, tenemos un cuadro bastante ajustado de cómo administraban sus recursos.

Una devastadora sequía
Fue todo un éxito, porque esta práctica pronto se extendió a otros lugares: con un clima más benigno los asentamientos crecieron, prosperaron y se expandieron. Y, como no podía ser de otro modo, la bonanza llevó a la sobreexplotación y al límite de vulnerabilidad. Así ocurrió que una pertinaz sequía en el 11 000 a. C., prolongada durante varias generaciones, acabó con estos tempranos sedentarios. Podemos hacernos una idea bastante ajustada de lo sucedido gracias a las excavaciones que se realizaron en uno de los sitios emblemáticos de la revolución neolítica: Tell Abu Hureyra, en el valle del Éufrates (Siria). Fue una increíble operación de rescate en 1972, porque el Gobierno sirio iba a construir la represa de Tabqa en el Éufrates, que crearía el lago Assad. Lo que se obtuvo en aquellas dos campañas de excavaciones lideradas por el británico Andrew Moore ha dado trabajo a los arqueólogos durante décadas: en 2000 se publicó el informe final. Hoy Tell Abu Hureyra reposa bajo las aguas del Assad.
¿Qué fue lo que se desenterró? La transición más antigua conocida de cazadores-recolectores a agricultores.
Inmejorable localización
Su historia comienza hacia el 11 500 a. C. como una diminuta aldea de casas sencillas y excavadas parcialmente en el suelo, con techos de ramas y carrizos. En el interior se encontraron grandes cantidades de semillas de 150 plantas comestibles diferentes. La elección del asentamiento por sus primeros pobladores demuestra que eran astutos: disponían de la llanura aluvial del Éufrates que, como la del Nilo, es terreno fértil y, no muy lejos de allí, a distancia de un paseo, había un tupido bosque de robles y otros árboles de frutos secos.
Durante la primavera y el verano accedían al trigo y dos variedades de centeno que crecían en las lindes del robledo, y en las primeras semanas del estío tenían a su alcance grandes rebaños de gacelas del desierto –el 80 % del suministro de carne provenía de estos animales–. Sus habitantes no iban de caza; solo salían a los alrededores, elegían un rebaño entero y mataban animales de todas las edades. Como en otros asentamientos, lo que ancló a la población fue el largo tiempo de trabajo que exigía el procesamiento de los alimentos vegetales, realizado por las mujeres.
Desde ese momento se hizo imposible una movilidad como la de antaño. Después del 11 000 a. C., los poblados habían crecido con desmesura y muchas áreas del Creciente Fértil estaban densamente pobladas. Pero, a causa de la ya mencionada y larga sequía a partir de aquel año, se dejó de recolectar bellotas y otros frutos de los árboles, los cereales silvestres desaparecieron hacia 10 600 a. C. e incluso los pistachos se volvieron escasos. La gente se vio obligada a recurrir a alimentos menos apetitosos y que requerían más trabajo para eliminar los componentes tóxicos, como los tréboles y la alfalfa. Con el tiempo, el paisaje se volvió más árido y los bosques retrocedieron. Al final, Tell Abu Hureyra fue abandonada.

Efecto mariposa
¿A qué se debió esta pertinaz sequía? A algo que sucedió muy lejos, en Norteamérica: el lago Agassiz, situado en lo que hoy es la región de los Grandes Lagos, entre Estados Unidos y Canadá, se vació. El agua del deshielo no dejaba de fluir hacia él y comenzó a derramarse en dirección al mar de Labrador. El derrame se convirtió en desborde y formó una cubierta de agua en el Atlántico, que impidió que el agua templada se enfriara y se hundiera. Este hecho funcionó como un interruptor que apagó la circulación atlántica, uno de los principales termorreguladores del clima del planeta. Las temperaturas invernales cayeron, los veranos se hicieron más frescos y durante diez siglos la anterior glaciación revivió, lo que provocó una intensa sequía en todo el sudoeste asiático. Así fue cómo el destino de Tell Abu Hureyra quedó sellado.
Sabemos dónde aparecieron las primeras sociedades agrícolas, ¿pero en qué lugar se empezó a experimentar con el cultivo de cereales? En las montañas de Karaca Dag, un volcán del este de Turquía. Allí vivían humanos que sobrevivían recolectando escanda silvestre, hoy casi extinta salvo en algunas zonas montañosas de Europa. En un peculiar experimento, Jack Harlan, de la Universidad de Illinois, recolectó escanda a mano y demostró que en tres semanas una familia podría recoger tanto grano como para subsistir todo un año. En 1997, el genetista noruego y experto en cereales Manfred Heun, junto con colegas turcos e italianos, identificó once variedades silvestres que podrían ser los antepasados del trigo moderno. Todas ellas crecían junto a la ciudad turca de Diyarbakir, cerca de Karaca Dag.
Selección de semillas
En 2006, investigadores el Instituto Max Planck de Investigación en Cultivos de Colonia (Alemania) descubrieron que el antepasado común silvestre de 68 variedades actuales de cereal aún crece en las colinas de estas montañas. Todos estos hallazgos apuntan a que la domesticación de la escanda sucedió aquí: estamos ante la primera manipulación genética de la historia.
Los pobladores de la zona se dedicaron a seleccionar aquellas variedades que dieran semillas más pesadas y densas y con un raquis –la parte que une la semilla con el tallo– más firme para poder recoger cuando quisieran el grano maduro en lugar de esperar el momento de la cosecha cuando está a punto de caer. Gordon Hillman y Stuart Davis, del University College de Londres, plantaron trigo silvestre para calcular cuánto tiempo hubieran necesitado los primeros agricultores en obtener la variedad doméstica. Encontraron que si este crucial experimento se hubiera hecho en una hectárea lo habrían conseguido en un lustro, pero si lo realizaron a una escala menor, en unos 25 m2 –lo que es más probable pues involucra menos recursos–, la domesticación completa se habría conseguido en unos treinta años. Esto demuestra que la transición a una economía agrícola se hizo en muy pocas generaciones.
La escanda no fue la única especie domesticada con rapidez en Turquía: también lo fueron el garbanzo y el yero, una leguminosa parecida a la algarroba. Mientras, en otros lugares del Creciente Fértil se domesticó la cebada, el farro, el guisante, la lenteja y el lino.
Unas plantas más dóciles
¿Pero de dónde viene nuestro trigo más común, el candeal que se planta por todo el planeta? De la hibridación del Aegilops squarrosa, una gramínea que crece incluso en invierno y que se encuentra cerca del mar Caspio. Así apareció el más valioso de todos los cultivos antiguos.
El porqué de estos cereales y no otros obedece a una razón muy simple: precisan pocos cambios genéticos para transformarse en una planta doméstica. Por supuesto, esto no se consigue por ciencia infusa. Hay que observar el proceso de germinación y crecimiento de una planta, pasando por darse cuenta de lo evidente: las semillas germinan cuando se las entierra o se colocan en suelo húmedo. Una vez constatado este hecho, dispersar las semillas para expandir el cultivo y obtener más grano fue el siguiente paso lógico.
Por otro lado, el cambio en el aprovisionamiento de alimentos obligó al desarrollo y mejora de nuevas herramientas: hoces de piedra con mango de hueso para segar y numerosos tipos de mortero para moler los frutos secos. Y así, de esta forma y casi sin darse cuenta, estos primitivos agricultores acabaron por conseguir lo que nadie ha hecho desde entonces: cambiar la vida de toda la especie humana para siempre.