Roma entendió casi desde el inicio de su existencia que, para conquistar y gestionar los territorios anexionados, tendría que articular un sistema de comunicación eficaz. Nacen de esta manera las vías romanas. Estas tuvieron en un principio una vocación militar, ya que servían para el traslado de las tropas y su avituallamiento.
A medida que los territorios conquistados fueron ampliándose, las vías se utilizaron para el tránsito de personas, mercancías, ideas y documentos. El cursus publicus fue un servicio postal reorganizado por Augusto que estaba destinado al envío de documentos y cartas oficiales. Aunque esta función era exclusiva del aparato de gobierno del Imperio, muchos ciudadanos romanos enviaron cartas a través de esclavos y viajantes aprovechando las vías públicas.

La primera en ser completada hacia el año 312 a.C. fue la Via Appia, que conectaba Roma con Capua. Hoy día podemos deambular aún por su trazado, especialmente bello a medida que nos acercamos a la capital de Italia.
El Imperio romano llegó a tener más de 100.000 km de vías; la repetida expresión “todos los caminos conducen a Roma” no puede ser más acertada. El levantamiento de todos estos caminos fue muy minucioso, lo que explica que todavía en la actualidad se sigan conservando restos de algunas de estas calzadas.
Estas vías contaron con estructuras y sistemas de señales parecidos a los de las carreteras actuales. Las piedras miliarias eran cipos cilíndricos de medidas que podían variar y que indicaban la distancia de las mismas hasta Roma o hasta la ciudad más próxima. En ellas estaba escrito el nombre del emperador que había mandado construir la vía. Aproximadamente cada 15 km había una mutatio, una zona de descanso para los viajeros, en la que además se encontraban herrerías. A cada 30 o 50 km de distancia se instalaba una mansio, que al igual que nuestros hostales de carretera ofrecía alejamiento y comida a los cansados huéspedes y establos para las bestias. Los romanos contaron además con itinerarios y documentos sobre rutas, que de la misma forma que nuestro GPS ayudaron a los viajeros a organizar sus trayectos. Uno de los más conocidos fue el itinerario Antonino, la fuente clásica más importante para el estudio de las vías romanas.
Se comenzó a elaborar durante el reinado de Caracalla (211-217), aunque la copia que conocemos data de la época de Diocleciano (284- 305). En este documento se mencionan 372 vías terrestres, 34 de las cuales transitan por Hispania, y se detallan cuestiones como distancias en millas entre distintos puntos, la localización de mansio y mutatio y zonas donde se hacía el relevo del correo imperial. En la localidad italiana de Bagni di Vicarello se localizaron cuatro vasos de plata, conocidos como Vasos Apolinares, que se conservan en el Museo del Palazzo Massimo alle Terme de Roma. En ellos está grabado el recorrido de Cádiz a Roma con sus correspondientes etapas.
El Arte y la Ingeniería detrás de las Calzadas Romanas
Cuando pensamos en una vía romana, nos suele venir a la cabeza la imagen de la Via Appia, que con sus tumbas a los lados y su perfecto pavimento nos transporta al Imperio romano de una manera sin igual. Sin embargo, aunque las calzadas romanas fueron construidas con esmero, la estructura de estas no tenía por qué terminar pavimentada con grandes losas.

En la construcción de las vías romanas intervenían distintos procesos. El primero de ellos era el desbroce, desmonte, explanado y terraplenado del recorrido de la calzada. Después, se delimitaba su anchura y se procedía a excavar el trayecto hasta llegar a la roca madre, que se allanaba. Sobre ella se disponía una capa de piedras situadas en vertical; es el llamado statumen. Se trataba de la cimentación de la calzada y su función era drenar la vía y evitar que el agua se acumulara en la misma. Sobre el statumen se disponían distintas capas de material, rudus y nucleus, cuyos tamaños disminuían a medida que se acercaban a la superficie de la vía. Cada una de estas capas se apisonaba con grandes elementos de madera para compactar la calzada. Por último, tenían un revestimiento de guijarros y, solo de forma ocasional, este revestimiento podía estar rematado por un pavimento de losas de piedra. En los laterales se disponían piedras verticales que delimitaban la calzada y se formaban cunetas que recogían el agua de la vía.