En el fragor de la historia, donde la intriga y la ambición se entrelazan como llamas devoradoras, nos adentramos en el corazón de la Castilla de los siglos XIV y XV. Un escenario convulsionado, donde la nobleza y la Corona libran una batalla sin tregua por el dominio absoluto. Es en este terreno ardiente que Alberto Calvo nos sumerge, transportándonos a una época de caos e inestabilidad, donde cada paso en falso podía encender una hoguera de consecuencias impredecibles.
Desde las insurrecciones lideradas por los hermanastros de Pedro I hasta la implacable guerra de Sucesión, el reino se ve envuelto en llamas que amenazan con consumirlo por completo. Los Trastámara, una nueva dinastía que emerge tras el asesinato de Pedro I, se alza como una barrera en medio del conflicto, enfrentándose a una nobleza cada vez más sedienta de poder y privilegios. Los intentos de la Corona por contener el ímpetu de la aristocracia solo resultan en tragedia, levantamientos armados y una decadencia creciente del reino.
Sin embargo, en medio de este torbellino político surge una figura singular, una joven infanta llamada Isabel. Casada con Fernando de Aragón, esta valiente mujer se enfrenta a los seguidores de Juana la Beltraneja en la cruenta guerra de Sucesión, logrando afianzar su posición en el trono de Castilla. Así comienza el reinado de los Reyes Católicos, una era marcada por sus reformas audaces y efectivas, capaces de modernizar la justicia, el gobierno y las instituciones. Su poder se expande sin cesar, conquistando Granada y uniendo las coronas de Castilla y Aragón bajo un solo estandarte. El florecimiento de un imperio sin precedentes estaba por gestarse.
Bienvenidos a Castilla en llamas, publicado por editorial Pinolia. Una crónica apasionante y rigurosa que nos sumerge en la lucha despiadada por el poder y en el proceso que culminó en la unión de dos coronas bajo el reinado de los Reyes Católicos. En exclusiva, te invitamos a leer un extracto del primer capítulo de esta obra fascinante, escrita por Alberto Calvo, y a adentrarse en un mundo convulso y extraordinario, donde las llamas de la ambición iluminan un camino hacia la grandeza.
Pedro I y Enrique II: el inicio de las guerras civiles castellanas
Pedro I se convirtió en rey en 1350, momento de la muerte de su padre y antecesor, Alfonso XI, que se encontraba en pleno asedio de Gibraltar. Pedro era hijo de Alfonso y de María de Portugal, hija del rey portugués Alfonso IV. Sus problemas comenzaron desde el mismo instante de su nacimiento, ya que Alfonso XI no tenía ningún cariño por su madre. El rey estaba enamorado de una mujer de la alta nobleza castellana, Leonor de Guzmán. Con ella llegó a tener diez hijos bastardos, de los cuales sobrevivieron cinco. Pero el rey Alfonso no se preocupó nunca en ocultar su relación extramatrimonial. Leonor, de hecho, se convirtió en la principal figura política del reino, por lo que logró colocar a sus hijos en los altos círculos de la nobleza castellana. Pedro pasó su juventud aislado, alejado de la corte y de los focos de poder; sus hermanos, mientras tanto, pasaban al servicio de aristócratas como Garcilaso de la Vega, Alfonso Fernández Coronel y Martín Fernández Portocarrero.
Pedro I: el principio del fin
Pese a la frustración que le provocó esta situación, llevó a cabo una política de concordia y reconciliación una vez llegó al trono. Una parte de la nobleza, sin embargo, trató de levantarse en armas contra el nuevo rey. Los focos revoltosos se aplacaron, no sin dificultad, hacia finales del 1350. Esta situación, aunque hiriente para la figura del rey, no era una novedad en Castilla. Los entresijos del sistema feudal, al que todos debían atenerse, requerían de una relativa sumisión del rey a sus vasallos, pues estos eran los que le proporcionaban gran parte de las lanzas con las que luchaba sus guerras. Aunque el poder lo ostentaba el monarca por gracia divina, lo cierto es que el brazo armado del país lo representaba una aristocracia laica cuyos intereses no siempre no siempre se alineaban con los del rey. Era bastante frecuente en la historia medieval de Castilla, de hecho, que reyes y poderosos tuvieran objetivos enfrentados. Ni siquiera grandes personajes como Fernando III el Santo o Alfonso X el Sabio fueron ajenos a estas vicisitudes. Especialmente preocupante llegó a ser la posición de Fernando IV, que salvó la Corona gracias a la valerosa posición de su madre, María de Molina. Pedro I, a diferencia de los monarcas anteriormente mencionados, tenía tres problemas mayúsculos que afrontar: el poder de sus hermanastros, el peso de un hombre confianza más preocupado por su beneficio que por el del reino y un apoyo cada vez mayor de la nobleza a las intentonas rebeldes a causa del manifiesto descontento con el proceder del rey.
Para intentar superar esta situación Pedro I planteó, en los primeros meses de su reinado, una política de concordia que garantizase la gobernabilidad del reino y calmase las posibles tentativas rebeldes. Tal y como el propio soberano pudo comprobar, los problemas estructurales de Castilla no habían desaparecido, sino que estaban ocultos, esperando a emerger por cualquier fisura que se abriera en la armadura de la concordia.
La primera brecha apareció en el verano de 1350, momento en que el rey enfermó gravemente. Se llegó a temer muy seriamente por su vida, y por aquel entonces no contaba con un sucesor al trono. La nobleza, siempre alerta ante cualquier oportunidad que se le presentara, supo que se avecinaba un momento crítico. Si el rey fallecía sin heredero, tal y como parecía, habría que buscar un sucesor entre una terna de candidatos que no tardaría en salir a la luz. Pocas eran, de todas formas, las candidaturas que podían plantearse como serias. Ser pretendiente al trono requería, en primer lugar, de una capacidad económica y militar de primer orden. También era muy importante contar con el apoyo de una parte importante de la aristocracia, tanto laica como eclesiástica, ya que nadie podía reunir por sí mismo una fuerza militar capaz de imponer y sostener su elección. Así funcionaba el sistema feudal, para bien o para mal. No era menos importante, por supuesto, justificar la candidatura al trono por su ascendencia. No cualquiera podía ser rey de Castilla; debía correrle sangre real por las venas. Con todas estas premisas sobre la mesa, solo dos hombres parecían capaces de erigirse como nuevo rey de Castilla: Fernando, infante de Aragón, y Juan Núñez, de la poderosa casa vizcaína de Lara.
Para desgracia de ambos pretendientes y suerte de Castilla, el rey superó la enfermedad, por lo que los afilados cuchillos, que ambos bandos ceñían sobre los campos de Castilla, se tuvieron que guardar para una mejor ocasión. La guerra civil había estado cerca de estallar, pero se pudo evitar. Una conclusión se podía deducir, aun así, de la convalecencia del rey: todas las caretas que decían confiar en el éxito de la concordia no eran más que eso, caretas. Y es que Castilla estaba en cuadro: el valido del rey, Juan Alfonso de Alburquerque, hombre de su máxima confianza, había mostrado abiertamente su preferencia por el candidato aragonés, de forma que quedó eternamente enemistado con el otro pretendiente, Juan Núñez de Lara. Este, al temer las represalias del rey, huyó de Sevilla hacia sus plazas fuertes de Vizcaya, por lo que las posibilidades de que se lanzase en abierta rebelión crecían por momentos. María de Portugal, reina madre, endureció las condiciones carcelarias de su enemiga y otrora amante de su marido, Leonor de Guzmán. Los hermanastros del rey, bien situados políticamente, permanecían muy alerta de los movimientos de Pedro I para con su madre, encerrada en la localidad andaluza de Carmona. La nobleza, por último, acababa de demostrar que la concordia no iba con ella. Seguía anclada en su característica actitud faccionaria, preparada para alzarse en armas cuando fuese necesario, ya fuese contra el rey o contra cualquier otro bando nobiliario que pusiera en jaque sus privilegios y ambiciones.
Acababa el año 1350 sin derramamiento de sangre, pero con un panorama terrible para Pedro I y para la estabilidad de Castilla. Una pregunta debía repetirse constantemente el monarca en su cabeza: ¿cuándo comenzará a llegar la sangre al río? No sabía la respuesta, pero nosotros sí: pronto.
Primeras tentativas
El propio Pedro I colaboró notablemente en el recrudecimiento de la situación. Convocó cortes en Valladolid para otoño de 1351, pero obvió, de forma voluntaria y premeditada, el principio matemático que dice que la distancia más cercana entre dos puntos es la línea recta. Aprovechando el viaje desde Sevilla a la ciudad castellana, preparó un tour en forma de zigzag por la geografía castellana que, aunque entonces no lo sabía, le traería más problemas que beneficios.
El primer punto en que se detuvo el séquito real, bien acompañado por caballeros de primer orden y Leonor de Guzmán, presa y fuertemente vigilada por María de Portugal, fue Extremadura. Allí visitaron las tierras de la Orden de Santiago, cuyo maestrazgo ostentaba Fadrique, hermanastro del rey. Además de amputarle gran parte de su poder como maestre de la orden, le hizo presenciar la decadente figura de su madre. No debió ser un trámite sencillo para Fadrique, que se debatió entre la espada y la pared, es decir, entre el amor a su madre y el mantenimiento de su cabeza sobre los hombros. Pero esto tan solo era el prefacio de la crónica de una muerte anunciada. María odiaba a Leonor por arrebatarle lo que, consideraba la portuguesa, le pertenecía. Ahora que la felicidad había cambiado de acera, esperaba ansiosa el momento de ejecutar su venganza. El rey, cegado por el rencor a Leonor de Guzmán y a sus hermanastros, permitió que a esta se la llevaran a Talavera de la Reina, donde María encargó el asesinato en prisión de la otrora amante del rey Alfonso XI. La sangre empezaba a circular, y encima era el rey, con su consentimiento cómplice, quien lo provocaba.
El impacto de este asesinato causó un gran revuelo en Castilla. Tal y como señala el historiador Manuel de Soroa y Pineda, el asesinato generó un sentimiento de desconfianza con el proceder del rey por parte de la nobleza, ya que Leonor de Guzmán había sido una mujer muy querida en la corte. Sus hermanastros, como no podía ser de otra manera, quedaron muy afectados por la muerte de su madre y por la humillación a la que se había sometido a Fadrique. No protestaron a viva voz, pues no contaban, por aquel entonces, con fuerzas militares capaces de sostener sus palabras en el campo de batalla. El rey, a todas luces muy mal asesorado, se ganó un gran número de enemigos por ajusticiar a una mujer que, si bien tuvo mucha influencia en tiempos del reinado de Alfonso XI, no contaba, para los años de 1351-1352, ni con una décima parte del poder que había atesorado anteriormente.
No fue mejor, de ninguna manera, el consejo que le dio Juan Alfonso de Alburquerque, ambicioso valido del rey, una vez llegó la comitiva a Burgos. Allí se encontraba Garcilaso de la Vega, adelantado de Castilla y amigo del ya fallecido Juan Núñez de Lara. El valido real, durante la enfermedad de Pedro I, contrajo una fuerte enemistad con Juan Núñez y todos los de su bando nobiliario, entre los que se encontraba Garcilaso de la Vega. Totalmente influenciado por el consejo de su confidente, el rey ordenó la captura y ejecución del caballero. Asesinado a escondidas, posteriormente se arrojó su cuerpo a la calle. La endeble paz que se mantenía en Castilla desde 1350 estaba en jaque por las acciones del propio monarca, que había dejado un reguero de sangre a su paso por Extremadura, Talavera y Burgos. Gran parte de la nobleza, atónita ante lo sucedido, entendió que todos estaban en peligro. El único delito de Garcilaso de la Vega había sido su enemistad con Alburquerque, por lo que el recelo al valido del rey creció notablemente. Mientras él manejara los designios regios, nadie podía estar tranquilo.
La situación alcanzó su punto más crítico en 1352, cuando Pedro I inició una relación amorosa con María de Padilla. Esta cuestión, aparentemente menor en un mundo de diplomacia, guerras y traiciones, se entiende mejor si analizamos los orígenes de la joven. Era hija de Diego García de Padilla, señor de Villagera, y de María de Henestrosa. Eran vasallos, por tanto, de Juan Alfonso de Alburquerque. Para todos aquellos que veían con recelo la enorme influencia que el valido tenía en el rey, que no eran pocos, resultaba insostenible que también tuviera el control de la amante regia. La victoria de Alburquerque parecía casi total, pero cometió el error de no tener en cuenta los daños colaterales que, a buen seguro, surgirían.

Castilla en llamas
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De manera no oficial, en silencio, comenzó el conde de Trastámara (Enrique, el más peligroso de los hermanastros del rey) a movilizar tropas y aunar adeptos en sus dominios asturianos. Bastó una visita de Pedro I con sus fuerzas para que esa llama se apagase, pero Enrique ya advertía de sus intenciones.
Más grave fue la rebelión de los Aguilar, fuertes en Andalucía. Alfonso Fernández Coronel, líder de la casa de un bando nobiliario bastante nutrido, decidió levantarse en armas contra el monarca. Junto a él luchaban personajes como Juan Estébanez de Burgos, Juan Alfonso Carrillo, Pedro Coronel y Juan Fernández Cañedo. Todos tenían algo en común: habían ocupado altos cargos durante el reinado de Alfonso XI y contaban con el favor de Leonor de Guzmán. No fue sencillo para el rey acabar con esta revuelta. Atendiendo a la crónica de López de Ayala y los estudios de Julio Valdeón y Manuel de Soroa, entre otros, el asedio de Aguilar duró unos cuatro meses. La ciudad se tomó en febrero de 1353, por lo que no ha de considerarse una sublevación menor. Nunca sabremos qué podía haber sucedido si la revuelta hubiera tenido apoyo en otros puntos de la geografía castellana, pero sí podemos atrevernos a atisbar que el ejército real habría sufrido mucho para imponerse.