Aquel domingo por la mañana, en el estado de Washington, Estados Unidos, una montaña se desmoronó con una furia que pocos podían imaginar. El monte Santa Helena, antaño una cumbre majestuosa con forma cónica perfecta, explotó con una fuerza equivalente a varias bombas atómicas. Era el 18 de mayo de 1980, y lo que comenzó como una serie de temblores se convirtió en la erupción volcánica más devastadora en la historia reciente del país.
Lo que ocurrió aquel día no solo cambió la geografía del lugar. También transformó para siempre nuestra comprensión de los volcanes, la resiliencia de la naturaleza y la forma en que gestionamos los ecosistemas tras una catástrofe. Cuatro décadas después, Monte Santa Helena sigue siendo un laboratorio natural único, una cicatriz geológica que se ha convertido en un símbolo de destrucción, renacimiento y descubrimiento científico.
Una montaña a punto de estallar
Los primeros indicios de actividad volcánica comenzaron en marzo de 1980, con una serie de pequeños sismos bajo el flanco norte del volcán. Los científicos pronto notaron algo insólito: una protuberancia creciente en esa cara de la montaña. La tierra se inflaba como un globo, empujada desde dentro por magma acumulado. La deformación era tan rápida que la ladera crecía a razón de hasta dos metros por día. Parecía claro que algo grande se avecinaba.
Durante semanas, el volcán escupió vapor y cenizas, manteniendo en vilo a residentes, científicos y medios de comunicación. Muchos fueron evacuados, aunque algunos se negaron a abandonar sus hogares. Entonces, sin una señal clara de advertencia inmediata, a las 8:32 de la mañana del 18 de mayo, un terremoto de magnitud 5,1 provocó el colapso de todo el flanco norte.

El mayor deslizamiento de tierra jamás registrado
Lo que siguió fue una cadena de eventos de una velocidad y magnitud descomunal. El derrumbe del flanco liberó súbitamente la presión del magma acumulado, como si se destapara una botella de champán hirviente. La explosión lateral resultante fue tan violenta que arrasó todo a su paso en un radio de decenas de kilómetros. Los árboles fueron arrancados de raíz, las colinas quedaron calvas, y el paisaje se convirtió en un páramo gris y humeante.
El deslizamiento de tierra desplazó más de 3.3 mil millones de metros cúbicos de roca, hielo y tierra. El lago Spirit, ubicado al pie del monte, fue elevado casi 200 metros debido a la avalancha de escombros. En cuestión de segundos, la cumbre perdió más de 400 metros de altura. La erupción formó un enorme cráter en forma de herradura abierto hacia el norte, visible aún hoy.

La nube que dio la vuelta al mundo
En menos de 15 minutos, una nube de ceniza alcanzó los 24 kilómetros de altura, bloqueando el sol y oscureciendo el cielo como si fuera de noche, incluso a cientos de kilómetros de distancia. Spokane, situada a 400 kilómetros al noreste, quedó a oscuras. La nube de ceniza se esparció por todo Estados Unidos en cuestión de días y dio la vuelta al planeta en solo dos semanas.
La erupción acabó con la vida de 57 personas y causó más de 1.000 millones de dólares en daños. Las víctimas murieron por asfixia, quemaduras o impactos. Muchos estaban a kilómetros de distancia del volcán, convencidos de que se encontraban en una zona segura. No lo estaban. La onda expansiva alcanzó velocidades de hasta 480 km/h.
Uno de ellos fue Harry R. Truman, de 83 años, propietario del albergue Spirit Lake Lodge. Vivía al pie del volcán y rechazó todas las advertencias. Se convirtió en un símbolo mediático de resistencia. Pero cuando la ladera norte del volcán se desmoronó y desató el mayor deslizamiento de tierra jamás registrado, no hubo escapatoria para él. Spirit Lake desapareció bajo cientos de metros de escombros, y con él, la vida de Truman.
Otra víctima fue David A. Johnston, un joven vulcanólogo de 30 años del Servicio Geológico de EE.UU. Desde un observatorio improvisado en la ladera del monte, monitoreaba la actividad del volcán en tiempo real. Fue el primero en lanzar la alerta la mañana del 18 de mayo. Sus últimas palabras, enviadas por radio segundos antes de ser alcanzado por la nube ardiente, fueron: “Vancouver, Vancouver, esto es todo”. Su cuerpo jamás fue encontrado. Hoy, un observatorio lleva su nombre en honor a su labor científica.

Una lección ecológica inesperada
Lo que parecía un escenario apocalíptico se convirtió, sin embargo, en una oportunidad científica sin precedentes. En los días siguientes a la catástrofe, los investigadores que sobrevolaban la zona no esperaban encontrar signos de vida. Pero en cuanto descendieron al suelo, la sorpresa fue mayúscula. Entre las cenizas comenzaron a aparecer brotes verdes. Algunas plantas habían sobrevivido. Insectos, pequeños mamíferos como los tuzas y hasta algunos anfibios seguían vivos. La vida no se había extinguido; solo se había replegado, esperando su momento.
Desde entonces, el área se convirtió en un gigantesco laboratorio natural. Se creó el Monumento Nacional Volcánico Mount St. Helens, donde los científicos pudieron observar cómo se regeneran los ecosistemas sin intervención humana. Y los resultados desafiaron muchas ideas preconcebidas. Las zonas donde no se hizo limpieza ni reforestación artificial mostraron una mayor biodiversidad. La "suciedad" natural, con troncos caídos, restos orgánicos y ceniza, se reveló como un caldo de cultivo ideal para nuevas formas de vida.
La regeneración del paisaje no estuvo exenta de conflictos. Empresas madereras, agencias gubernamentales y científicos chocaron sobre el enfoque más adecuado. Mientras algunos querían reforestar con especies comerciales para recuperar las pérdidas, otros abogaban por dejar actuar a la naturaleza. Al final, se optó por una mezcla: intervención en algunas áreas y protección estricta en otras.
A lo largo de los años, el monumento se ha convertido también en un destino turístico. Más de un millón de personas lo visitan cada año. La zona ofrece senderos, centros de interpretación y miradores donde puede observarse el avance lento pero implacable del nuevo bosque. Sin embargo, no todos están satisfechos. Algunos residentes locales consideran que se han puesto demasiadas trabas al desarrollo y la recreación, mientras que los científicos insisten en que apenas estamos viendo los primeros capítulos de una historia ecológica que durará siglos.

Más que una erupción
El monte Santa Helena no solo cambió el paisaje. Reconfiguró la forma en que los científicos entienden las erupciones volcánicas, la gestión del territorio tras una catástrofe y la capacidad de los ecosistemas para sanar por sí solos. Hoy, con el cambio climático acelerando los desastres naturales, las lecciones extraídas de esta erupción son más relevantes que nunca. Nos recuerdan que la destrucción puede dar paso a la renovación, que la ciencia necesita tiempo para observar y comprender, y que la naturaleza, cuando se le permite, puede sorprendernos.
La montaña que explotó hace 45 años sigue rugiendo, aunque en silencio. No con lava, sino con vida.