Durante décadas, la medicina y la antropología han señalado con el dedo al estilo de vida moderno como el principal culpable del deterioro de los huesos con la edad. Se ha asumido que el sedentarismo, la vida urbana y la falta de ejercicio son responsables de que, a partir de cierta edad, los huesos humanos se vuelvan más frágiles, débiles y propensos a fracturas. Sin embargo, un reciente y ambicioso estudio arqueológico de más de 1.800 esqueletos antiguos europeos acaba de cuestionar seriamente esa creencia.
La investigación, publicada en Science Advances y liderada por Vladimír Sládek y un equipo internacional de antropólogos, ha analizado huesos de humanos que vivieron durante los últimos 9.000 años en Europa, desde los inicios de la agricultura hasta la era industrial. Los resultados son, cuanto menos, reveladores. Y es que el envejecimiento estructural de los huesos no parece depender tanto del estilo de vida, sino de procesos biológicos profundamente arraigados en nuestra evolución.
Un estudio sin precedentes: 1.881 esqueletos y 9.000 años de historia
El equipo examinó huesos largos —húmeros, fémures y tibias— de casi dos mil individuos adultos procedentes de yacimientos arqueológicos en todo el continente europeo. Los investigadores no solo estudiaron las formas y medidas externas, sino que midieron en detalle la estructura interna de los huesos, centrándose en las secciones transversales del eje (diáfisis) y evaluando su resistencia mecánica.
Lo que buscaban era entender cómo envejecían estos huesos. Si perdían densidad, si cambiaba su forma, si disminuía su capacidad para soportar peso o resistir golpes. Y, sobre todo, si existía una diferencia entre las poblaciones más activas físicamente (como los agricultores y pastores del Neolítico) y las más sedentarias (como los habitantes de ciudades preindustriales).
Los resultados fueron sorprendentes. Pese a los cambios drásticos en la actividad física, la estructura ósea envejecía de manera muy similar a lo largo de los milenios. Ni el paso del arado a la fábrica, ni de la caza al comercio, modificaron sustancialmente cómo perdíamos fuerza ósea con la edad.

¿Por qué los huesos intentan adaptarse… pero fallan?
Uno de los hallazgos más intrigantes del estudio es que el cuerpo humano trata de compensar la pérdida de masa ósea con la edad mediante un proceso conocido como aposición subperióstica. Es decir, intenta aumentar el diámetro del hueso hacia fuera, generando más tejido óseo en la capa externa. Esto, en teoría, debería contrarrestar la expansión de la cavidad interna del hueso (el área medular), que tiende a crecer con los años debido a la reabsorción ósea desde el interior.
Pero hay un problema: ese crecimiento hacia fuera no es suficiente. El estudio encontró que, en la mayoría de los casos, los huesos no logran mantener su resistencia a medida que envejecen. El desequilibrio entre lo que se pierde dentro y lo que se gana fuera significa que la estructura global del hueso se debilita.
Y aquí entra otro factor clave. El momento en el que se alcanza la máxima fortaleza ósea. Esta ventana crítica ocurre durante el crecimiento postnatal, especialmente en la adolescencia. Si durante esa etapa el hueso alcanza una estructura robusta y un tamaño total óptimo, tiene más posibilidades de envejecer de forma saludable. Pero si ese crecimiento es limitado, los efectos del envejecimiento serán más pronunciados.
Diferencias que atraviesan los siglos
Otro aspecto fascinante del estudio es la diferencia entre sexos. Las mujeres, especialmente en sus húmeros y tibias, mostraron un mayor deterioro de la resistencia ósea con la edad en comparación con los hombres. Curiosamente, el fémur —el hueso más fuerte del cuerpo— mantuvo su resistencia mucho mejor, tanto en hombres como en mujeres.
Esto sugiere que no todos los huesos envejecen de la misma manera. Los huesos de las extremidades superiores, como el húmero, son más vulnerables al paso del tiempo, lo que podría tener implicaciones para nuestra comprensión actual de enfermedades como la osteoporosis, que tienden a afectar con mayor frecuencia a mujeres y con un patrón de deterioro desigual en distintas partes del cuerpo.
Además, las mujeres de épocas antiguas ya presentaban huesos menos robustos que los hombres desde la juventud. Esto significa que partían con una “ventaja estructural” menor, lo que podría explicar su mayor vulnerabilidad al envejecimiento óseo.

¿Y el estilo de vida? La gran sorpresa de los huesos antiguos
Tal vez el punto más sorprendente de toda la investigación es que las diferencias en el estilo de vida —desde el Neolítico hasta la Edad Moderna— no parecen haber tenido un impacto significativo en cómo envejecían los huesos.
Se esperaría que las poblaciones más activas físicamente, como las del Neolítico o la Edad del Bronce, mantuvieran huesos más fuertes durante más tiempo. Pero no fue así. Incluso en sociedades con alto nivel de actividad física, los huesos envejecían con una pérdida de resistencia similar a la observada en épocas más recientes. Esto pone en cuestión la narrativa contemporánea que culpa exclusivamente al sedentarismo moderno del deterioro óseo en la vejez.
En otras palabras, nuestros huesos han estado lidiando con el envejecimiento desde siempre. Y aunque la actividad física puede ayudar a mantener la masa ósea, no es un escudo infalible contra los efectos del paso del tiempo.
Repercusiones para la medicina y la historia de la salud humana
El estudio, además de aportar datos inéditos sobre la salud ósea en el pasado, tiene importantes implicaciones para la medicina actual. Entender que la pérdida de resistencia ósea no es un fenómeno exclusivamente moderno, sino una característica intrínseca de nuestra biología, podría ayudar a enfocar mejor las estrategias de prevención de enfermedades como la osteoporosis.
También refuerza la importancia de la etapa de crecimiento, especialmente en la infancia y la adolescencia, como el momento clave para construir huesos fuertes que puedan resistir el desgaste del tiempo.
Desde una perspectiva histórica, el trabajo del equipo liderado por Sládek es un ejemplo de cómo la bioarqueología puede ofrecernos no solo una ventana al pasado, sino también una herramienta para comprender mejor los desafíos de salud en el presente.
La fragilidad ósea, parece, ha sido una compañera constante de la humanidad a lo largo de su historia. No importa si caminábamos detrás de un arado o pasamos el día sentados frente a una pantalla: nuestros huesos siempre han tenido que luchar contra el mismo enemigo silencioso. Y conocer cómo lo hicieron nuestros antepasados podría ser la clave para protegernos en el futuro.