El punto más remoto o distancia hasta la que es capaz de enfocar el ojo humano está en el infinito, lugar donde en teoría llegaría nuestra vista. De hecho vemos las estrellas que están a millones de años luz de distancia. Pero pongamos los pies en el suelo y miremos de frente. En el supuesto de un campo visual sin accidentes que impidan la visión, la curvatura de la Tierra limita la distancia sobre el horizonte que podemos alcanzar visualmente. Y este límite tiene cifra. Esta distancia es de unos 40 kilómetros. Y la culpa es de una propiedad muy simple de la luz en la que no nos paramos a pensar: la luz viaja en línea recta.
A veces, no obstante, es posible ver objetos situados detrás del horizonte. ¿Magia? No. El motivo no es otro que la refracción de la luz, fenómeno que ocurre cuando la luz atraviesa capas de aire a distinta temperatura y, por tanto, a diferente densidad. Esto ocasiona que, por ejemplo, en el instante de la puesta de sol en el que lo vemos como una gran bola roja, el astro se halla realmente por debajo del horizonte. Es bastante inquietante pensar eso en los últimos momentos de la puesta de sol: nuestro astro rey ya no está ahí cuando lo estamos viendo tragado por el horizonte.
