Egipto tiene algo que te atrapa. Sus paisajes, su cultura, su historia, y monumentos y las historias que las dunas del desierto susurran en los oídos del viajero. Los museos del mundo entero están llenos de piezas y restos arqueológicos provenientes de Egipto y no es para menos, ya que pocos serán los que nieguen el interés y la fascinación que esta civilización genera allá por donde pasa.
En el aspecto cultural y religioso, los egipcios eran politeistas y presentaban un panteón de lo más variado en el que existían unos dioses principales comunes y numerosas deidades menores cuya adoración e importancia cambiaba según en la zona en la que nos encontráramos. Sus dioses presentaban un rasgo distintivo respecto a otras religiones importantes de la Antigüedad como la griega, y es que eran animales antropomórficos, híbridos entre humano y bestia que en general poseían cuerpo de persona y la cabeza del animal que los representaba. Estos dioses estaban directamente relacionados con las características de los animales a los que se parecían y con algunos fenómenos naturales con los que los egipcios les vinculaban y rezaban para pedir ayuda. Así, por ejemplo. Horus era el dios de los cielos porque tenía cabeza de halcón; Anubis tenía cabeza de chacal y era el guardián de la necrópolis; Osiris era el dios de la vegetación y tenía la piel verde y Bastet era la protectora del hogar porque tenía cabeza de gato.
La religión egipcia fue practicada en un amplio territorio a lo largo del Nilo durante más de 3000 años, desde el llamado periodo predinástico, hasta la prohibición de todas sus prácticas por Justiniano I en el año 535. Pero lo que tal vez jamás se imaginó Justiniano fue que, tantos siglos después, seguiríamos hablando de esos mismos dioses que intentó borrar de la historia.
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