Un arma biológica o bacteriológica puede definirse como todo ser vivo, virus o cualquier producto tóxico que sea empleado con el fin de provocar la muerte o lesiones en seres humanos, animales o plantas. También se suman a este grupo los insectos y demás animales empleados con este propósito.
A lo largo de la Historia han sido muchas las veces que hemos utilizado microorganismos de forma empírica o voluntaria como armas biológicas, si bien es cierto, que solo ha sido a partir del siglo XIX cuando se ha descubierto su potencial efecto destructivo.
En cualquier caso, no fue hasta el siglo XVII cuando el comerciante holandés Antoine van Leeuwenhoek descubrió por vez primera un microorganismo, y tendrían que pasar otros dos siglos más para que el francés Louis Pasteur sentara las bases de la microbiología.
Los primeros fueron los dioses
Para conocer lo que podría ser el primer antecedente de una guerra biológica tenemos que viajar hasta Mesopotamia. Uno de sus mitos nos cuenta que el señor de la tierra –Enki- engulló cierto número de plantas sagradas con la finalidad de adquirir un conocimiento exhaustivo de sus propiedades. Cuando Ninhursag, la señora de la montaña, se enteró de lo sucedido le maldijo.
Enki, intoxicado, enfermó y se colocó en la antesala de la muerte. Al final, Ninhursag, apenada, le terminó perdonando y sanándole de cada dolencia utilizando plantas medicinales. Por cada planta que usó surgió una divinidad. A partir de ese momento el conocimiento sagrado de las plantas y, por ende, de sus venenos pertenece a los dominios de Enki.
Y es que las primeras menciones sobre el empleo de sustancias nocivas en la guerra se encuentran en la esfera de la mitología. Los mesopotámicos no fueron los únicos, también los griegos recurrirán a ellas en sus alegorías. Sabemos que, por ejemplo, invocaban al dios Apolo para que provocase enfermedades en forma de plaga entre las huestes enemigas. Por eso no debe sorprendernos que la Ilíada homérica comience su relato con el dios tensando su arco contra los aqueos y que, aunque al principio su objetivo fuesen perros y mulos, sus flechas acabasen aniquilando a buena parte del ejército.
El mítico Heracles fue el primero en recurrir al veneno de serpiente para manipular sus flechas cuando destruyó a la Hidra y el legendario Ulises inauguró el uso de toxinas vegetales con esta finalidad. Sabemos que para ello tuvo que recurrir a Efira, y que fue esta hija de Océano la que le proporcionó las sustancias ponzoñosas, probablemente acónito, eléboro negro o belladona.
El uso de animales como armas biológicas
Los hititas fue un poderoso pueblo que desarrolló una civilización en la península de Anatolia (Turquía) antes del 1700 a. C. Disponemos de algunas tablillas hititas datadas en torno al 1.500 a. C que nos narran la conducción de animales hacia territorio enemigo con el fin de generar enfermedades. Una operación que se acompañaba de la siguiente oración: “que el país que los acepte se quede también con esta terrible plaga”. La intención, como podemos ver, es inequívoca.

Tiempo después, hacia el 1325 a. C., en la ciudad fenicia de Symra, en la actual frontera entre Siria y Líbano, se emplearon ovejas infectadas con la bacteria responsable de la tularemia (Francisella tularensis) con el mismo propósito. Dejaron estos mamíferos fuera de la ciudad para que los ingenuos habitantes las introdujeran en su interior y se alimentasen de ellas. La tularemia se transmitió vertiginosamente entre los habitantes provocando un elevado número de muertos, permitiendo la invasión por parte de los asaltantes.
En la antigüedad también se emplearon como armas biológicas insectos provistos de aguijones, ya que las picaduras de avispas y abejas causaban enorme confusión y, además, amilanaban a los animales. Sabemos que la táctica de lanzar colmenas y enjambres provocaron el abandono de ciudades enteras en más de una ocasión, como sucedió en Fasélide (Anatolia) y Rauco (Creta).
Flechas ponzoñosas
En el siglo VI a. C, durante el asedio de Cirra, se emplearon raíces de eléboro (Helleborus niger) o col de mofeta, un potente purgante, para contaminar las aguas del río Pleistrus. De alguna forma este tipo de armas contradecía el ideal griego de una guerra justa, respetuosa y sujeta a unos principios éticos aprobados por la sociedad.

Por esa época los asirios emponzoñaron pozos enemigos con ergotamina, una sustancia muy tóxica derivada del cornezuelo del centeno y más tarde -hacia el 184 a. C.- el general cartaginés Aníbal ordenó lanzar vasijas que contenían serpientes venenosas a los barcos enemigos, una operación que causó un terrible caos y que determinó la victoria del lado cartaginés.
El médico romano Dioscórides, que vivió en el siglo I de nuestra Era, fue el primero en señalar la relación entre las palabras tóxico, de toxicon, veneno, y flecha, toxon, si bien matizó que eran únicamente los bárbaros los que recurrían a lanzar proyectiles envenenados.
Entre las plantas más empleadas en la antigüedad para contaminar las flechas destacan el eléboro (capaz de matar un caballo en pocas horas), el acónito, que provocaba dolor abdominal intenso y la muerte, el tejo (capaz de provocar la muerte con tan solo tocarlo), la belladona (que provocaba sus efectos tóxicos durante mucho tiempo), el rododendro, el beleño y la cicuta.