Renacimiento: religión y moral

El Renacimiento, una era de profunda transformación cultural y espiritual, presentó un fascinante entrelazado entre la religión y la moral. En este periodo, la reforma religiosa y el humanismo renovaron no solo el arte y la ciencia, sino también las percepciones éticas y espirituales.
La Inquisición española: autos de fe contra los protestantes

La Edad Media europea no murió precisamente de un ataque al corazón, sino tras una lenta y dolorosa agonía secular. Como fechas concretas para su defunción se han propuesto dos: 1453, por la toma de Constantinopla, y 1492, por el descubrimiento de América. Pero la enfermedad que la consumió había comenzado más de un siglo antes con la picadura de una pulga a un estibador del puerto de Mesina. 

La pulga venía en un barco que regresaba de Oriente y traía con ella la mayor de las plagas naturales que Europa había conocido hasta entonces: la peste negra, que se llevó por delante a la mitad de la población del continente y que, aliada con otras causas como la carestía de la vida y las hambrunas, terminó produciendo a la larga el fin de una época.

La Iglesia, que no podía curar la peste con agua bendita, la explicaba como un castigo divino a la humanidad pecadora, y se adjudicó el papel de intermediaria entre los humanos y la cólera divina. Las dimensiones económicas y sociales que había alcanzado la institución eran colosales, y el poder efectivo del papado superaba al de reyes y emperadores. 

Pero las tensiones políticas en su seno, que habían conducido 70 años antes al traslado a Francia de la sede papal, estallaron al año siguiente de su regreso a Roma dando lugar al llamado Gran Cisma de Occidente, que se prolongó otros 40 años y durante el que llegó a haber tres papas simultáneamente. Toda esa agitación había producido interminables reflexiones y controversias teológicas y morales, chispazos de lo que empezaba a ser un cambio en las conciencias. 

La fe ciega medieval empezó a secarse y resquebrajarse como una máscara de barro, y a través de sus fisuras aparecieron los primeros rasgos de algo que hasta entonces había ocupado un segundo lugar: el humanismo, la reflexión del ser humano sobre sí mismo, algo que hasta entonces había quedado desplazado por la noción medieval de Dios, que ocupaba casi todo el pensamiento hasta el punto de que en su nombre hallaron justificación la guerra, la tortura y las masacres. 

No fue sino hasta mediados del siglo XV cuando la indagación teológica vio acercarse por su espalda a la investigación humanista y cuando apareció en el horizonte una pequeña luz de razonada discrepancia hacia la entrega absoluta que había impuesto el fanatismo medieval.

El monje agustino criticó duramente la corrupción y opulencia de la Iglesia Católica y acabó provocando la Reforma Protestante y numerosas guerras de religión.

Ideas nuevas y atrevidas

La estrella que emitió esa luz era un ciudadano de Rotterdam llamado Desiderius Erasmus, que se haría célebre bajo su segundo nombre. Erasmo de Rotterdam fue una figura benéfica y liberadora de las tinieblas medievales, un crítico hacia ciertos aspectos escandalosos de la Iglesia y, a su modo, un utopista que propuso establecer una nueva identidad europea más allá de las patrias y los Estados. 

Además era un polemista formidable que no daba fácilmente su brazo a torcer: su lema era nulli concedo, o sea, “no cedo ante nadie”. Proponía ideas nuevas y atrevidas que sonaban peligrosas en los oídos de sus contemporáneos –como que el mundo entero es nuestra patria común– y las daba a conocer por todo el continente usando el correo con las personalidades más importantes –llegó a tener 600 corresponsales– y la magnífica invención de la imprenta, toda una aliada para la transmisión de ideas. 

Erasmo fue acusado más tarde de ser la gallina que había puesto el huevo de la Reforma protestante. Desde luego, sus críticas a los desórdenes y excesos dentro de la Iglesia fueron importantes por su justeza y su sinceridad, pero no había descubierto nada nuevo. Eso mismo pensaban muchos cristianos centroeuropeos, y con motivo. La conducta desvergonzada y cínica de numerosos párrocos, prelados y cardenales estaba a la vista de todos. 

El propio Erasmo fue hijo de un sacerdote. Mientras imponían una moral estricta a sus fieles, los clérigos, por el contrario, vivían en concubinato y se hacían ricos con los tributos, las bulas y las gabelas del cargo.

El asunto de las indulgencias era uno de los más escandalosos: el favor divino se podía comprar, de manera que uno podía convertirse en un ladrón y aspirar a ir al cielo si adquiría suficientes indulgencias con lo robado. Se vendían a buen precio toda clase de reliquias, algunas de ellas tan pintorescas como una pluma del ala del arcángel Gabriel o una brizna de paja del pesebre de Belén. 

Parece ser que Federico, elector de Sajonia, guardaba en sus relicarios más de 15.000 piezas de ese género, cuyo balance completo le garantizaba un ahorro de unos 150.000 años de estancia en el Purgatorio. Pero se simplifica al considerar que la causa principal de la fractura que partió en dos a la cristiandad europea fue la reacción contra estos excesos y fraudes. La Reforma protestante tuvo causas más profundas. 

Pescadores de almas, de 1614, se representa en la orilla izquierda a los luteranos, serenos y estoicos, mientras que a la derecha están los católicos, desgarbados y vanidosos. Foto: Album

Hay quien la entiende como un primer efecto del desdén ancestral de los pueblos norteños europeos hacia los sureños, que presuponen más débiles, lúbricos y hedonistas. La Reforma se basó parcialmente en ese sentimiento de menosprecio hacia los sureños vagos, viles y egoístas que habían convertido a la Iglesia en una mezcla de mercado y burdel.

Otra consecuencia de ese desdén fue ahondar todavía más en la pureza de sus valores, lo que se entendió como un proceso de purificación de los errores católicos que dio paso a la secta calvinista puritana. Eso no hubiera tenido éxito en el sur, donde no le veían la gracia al rigorismo y a la negación sistemática de los placeres: se podía disfrutar de las cosas buenas de la vida y, a la vez, ganar el cielo. 

La Reforma protestante produjo sangre y tortura, pero desde su punto de vista todo aquello fue necesario para liberarse de la tiranía de Roma. Sin embargo, no es cosa menor que ese propósito encubriese la voluntad del soberano de turno de disponer de un clero “nacional”, mucho más moldeable y transigente que el que obedecía las órdenes de Roma. El soberano inglés Enrique VIII deseaba divorciarse de su primera esposa para casarse con su amante, pero el papa se negaba. 

El rey no soportaba que sus deseos personales –y, por tanto, su poder absoluto– fueran entorpecidos por una autoridad extranjera que vivía a mil millas de Londres, así que en 1534 se convirtió en cabeza de la Iglesia de Inglaterra; o sea, en su propio papa. Luego, se casó cuatro veces más e hizo decapitar a dos de sus esposas, ejerciendo lo que podríamos llamar una violencia de género oficial. Y eso que antes, en el año 1521, había escrito una refutación de Lutero que fue acogida en Roma con profundo alborozo.

Del castigo de la disidencia a la contrarreforma

Ardieron herejes en los dos bandos. Un caso histórico fue el de Miguel Servet, nacido en Villanueva de Sigena, Huesca, por cuyo término discurre el meridiano de Greenwich. Servet era un intelectual inquieto, médico y teólogo, que se hacía demasiadas preguntas sobre el dogma católico y, encima, se atrevía a publicarlas. Servet descubrió y describió por primera vez la circulación pulmonar. Su peligrosa heterodoxia discutía el misterio trinitario y hasta se atrevía a poner en duda la naturaleza divina de Cristo. 

Buscó apoyo para sus doctrinas entre los disidentes protestantes y se carteó largamente con Calvino. Huyendo de la persecución católica, que lo había quemado en efigie, se refugió en Ginebra, pero fue descubierto y condenado a muerte por un tribunal del que formó parte como experto teólogo el propio Calvino. Lo quemaron vivo el 27 de octubre de 1553. Tratando de contener el desgarrón entre católicos y protestantes, que se hacía mayor de año en año, Roma organizó el Concilio de Trento, clave y base de lo que se llamaría Contrarreforma. 

El científico y teólogo Miguel Servet (en la ilustración, quemado en la hoguera) fue repudiado tanto por los católicos. Foto: Prisma

Tardó 18 años en clausurarse (1563) y por sus salas pasaron sucesivamente un total de cinco papas. Lo que la Iglesia católica persiguió –y consiguió– en Trento fue dotarse de una rigidez dogmática, de una armadura que la blindase contra nuevas heterodoxias como las que habían producido el protestantismo. De manera que se volvió a instaurar el instrumento de la Inquisición y se reforzó ampliamente, admitiéndose la denuncia anónima del posible hereje. 

Las torturas practicadas para obtener las declaraciones se refinaron todavía más y entró en vigor el famoso Índice de libros prohibidos, una censura ejercida a discreción por la Iglesia para retirar de la circulación sin explicaciones los textos de cualquier género que desaprobara.

Las guerras del dogma

Las consecuencias inmediatas de Trento no fueron muy prometedoras. Apenas concluido el Concilio, estallaron en Francia las sucesivas guerras religiosas (siete) entre católicos y protestantes calvinistas, llamados puritanos en Inglaterra y hugonotes en Francia. Estos sanguinarios conflictos, en los que se asesinaba sin miramientos por y para sostener ciertas diferencias de dogma y conducta, duraron 35 años y se llevaron por delante a tres millones de franceses de ambas obediencias. 

La situación era distinta en cada reino cristiano, y además mudaba con los tiempos y con los papas. En España no se conocieron las guerras de religión entre cristianos, pero las tropas españolas salieron a luchar por el continente tras el emperador Carlos. El tiempo y las mudanzas hicieron que los mismos tercios que habían saqueado Roma en 1527 derrotaran veinte años más tarde a los príncipes protestantes alemanes en Mühlberg.

Donde se vivieron las situaciones más complicadas fue en Italia. En aquellos siglos, la península itálica estaba fragmentada en una compleja malla de ducados, señoríos, repúblicas, principados y reinos, polarizados cada uno por un gran centro urbano (Génova, Venecia, Milán, Florencia, Nápoles, etc.) y, por lo general, discreta o abiertamente dominados por potencias extranjeras. 

La presencia francesa se imponía en el norte y la española en el sur, quedando en el medio los Estados Pontificios, con Roma como capital. La excepción fue la rica y comercial Venecia, una autodenominada república, pero de hecho una oligarquía hereditaria, que permaneció independiente hasta la llegada de Napoleón a fines del XVIII. 

La finalidad del Concilio de Trento fue combatir la Reforma protestante y reforzar la disciplina de la Iglesia católica. Foto: ALBUM

En estas condiciones, la primera mitad del siglo XVI hizo de Italia la tierra de los perpetuos conflictos. Las batallas francoespañolas de ese tiempo, como las de Pavía y Marignano, se desarrollaron en Italia y estaban enfocadas por ambos bandos a conseguir más territorios en aquella península. 

Fue la época de los condotieros, cínicos mercenarios sin escrúpulos que las ciudades- Estado alquilaban durante un tiempo a un precio elevadísimo. Al principio eran mayoritariamente extranjeros, pero terminaron siendo casi exclusivamente italianos.

Papas de familia

En el interior de los Estados, quienes mandaban eran las grandes familias oligárquicas predominantes en cada zona. Eran ellas quienes ponían en la silla a los papas; a veces, mediando sumas enormes. Pero también había oportunidades para los forasteros: la familia aragonesa de los Borgia, natural de Borja, encontró el camino para que uno de sus miembros, Alfonso, fuera elegido papa como Calixto III a la provecta edad de 78 años. 

El viejo Calixto tenía prisa por llenar sus arcas y comenzó exigiendo tributos nuevos a los reyes cristianos. Alfonso V de Aragón, que había acusado al papa aragonés de incestuoso con su hermana y sus hijos, se puso en marcha hacia Roma, pero murió en Génova, envenenado por orden del propio papa según los rumores de entonces. Años después, los Borgia, que siempre hablaron valenciano entre ellos, consiguieron hacer pontífice a otro miembro de la familia, Rodrigo, quien escogió el nombre de Alejandro VI. 

Los cronistas menos condescendientes con la Iglesia afirman que su amante, Vannozza Cattanei, era hija suya de un matrimonio anterior, pero lo seguro es que tuvo cinco hijos con ella, entre los cuales se encontraban César y Lucrecia, dos de las figuras más oscuras de aquellos tempestuosos tiempos. César Borgia apenas vivió 31 años, pero los empleó a fondo. A instancias de su padre, fue obispo a los 15 años, arzobispo a los 17 y cardenal con tan solo 18 años.

Entre la realidad y el mito

Su hermana Lucrecia, que no llegó a cumplir los 40, también vivió exageradamente, pero es posible que no tanto como se ha especulado. La tendencia historiográfica actual tiende a negar muchas de las barbaridades que tradicionalmente se le achacan, entre ellas docenas de envenenamientos con el célebre y temible “vino de los Borgia”, que llevaba unas sospechosas partículas blancas en suspensión. 

La masacre de San Bartolomé fue el asesinato en masa de hugonotes (protestantes franceses calvinistas). Foto: ASC

Es posible que Lucrecia cometiera incesto con César y hasta con su padre, pero conviene deslindar los hechos históricos de los sombríos caracteres con los que la retrataron Victor Hugo y Alejandro Dumas. Desde luego, no fue una inocente, pero tuvo que vivir en un mundo que hoy nos costaría concebir. Si los Borgia tuvieron dos papas, los Médici de Florencia tuvieron tres, además de contar con dos reinas en la familia. Maquiavelo los tachó de “raza de usureros”. 

Disponían de diez filiales de su banco repartidas por toda Europa. El fundador de la dinastía, Cosme de Médici, casado con la española Leonor de Toledo, enseñó a sus descendientes el camino a seguir: “Usad el dinero para obtener el poder y el poder para obtener más dinero”. 

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