Constantinopla cayó en manos turcas en 1453, con lo que desaparecía el último enclave cristiano del viejo Imperio bizantino. Años antes, casi todos los Balcanes y Grecia habían caído también en su poder y, a partir de entonces, prosiguieron aún más su avance imparable, que los llevó en 1526 a someter al reino de Hungría.
Desde ese momento, el Imperio otomano fue una amenaza que llegó a las puertas de Viena en varias ocasiones y que exigió de Austria y de sus aliados un enorme esfuerzo militar para defender las fronteras orientales, manteniéndose así la región en permanente estado de guerra durante más de dos siglos. No solo fueron un valladar intraspasable para los austríacos hacia los Balcanes, sino también hacia el mar Negro para Rusia, que a su vez debió hacer frente a las continuas incursiones de los tártaros.

Al mismo tiempo, los turcos dominaban por completo el Mediterráneo oriental y, gracias a sus bases en el norte de África, habían llevado hasta las costas de España, Francia e Italia asaltos y actividades piratas que entorpecían el comercio. Estos ataques se mantuvieron durante más de doscientos años: los turcos se convirtieron en el principal enemigo de la cristiandad, desde el Mediterráneo y el este de Europa.
En Europa occidental tampoco había paz. Castilla estaba sumida en guerras civiles por la sucesión al trono, que no concluyeron hasta 1479, cuando venció Isabel I. Lo mismo sucedía en el vecino reino de Aragón, donde la guerra entre el rey y los nobles se superpuso a rebeliones campesinas contra los abusos nobiliarios motivadas por las malas cosechas y la excesiva presión fiscal, que no concluyeron hasta 1486, bajo el reinado del rey Fernando.
Por otra parte, en Francia, en 1453, había acabado la Guerra de los Cien Años, dejando al país devastado y a los ingleses únicamente con la posesión de Calais en la costa continental. Justo dos años después estallaba en Inglaterra la Guerra de las Dos Rosas, una cruenta contienda civil que enfrentó a facciones de la nobleza por el trono y que, igualmente, se entrelazaba con conflictos sociales.
Treinta años más tarde, en 1485, aparecería la Casa Tudor. Asimismo, en el centro y norte de Italia, las ciudades-Estado estaban en un clima de guerra permanente: Florencia, Milán, Venecia, Génova, Parma, Siena, etc., competían por imponer su hegemonía.
A finales del siglo XV, Aragón y Castilla se unieron dinásticamente con el enlace entre Fernando e Isabel, lo que dio lugar a España como ente político. Francia, liberada casi por completo de la presencia inglesa, también se consolidó como reino, y lo mismo ocurrió en Inglaterra, ya con paz social. Aparecían de esta manera las tres mayores monarquías absolutas de Europa occidental que, tras su estabilización interior, pronto entrarían en pugna por el control del resto de Europa y de las nuevas rutas comerciales y colonias que se iban a descubrir.

Francia estaba rodeada por completo por las posesiones de Carlos V (Borgoña, las provincias de Flandes –Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo y territorios adyacentes–, España, Nápoles, el Franco Condado...), lo que generó un profundo malestar en el rey galo Francisco I y llevó a un permanente estado de guerra entre ambos monarcas.
Los Habsburgo contra Francia
Las primeras contiendas fueron por el control de Nápoles, aún bajo el reinado de Fernando el Católico y Luis XII de Francia, a principios del siglo XVI, y se saldaron con la expulsión de los franceses del sur de Italia. Las ganas de revancha galas se manifestaron en la guerra que en 1512 se desató cuando España se anexionó el reino de Navarra: Francia apoyó a los navarros, lo mismo que en 1516 y en 1521.
En total fueron cuatro guerras las que enfrentaron a ambas coronas: aparte de los Pirineos, tuvieron como escenarios el norte de Italia y de Francia, en la competencia por territorios fronterizos de Milán, Borgoña, etc., que, en general, quedaron en manos de Carlos V. El choque más destacado fue la batalla de Pavía, en 1525, donde cayó preso el mismo rey francés, que fue llevado cautivo a Madrid.
El saqueo o Saco de Roma de 1527, a cargo de las fuerzas imperiales y debido a la alianza del papado con Francia, fue también otro hecho significado de las guerras contra Francisco I en Italia, en las que las distintas ciudades optaban por uno de los bandos en función de las promesas que les hacían Francia y España para atraerlas a su órbita.

Felipe II heredó el clima bélico con Francia y se volvieron a repetir guerras en los mismos escenarios, que duraron prácticamente todo su reinado. San Quintín, en el norte de Francia, fue la batalla más célebre, en 1557; el fruto de la victoria de España fue la consolidación de su hegemonía ante Francia durante el resto del siglo. El Monasterio de El Escorial se levantó en conmemoración de ese triunfo.
Años después, en 1571, una alianza naval de España con las ciudades italianas y el papa frenó una vez más la amenaza turca en la batalla de Lepanto. El cénit del poder de Felipe II llegó en 1580 con la incorporación de Portugal y sus colonias. La costosísima y belicista política exterior que España acometió en este siglo y el siguiente solo fue posible gracias a las riquezas llegadas de América. Sin embargo, los recursos nunca fueron suficientes y el resultado acabó siendo un país arruinado económica y demográficamente.
La fe, excusa para la guerra
El siglo XVI fue también el de las guerras de religión. En 1492 España había expulsado a judíos y a musulmanes, consiguiendo oficialmente la homogeneización religiosa. La gran crisis vendría con la Reforma protestante, que fue aprovechada por numerosos príncipes alemanes y centroeuropeos para expropiar los bienes de la Iglesia y dejar de pagar los diezmos. Carlos V, que basaba su concepción del Imperio en la unidad religiosa y en la ortodoxia como base para frenar a los turcos, vio en ello un problema mucho más grave que la amenaza francesa u otomana.

En un primer momento intentó negociar con los protestantes, pero ante su negativa a someterse a las tesis de Roma recurrió a una guerra que, durante décadas, asoló Alemania. El emperador y sus aliados vencieron militarmente –la batalla de Mühlberg (1547) fue el hito más destacado–, pero la división persistió, alimentada por Francia en sus ansias de debilitar a Carlos V, y al final este no tuvo otra opción que aceptar la irremediable libertad de culto entre sus súbditos alemanes, en la Paz de Augsburgo de 1555. Este fracaso lo llevó a abdicar y dejar la corona de España y las posesiones europeas a su hijo Felipe y el trono imperial a su hermano Fernando.
Rebelión y fracaso en Flandes
Con Felipe II estalló la rebelión de las provincias de Flandes en 1568. Aunque los motivos de fondo eran políticos y económicos, la chispa que la encendió fue la extensión del protestantismo, sobre todo en las provincias del norte (actuales Países Bajos). Estuvo liderada por Guillermo de Orange, por lo que inmediatamente adquirió el carácter de una guerra de religión en toda regla.
Felipe II trató a las provincias flamencas con enorme dureza y envió al duque de Alba para que ejerciera una desmesurada represión, que se volvió en contra de España. La causa de los rebeldes cobró prestigio y fueron apoyados por los príncipes alemanes, Francia y también Inglaterra, fuese por simpatía religiosa o por simple deseo de debilitar a España. Esto llevó a la Corona a una guerra interminable, cruel y muy costosa, que no concluyó hasta 1648 con el reconocimiento oficial de la independencia de las regiones rebeldes.

La matanza de San Bartolomé
También Francia sufrió en sus carnes terribles guerras religiosas en el siglo XVI, lo que provocó una auténtica parálisis política y favoreció su debilidad ante España.
Se extendieron desde 1562 hasta 1598, enfrentando a la nobleza católica contra la protestante, mientras que los débiles reyes trataban de hacer equilibrios entre ambas facciones para conservar el trono, por lo que también fue una pugna por ver quién se hacía con la corona. España, Inglaterra y los distintos príncipes alemanes participaron favoreciendo a católicos o protestantes a cambio de concesiones territoriales o de apoyos a sus respectivas políticas.
El episodio más famoso y brutal de esta contienda civil fue la Matanza de San Bartolomé, acontecida en París en la noche del 23 al 24 de agosto de 1572. En esa jornada fueron asesinados cerca de 3.000 hugonotes (nombre que recibían los protestantes en Francia) por las turbas alentadas y dirigidas por la reina madre, Catalina de Médici. Días después, la masacre se extendió por el resto del país (se calcula el total de muertos en unos 15.000).
Sin embargo, a diferencia de Alemania, la solución no llegó con un edicto de libertad religiosa. Para lograr la paz, al tiempo que el trono, Enrique IV tuvo que renunciar al protestantismo (“París bien vale una misa”, se dice que adujo) y proclamó en el Edicto de Nantes la hegemonía del catolicismo, aunque garantizando la libertad religiosa de los hugonotes, pero solo en ciertos lugares y a cambio del pago de elevados impuestos.
En el siguiente siglo, Luis XIV acabaría incluso con esta tolerancia y proclamaría la fe católica como la única de Francia, lo que acabó llevando al exilio a unos 200.000 hugonotes.

Estas pugnas religiosas tuvieron su continuación en la Guerra de los Treinta Años, ya en el siglo XVII, la primera contienda que alcanzó cotas mundiales, dejando arrasada buena parte de la Europa central. En total fueron casi doscientos años de intolerancia en los que católicos y protestantes se persiguieron con saña por toda Europa.
Isabel I y Felipe II: anglicanismo y catolicismo
A lo largo del reinado de Felipe II, la relación con Inglaterra fue empeorando. Empezó idílicamente con su matrimonio con la católica María Tudor, hija de Enrique VIII, pero a su muerte subió al trono su hermana Isabel I, quien abrazó la causa protestante. Al poco comenzó a apoyar a los rebeldes flamencos no solo por cuestiones religiosas, sino para socavar el poder español.
Los galeones que traían riquezas de América eran un botín muy apetecible, lo mismo que los asentamientos que España había comenzado a fundar en América, por lo que la reina permitió que sus naves los asaltasen. El establecimiento de bases comerciales inglesas en el Caribe permitió un mayor número de ataques. La situación dio un nuevo salto cuando María Estuardo, la reina católica de Escocia, fue ejecutada por Isabel, lo que coincidió con un mayor apoyo de Inglaterra a los rebeldes flamencos y una intensificación de la piratería.

Ello supuso que en 1585 se declarase la guerra entre ambas naciones y que Felipe II planificase el desembarco de una importante fuerza en la desembocadura del Támesis para derrocar a Isabel I y restaurar el catolicismo; de paso, ahogaría financieramente a los rebeldes flamencos y podría vencerlos definitivamente.
Ese era el objeto de la Armada Invencible, que zarpó de Lisboa a finales de la primavera de 1588. Debía llegar al Flandes español y allí embarcar a los tercios de Alejandro Farnesio, mando supremo de las fuerzas españolas en Flandes, y cruzar el Canal de la Mancha.
Pero la falta de coordinación entre el almirante (el duque de Medina-Sidonia) y Farnesio, el acoso de los buques ingleses, mucho más maniobrables y adaptados a las aguas de aquellos mares y con bases de abastecimiento muy próximas, y, sobre todo, las importantes tormentas desbarataron la operación.
Dos armadas enfrentadas
Menos de la mitad de los 130 buques lograron regresar a España tras un tortuoso periplo por las costas de Escocia e Irlanda: un absoluto desastre que el rey atribuyó a designios divinos. Aún fue peor el fracaso de la contraarmada inglesa, que pretendió al año siguiente desembarcar en A Coruña y luego en Lisboa. A partir de ese momento los choques se produjeron siempre en alta mar, con resultados alternos y nunca decisivos que supusieron un duro quebranto de los recursos de ambas naciones y la muerte de los dos mejores marinos ingleses: Francis Drake y John Hawkins.
Sus fuerzas aún lograron un éxito importante cuando, en 1596, lograron penetrar en la bahía de Cádiz y destruir parte de la flota española. Después, hubo nuevos intentos de escuadras hispanas de alcanzar las costas del sur de Inglaterra e Irlanda, pero una vez más las inclemencias meteorológicas y la insuficiencia de medios impidieron el éxito. Por fin, en 1604, y ya bajo el reinado de Felipe III en España y Jacobo I en Inglaterra, se pudo firmar la paz entre dos Estados agotados por tan larga e infructuosa contienda.