Si atendemos a más de un historiador europeo, el Renacimiento no pasó por España. Hasta Ortega y Gasset era de esa opinión. Pero no hay que hacerles demasiado caso: la lista de pruebas en contra es interminable. Basta con darse una vuelta por la Casa Pilatos, el palacio sevillano adscrito al ducado de Medinaceli. Allí descubriremos una colección de bustos griegos y romanos, formada durante el siglo XVI, a la altura de las de los Médici, los Farnese o el papa Julio II. Su creador, Per Afán de Ribera, I Duque de Alcalá, fue virrey de Nápoles en tiempos de Felipe II. En esa época funcionaba esta ecuación: España era la gran potencia europea; Italia marcaba las tendencias. Así, lo normal era que se contratara a artistas de ese país para cualquier obra de mínima importancia. Ocurrió, con especial intensidad, durante la construcción del Monasterio de El Escorial, el edificio que mostraría al mundo el fervor religioso del referido monarca. Y tomando la dirección contraria, arquitectos, pintores y escultores españoles cruzaban el Mediterráneo para aprender junto a los grandes maestros italianos.
En el cinquecento se inicia el trasvase cultural, político, religioso, militar y científico; un siglo después, en el XVII, no hizo más que fructificar. Pero tampoco se puede negar que el Renacimiento en España tuvo sus particularidades. Porque, en definitiva, se adaptó a un contexto muy diferente al italiano. Al irrumpir el fervor por lo clásico, en Génova, Florencia y Venecia los mercaderes alcanzan la máxima consideración, mientras que los reinos hispanos están fuertemente militarizados, pendiente como estaba aún la conquista de Granada. Y cuando los burgueses quisieron hacerse valer, lo que ocurrió durante el levantamiento de las Comunidades y las Germanías, al comienzo del reinado de Carlos V, fueron reprimidos sin conmiseración. Además, la religión se tomaba bastante más en serio que en Roma. Así, los elementos paganos –héroes, dioses, vestales– apenas se dejaron ver y gran parte de la escultura, sobre todo la tallada en madera, es una exaltación de la fe, de fuerte dramatismo, frente a la serenidad de las piezas italianas. Pero hasta aquí se produjo un viaje de ida y vuelta.

Escultura al límite
El máximo exponente de esta corriente expresiva, Alonso de Berruguete, estaba en Roma cuando Miguel Ángel comienza a tensionar la figura humana hasta el límite, un estilo bautizado como manierismo que el español trasladará a sus santos y cristos.
En un primer momento es la corona de Aragón la que sirve de puente, dado que su política exterior estaba centrada en convertirse en la primera potencia del Mediterráneo. Las conquistas de los ducados de Atenas y Neopatria y, después, de los reinos de Nápoles y Sicilia la pone en contacto directo con las fuentes helenísticas y latinas. Además, tiene estrechas relaciones con la corte papal de Aviñón, que sirve de crisol, durante el siglo XIV, de las nuevas tendencias humanísticas, que a continuación pasan a Castilla. Pura lógica geográfica. Mientras, otro centro cultural comienza a despuntar más al norte: Brujas, en los Países Bajos. Y en virtud del intenso comercio de la lana a través de los puertos del Cantábrico, el predicamento de los artistas flamencos es muy intenso en la meseta, dejándose notar después en los reinos de Levante.
A principios del siglo XV, abundan las traducciones al catalán de autores clásicos como Aristóteles, Cicerón o Séneca, así como de los tres grandes escritores renacentistas: Boccaccio, Petrarca y Dante; la del Decamerón, en 1429, es la primera completa hecha fuera de Italia. Y gracias a la estabilidad y prosperidad de Valencia, tiene lugar en esta ciudad su particular Siglo de Oro. Los poemas de Ausiàs March adquieren un tono personal, sincero y depurado frente al preciosismo de la poesía trovadoresca, mientras que Joanet Martorell aborda en Tirante el Blanco el amor sensual, y se recrea en detalles cotidianos que las demás novelas de caballerías soslayaban.

Llegan las novedades
Entre 1417 y 1420, Julián Florentino esculpe en el trascoro de la catedral de Valencia doce relieves con escenas de la Pasión de Cristo que pueden considerarse, según el historiador del arte Fernando Checa, la primera obra del Renacimiento en España, al regirse la figura humana por las leyes de la proporción. Por otro lado, la nobleza empieza a hacer sus propios encargos. Se trata de genealogías que se remontan a los fundadores míticos de sus casas o son de carácter religioso. Es el caso de la fastuosa capilla del Condestable de la catedral de Burgos, encargada por don Pedro Fernández de Velasco para dejar constancia de su grandeza en vida. Surge de un deseo de supervivencia (o de un temor al más allá) antes solapado, del que se hace eco en las Coplas a la muerte de su padre otro prohombre, Jorge Manrique. La década en que las escribe, 1470, es la de la introducción de la imprenta, hecho que impulsa de forma definitiva, junto al auge de los colegios universitarios, la secularización de la cultura. También es la del comienzo del reinado de los Reyes Católicos, que marca el inicio de la época más esplendorosa de España. Durará hasta el final del siglo XVI, abarcando también a Carlos V y a Felipe II, y su lenguaje será el importado de Italia. Hasta puede decirse que fue en la misma bota donde nace nuestro país: en la embajada permanente que Isabel y Fernando establecen en el Vaticano, la palabra España se usa por primera vez de forma oficial.
Las artes por fin florecen
Este matrimonio unifica el territorio y lo expande en todas las direcciones, gracias en parte a una hábil política de casamientos. Para que no haya discrepancias con su proceder –tampoco por parte de la nobleza, de habitual tan levantisca–, echa mano de la Inquisición, único organismo con potestad en todos sus reinos. Y en busca de un nexo cultural que sirva de pegamento identitario, expulsa a los judíos y obliga a convertirse a los moriscos de Granada tras su conquista en 1492; además, tanta tolerancia no estaba bien vista en Europa. Menos conocida es su incipiente política sanitaria. Tomando de modelo el Hospital de Milán, fomentan la construcción de los de Santiago, la Santa Cruz (Toledo) y Granada. El objetivo es doble: acabar con la mendicidad y ofrecer una imagen fastuosa del poder, pues son un alarde de derroche decorativo. La utilidad del mecenazgo comienza a quedar clara.

El descubrimiento de América acaba por desatar la euforia. A Sevilla, ciudad en la que deben rendir viaje las flotas de las Indias, llegan comerciantes de todo el continente y las estatuas en mármol de Carrara se venden como si las regalaran. Con mucha gracia, la profesora de historia del arte Ana María Arias de Cossío señala que combinaban muy bien con los azulejos de los edificios hispalenses. Pero también se invierte en los estudios de geografía y astronomía. Juan de la Cosa, que fue maestre de la nao Santa María, dibuja en 1500 el primer mapa de la costa americana y, más adelante, Alonso de Santa Cruz, a sueldo de la Casa de la Contratación, consigue trazar paralelos en una proyección esférica.
Al cobijo de reyes, cardenales y duques, las artes florecen. El naturalismo flamenco tiene al inicio mayor peso que las enseñanzas de los pintores italianos, pero acabará por ser al revés. Al principio son unas ruinas romanas al fondo, luego un sfumato, una lograda perspectiva o la agrupación de los personajes emulando a Rafael, con todas las facilidades que daba la introducción de la técnica del óleo. Este recorrido se puede apreciar con nitidez en la obra de un solo artista, Pedro de Campaña, que nace en Bruselas y, al llegar a Andalucía, plasma lo aprendido durante su paso por Italia en dos soberbios cuadros, El Descendimiento y Purificación en el Templo.
El plateresco
La arquitectura se contagia de este ambiente de optimismo, y en Salamanca, más que en ningún otro sitio. Entre finales del siglo XV y principios del siguiente predomina el gótico, pero con una admisión cada vez mayor de elementos renacentistas, sobre todo en las fachadas, que se decoran con suntuosidad. Es el nacimiento del estilo plateresco, en alusión al rebuscado trabajo de los plateros, un triunfo de lo adjetivo que tiene un éxito similar en Francia y Alemania. Así, el frontispicio de la Universidad se recarga de grutescos y símbolos heráldicos, mientras que en la Casa de las Conchas estas se ponen con posterioridad a su erección; el hijo del dueño pensó que, al ser una moda italiana, podían quedar muy cool. Ocurre también que muchos edificios tardan en levantarse y van recogiendo estilos sobre la marcha, como sucede en la Catedral Nueva de la ciudad.
En las aulas salmantinas, Antonio de Nebrija defiende desde su cátedra el papel de la lengua como puerta de entrada al conocimiento y en el año decisivo para la historia de España, 1492, publica la Gramática de la lengua castellana, el primer intento en el Renacimiento de fijar la estructura de una lengua vernácula. Además, propondrá que el castellano sea para la triunfante monarquía española lo que el latín para el Imperio romano.
La Escuela de Salamanca
Por otra parte, comienzan a producirse cambios de paradigma. El principio de auctoritas comienza a resquebrajarse. Lo que diga el maestro, bien sea un filósofo griego o un santo medieval, no sirve ya para explicarlo todo; hay que darle un nuevo giro a la forma de pensar y en eso Nebrija no esta solo: el agua del Tormes parece despertar conciencias. Francisco de Vitoria y otros compañeros de facultad –Domingo de Soto, Melchor Cano, Bartolomé de las Casas...– crean la llamada Escuela de Salamanca, que es un intento de conciliar la teología con los problemas actuales de la sociedad. Sus aportaciones a la teoría del derecho y hasta de la economía son decisivas. Estos teólogos y juristas llegan a la conclusión de que si los hombres comparten la misma naturaleza, también deben tener los mismos derechos, como el de igualdad y libertad, con lo que reconocen la dignidad de los indios americanos. También distinguen la jurisdicción papal (sobrenatural) de la del rey (natural y civil), y ponen en cuestión la legitimidad, sin una causa justa, de cualquier guerra. Sostienen teorías tan revolucionarias como la justificación del cobro de intereses o considerar que en los países con muchos metales los precios de los bienes se disparan. Es el origen de la teoría cuantitativa del dinero y se le ocurrió a Martín de Azpilicueta, de cuyos logros sabremos en época contemporánea por un economista alemán, Joseph A. Schumpeter.

Educado entre estos pensadores, el judío converso Fernando de Rojas escribe algo bien distinto: La Celestina, una obra dialogada de amores y acción con un eminente poso de pesadumbre. En un lenguaje muy rico, que admite usos populares y cultismos, compone una comedia cargada de cinismo, en contraposición con la lírica medieval, idealizada. Su final con moraleja le libró por los pelos de ser condenado por la Inquisición. En el campo de las letras, otro que da el salto al Renacimiento es el toledano Garcilaso de la Vega, un impetuoso militar muerto en 1536 en el asedio a un castillo en Francia. A su paso por la corte de Nápoles descubre el soneto italiano, que adapta al castellano en unos versos llenos de emoción: hay tristeza, pasión amorosa, deseo de perderse, contención, gravedad... y todo en una métrica muy depurada, de gran musicalidad. En España será imitado durante años, hasta que el Barroco se decida por una mayor pomposidad.
Garcilaso de la Vega servirá en la guardia regia de Carlos V, el nuevo César según la propaganda renacentista. El retrato ecuestre en Mühlberg que Tiziano pinta del nieto de los Reyes Católicos y el emperador Maximiliano de Austria nos da una imagen victoriosa del mismo que lo equipara a los héroes clásicos.
Humanismo cristiano
Difícil apostar por ello al comienzo de su gobierno. Con 17 años llega a Castilla sin saber el idioma y su lucha por el título de emperador –que le puede valer para explicar semejante acumulación de patrimonio– solo le granjea enemistades, al considerarse una cuestión ajena a los intereses españoles. Pero en tres años supera todos los obstáculos: consigue el ansiado cetro y, dentro de nuestras fronteras, su alianza con los nobles latifundistas le ayuda a acabar con sus rivales. Es la consolidación definitiva de la monarquía en España. Lo que no acabará de establecer Carlos V es su anhelada República Cristiana de carácter supranacional. El inspirador de este proyecto político es el gran filósofo del humanismo cristiano: su paisano Erasmo de Rotterdam, quien predica el establecimiento, mediante el diálogo, de una paz universal como preludio necesario para la tan esperada renovación espiritual de la cristiandad. En España, sus teorías son muy seguidas entre las élites, hasta el punto de que a Alfonso Valdés, secretario del Emperador, se le llamó “más erasmista que Erasmo”. Publicará dos obras de gran altura literaria: Diálogo de las cosas ocurridas en Roma, en la que defiende el proceder de su señor durante el saqueo de la ciudad santa, y Diálogo de Mercurio y Carón, donde aboga por un cristianismo más íntimo. Sin embargo, a partir de la década de 1530 el rígido ambiente religioso acaba por arrollar el sensible erasmismo.
Arquitectura depurada
A Carlos V, los dolores de cabeza y gota que le producen las guerras de religión le harán apoyarse cada vez más en la piel de toro, con la consiguiente simpatía que eso generará, amén de que el carácter universal de la institución imperial será una estupenda coartada para justificar el dominio de América. En paralelo, las ciencias y las artes progresan. Los postulados del libro Las medidas del romano, publicado en 1529 por Diego Sagredo, acaban por imponer en arquitectura un estilo clásico mucho más depurado y exquisito, que marca la entrada en una nueva era. Lo secundan Alonso de Covarrubias en el Hospital Tavera y el Alcázar de Toledo; Andrés de Vandelvira en la Capilla del Salvador en Úbeda (Jaén) y la catedral de Jaén; Diego de Riaño en el Ayuntamiento de Sevilla; Diego de Siloé en la catedral de Granada y Pedro Machuca en el Palacio de Carlos V de Granada.

Avances en medicina
En esta área cabe resaltar los hallazgos del flamenco Andrés Vesalio, quien llega a ser médico del emperador. A partir de sus disecciones de cuerpos humanos (le acusaron de “barbero”), hace una descripción de los huesos, los músculos y las venas sin parangón. Su trabajo lo recopilará en la obra ilustrada De humani corporis fabrica (1543), cuya influencia en España es inmediata: entre 1549 y 1560 se crean cátedras de anatomía en Valencia, Valladolid, Salamanca y Alcalá de Henares. Discípulos destacados son Luis Collado y Juan Valverde de Amusco, que publicará en Roma Historia de la composición del cuerpo humano en 1556. Diez años antes, Miguel Servet explica por primera vez la circulación pulmonar de la sangre. Sin embargo, su combatividad teológica le condujo al ostracismo y, finalmente, a que Calvino lo ejecutara en Ginebra.
Tiempos convulsos
Guerras, plagas de peste, bancarrotas... Eran tiempos difíciles. Quien más sufre es el pueblo llano, cuyo lamento recoge el Lazarillo de Tormes. Sátira despiadada de la época, fue rápidamente censurada, ya que critica con especial inquina los vicios del clero. Su estilo preciso y sencillo, la coherente evolución del protagonista y su carácter de obra cerrada (acaba donde empieza) la convierten en la primera novela moderna escrita en castellano. Su éxito fue inmediato. Lo compartió con las crónicas fantásticas de la conquista americana y los textos de los grandes místicos españoles: fray Luis de León, san Juan de la Cruz y santa Teresa de Jesús. Ninfas y pastores ceden ante el empuje de una poesía íntima y moral.
Esta es la España que recibe Felipe II, el Rey Prudente, que se siente más cómodo interpretando la figura del asceta que la del héroe. De alguna manera, aglutina el sentir de toda una época que en la península, y sobre todo en Castilla, es de repliegue, de mirada hacia adentro. Crea la primera capital oficial de España, Madrid, de la que casi no saldrá, y se erige en defensor de la cristiandad tras abrazar las consignas del Concilio de Trento.
Al principio, no hay quien le tosa. En San Quintín vence a los franceses, en Malta soporta el asedio de los turcos para luego derrotarlos en Lepanto, las sublevaciones de los moriscos y de los Países Bajos las sofoca con relativo éxito y sus galeones cruzan el Atlántico sin grandes sobresaltos. Pero la triple alianza franco-inglesa-holandesa da demasiada guerra, lo que se traduce en el fracaso de la Armada Invencible, y tanto esfuerzo militar hace que nunca le salgan las cuentas. Al final, su imagen queda muy debilitada. A ojos de los países del norte de Europa es un intransigente, un fanático. Obvian, sin embargo, que Felipe II impulsó la primera expedición científica moderna, encargada al médico y botánico Francisco Hernández de Toledo con el objetivo de estudiar la historia natural del continente americano, o que era un profundo admirador de los transgresores cuadros de El Bosco. En su juventud recibió una esmerada educación humanista, viajó por toda Europa y devoró los tratados de arquitectura del momento. Los conocimientos que le proporcionaron le llevaron a diseñar un verdadero programa de Estado, doctrinario y sistemático, que se plasma en la construcción del Monasterio de El Escorial. Su estilo se denominará “herreriano” por llevar la firma de Juan de Herrera, pero su fisonomía no se entiende sin las preceptivas consignas del rey, que se resumen en conciliar lo antiguo y lo nuevo mediante el empleo del lenguaje renacentista más puro y reinterpretando la sobriedad monacal.
La ‘rara avis’ cretense
En las antípodas de este estilo se desarrolla la obra de El Greco, una auténtica rara avis rebosante de talento. Nace en Creta, donde se empapa del arte bizantino, aprende en Italia de Tiziano y los manieristas y es en Toledo donde se desata su particular visión pictórica. Sus figuras alargadas, iluminadas con luz propia, y las equilibradas composiciones, no exentas de fantasía, se adaptan en temática a los gustos de la Contrarreforma y causan furor en la archidiócesis de Toledo. A Felipe II, sin embargo, no le gustó –rechazó el magistral Martirio de San Mauricio, encargado para El Escorial– y, a su muerte, se le comienza a tener por un pintor marginal. No será hasta el siglo XX cuando cambie la apreciación sobre su trabajo y se le considere un precursor del arte moderno. Se demuestra, de nuevo, que la historia nunca deja de reescribirse, incluida la del Renacimiento en España.