En 1898, Marie Curie denominó “polonio” al primer elemento químico que descubrió en su fecunda carrera, y la elección de ese nombre fue muy consciente: con él pretendía reclamar la atención del mundo sobre la situación de su país de nacimiento, Polonia, que sufría uno de los destinos más dramáticos de Europa.
La Polonia que había visto nacer a Marie en 1867 y de la que se marchó en 1891 se hallaba en aquel momento sometida al pesado yugo de tres ocupantes que se habían dividido el país: Rusia, Prusia y Austria. En su ciudad natal, Varsovia, bajo dominio ruso, la lengua polaca estaba siendo prohibida, y la administración colonial zarista se aprestaba a erradicar incluso el nombre de Polonia y sustituirlo por Territorio del Vístula (el río que cruza la ciudad). ¿Cómo había llegado Polonia a esa situación? ¿Por qué no era independiente, a pesar de su fuerte identidad nacional? Para encontrar la explicación hay que remontarse muchos siglos atrás.

Encajada entre Alemania y Rusia, pocas naciones como Polonia han tenido que vivir rodeadas por tan poderosos e impulsivos vecinos, siempre amenazantes. Su posición en el mapa le causó problemas desde el siglo xvii, cuando Rusia se erigió en un imperio, al tiempo que Prusia se revolvía nerviosa para ensanchar los dominios germánicos, el primer intento de conseguir el Lebensraum («espacio vital») al que en el siglo xx aspiraría Hitler. Otras potencias próximas como Suecia y Austria también acecharon el fecundo territorio polaco.
Antes, en la Edad Media, Polonia había sido primero ducado (966) y luego reino (1295). A partir del siglo xiv entró en fuerte antagonismo con la Orden de los Caballeros Teutones, cuyas incursiones medievales los habían llevado a controlar Prusia Oriental y Lituania, logrando importantes posesiones como la ciudad portuaria de Danzig (el nombre alemán histórico de la actual Gdansk). Los teutones llevarían con ellos la lengua alemana y pondrían la primera piedra de las aspiraciones germánicas en la región.
En el siglo XVI Polonia prosperó y el rey Segismundo II Augusto creó la República de las Dos Naciones, o Mancomunidad de Polonia- Lituania, para garantizar la unidad de los que hasta entonces eran sus dos feudos personales: el reino de Polonia y el ducado de Lituania. Así pretendía perpetuar su legado, pues carecía de descendencia. Para que no se repitiera el problema sucesorio se optaría por la monarquía electiva, que otorgaba a los nobles la capacidad de ofrecer la corona a quien les pareciera más oportuno en cada momento; el primero fue el francés Enrique de Valois, en 1573. Este inhabitual sistema político incentivaría la intromisión de poderes extranjeros para situar a sus respectivos candidatos a rey en cada elección de sucesor y propició una endémica inestabilidad. Con el despliegue de la pujante Suecia en el mar Báltico durante el siglo xvii se pondría de manifiesto la debilidad de la monarquía polaca. Los suecos ansiaban controlar su frente costero, con ciudades comerciales tan prósperas como Danzig. Tras varias derrotas, Polonia pidió auxilio al zar Pedro el Grande. A partir de entonces, la influencia de Rusia se acrecentó hasta convertir a su vecino del oeste en un protectorado.
Más actores internacionales iban a reclamar su parte de Polonia: el nuevo reino de Prusia, aceptado internacionalmente tras la Guerra de Sucesión española, nació con la aspiración de heredar los antiguos estados de los caballeros teutónicos. Federico II el Grande, monarca que engrandecería Prusia a partir de 1740, deseaba crecer hacia Polonia anexionándose la llamada Prusia Oriental, que reivindicaba como parte de la herencia teutónica.

Repartida tres veces
En 1772, los intereses de Prusia confluirían con los de Rusia y Austria, los otros grandes imperios de la región, para colmar sus respectivas ansias de expansión repartiéndose Polonia. Los nobles polacos apenas pudieron plantar cara.
Las intentonas de la aristocracia por recuperar poder no hicieron sino provocar nuevas intervenciones de rusos y prusianos, que acordarían hasta dos repartos más de su territorio, en 1792 y 1795. A estos episodios se los conoce como las Tres Particiones de Polonia y, fruto de ellos, el territorio propiamente polaco menguó cada vez más.
Aun así, su identidad cultural nunca llegó a extinguirse. Aglutinada en torno al catolicismo y a la lengua polaca, su persistente idiosincrasia religiosa y cultural ayudaría a que, cuando la llegada de Napoleón pusiera patas arriba el equilibrio europeo, los nacionalistas polacos —muchos de los cuales se habían refugiado en Francia— creyeran llegada la oportunidad de ampararse en los principios de la Revolución Francesa y en el general corso como aliado de sus aspiraciones. Este utilizaría a los polacos cual ariete en su campaña contra Rusia y, a cambio, les concedería la creación del Ducado de Varsovia en 1807 con una legislación muy avanzada. El hábil emperador francés legitimaría su campaña contra Rusia bautizándola como Segunda Guerra Polaca.
Pero tras la derrota napoleónica, la Polonia histórica volvió a ser repartida —esta vez en el Congreso de Viena de 1815— entre las potencias vencedoras. Quedaría dividida en seis entidades: un nuevo reino de Polonia (o Reino del Congreso), más pequeño que el ducado anterior y cuyo titular sería el zar ruso Alejandro I; la zona oriental, anexionada directamente al Imperio ruso; la región sur de Galitzia, entregada a Austria; Prusia se quedó con Pomerania y con el Gran Ducado de Posen; por último, Cracovia se convirtió en república, pero tutelada por las potencias, a modo de ciudad libre.
Las nuevas divisiones iban a complicar la consolidación de una resistencia polaca. En mayo de 1829, el sucesor de Alejandro I, su hijo Nicolás I, tomaría posesión como rey constitucional de las zonas sometidas a control ruso mediante una coronación formal en Varsovia, toda una concesión por parte del absolutista zar. A pesar de ello, el 29 de noviembre de 1830, al calor de las revoluciones burguesas de Europa Occidental, se produjo una insurrección de jóvenes oficiales que intentaron asesinar al gran duque Constantino, virrey del zar. Aunque no tuvieron éxito en su golpe de mano, este episodio, conocido como Revolución de los Cadetes, encendería una hoguera avivada por la sociedad civil y la Dieta de Varsovia (Parlamento), que nombró en diciembre a un «dictador», el general Józef Chlopicki, veterano de las guerras napoleónicas. En enero, el legislativo polaco dio un paso más en su enfrentamiento, deponiendo formalmente al zar. A partir de ahí la escalada sería imparable con nuevos actos desafiantes de la Dieta, como proclamar una monarquía hereditaria constitucional o la anexión de los territorios incorporados a Rusia.
Todo eso suponía una ruptura del reparto del Congreso de Viena y arrastraba al zar a la guerra si no quería ver cuestionado el estatus de gran potencia de Rusia. Para sorpresa del mundo, la resistencia polaca resultó mucho mayor de lo esperado, y el conflicto se prolongó hasta septiembre de 1831. Los ejércitos rusos tuvieron que asediar Varsovia y reducirla. La llama revolucionaria volvería a encenderse pasada una generación, en 1846, con la «guerra del pueblo», que pretendía sumar a la causa nacional a la población campesina y tuvo su principal foco en Galitzia (región controlada por Austria). Las contradicciones de clase entre burgueses y nobles, por un lado, y campesinos, por otro (a estos últimos les preocupaba más mejorar su acceso a la propiedad de la tierra), lastraron el intento. La revuelta solo obtendría apoyo en Cracovia, pero para los austríacos fue sencillo reducir a los alzados. El resultado final fue que la República de Cracovia perdió su estatus de semilibertad y Austria se la anexionó, pasando el emperador Fernando I a ostentar un nuevo título —Gran Duque de Cracovia—, con el beneplácito de Rusia y Prusia. Otro intento revolucionario en Cracovia en 1848, año de agitación en toda Europa, acabaría con los rebeldes huyendo y sumándose a movimientos de liberación nacional europeos, como el húngaro o el italiano, participación que haría famosa su causa, pese a su falta de éxito.

La Polonia en la que creció Marie
En 1863 se produjo el Levantamiento de Enero, llamado así por su fecha de inicio, el 22 de ese mes. Comenzó como una protesta contra el reclutamiento para el ejército imperial ruso, organizada por los Rojos — como se conocía por entonces a los grupos de jóvenes más levantiscos—, algunos de los cuales habían apoyado en Italia a Garibaldi, su modelo. Los insurgentes polacos se lanzaron a la sublevación creando el Gobierno Nacional Provisional, el cual, desde sus escondites de Varsovia, plantaría cara a las huestes del emperador Alejandro II. La reacción de los dominadores rusos, que no consiguieron aplastar el levantamiento hasta 1864, resultó muy dura y alcanzaría a todos los ámbitos de la vida cotidiana. Rusia redujo la autonomía polaca al mínimo. Su lengua fue prohibida y el ruso se impuso como idioma de la administración, la justicia y la escuela secundaria. En este difícil contexto nacía Marie Curie en 1867.
La propia Marie recordaría más adelante que «hasta los niños, constantemente bajo sospecha y espiados, sabían que una simple conversación en polaco o una palabra imprudente podía causar un serio daño no solo a ellos mismos, sino también a sus familias». Solía relatar la anécdota de cómo, con once años, un inspector escolar les humilló a ella y a sus compañeros de clase obligándoles a rezar el padrenuestro en ruso y a recitar la lista de toda la familia imperial zarista. Años después, en 1885, se culminó la imposición del ruso haciéndolo también lengua obligatoria para la escuela elemental.
La pérdida de identidad
En la parte polaca dominada por Prusia la situación no era mucho mejor. Bismarck borró los rastros de diferenciación, autonomía o privilegio entre todos los territorios que regentaba su país desde el Congreso de Viena: así, Pomerania, Posen y Danzig se integraron completamente en Prusia a partir de 1871, año que marca, con su victoria sobre Francia, el inicio de la época de máximo esplendor prusiano. El alemán se convirtió en la lengua escolar en 1887 y la Iglesia católica polaca fue sometida a un fuerte acoso, ya que se la consideraba hostil a la centralización del nuevo Reich. Así, se ordenaron la disolución de monasterios, las detenciones de párrocos y el cierre de parroquias.
Paradójicamente, fue la zona austríaca la que experimentó una mejoría para las aspiraciones polacas, al contrario de lo que había ocurrido medio siglo atrás. El Imperio austríaco ya no era el de antes. Debilitado militarmente por derrotas frente a las otras potencias europeas, y políticamente por las aspiraciones nacionalistas húngaras, acabó por ceder a estas y se convirtió en monarquía austro-húngara. Ofreció modificaciones constitucionales y aumentó un poco la autonomía de Galitzia y el poder de la élite polaca de esta región. A partir de 1867 y hasta 1918, los cargos de virrey y ministro de Galitzia recaerían siempre en polacos. Los nobles y los hacendados, merced a un limitado sufragio censitario, pudieron ser mayoría en la Dieta local de Lwow (actual Leópolis, en Ucrania) y en la representación parlamentaria de Galitzia en el Parlamento central austríaco. Se restableció el uso del polaco en los tribunales, la administración y las universidades, como la de Cracovia, ciudad que reverdeció su tradición de foco cultural y se erigió a partir de entonces en la principal metrópoli del arte y la creación polacos.
Pero todo ese florecimiento le quedaba muy lejos a Marie Curie, que vivía en Varsovia bajo la opresión rusa, en condiciones económicas muy precarias y estudiando en la clandestina «Universidad Flotante de Varsovia» para poder formarse, además en lengua polaca. Curie pudo burlar, gracias a esta educación furtiva, la norma rusa que impedía el acceso de las mujeres a la universidad.
«Tengo un recuerdo muy vivo de la simpática atmósfera de camaradería intelectual y social de la que disfruté», escribiría Marie Curie sobre esa época heroica. Nunca olvidaría aquellos tiempos intentando burlar el sometimiento, ni tampoco olvidaría a su país. El polonio es testimonio perenne de ello.