Las sociedades íberas utilizaron distintos mecanismos religiosos de comunicación con sus divinidades a través de la práctica ritual. Ritos que parten de peticiones distintas y que, al mismo tiempo, se formalizan de manera diversa, reflejando un mapa heterogéneo de experiencias que nos acercan a los comportamientos religiosos y sociales de los pueblos que habitaron gran parte de nuestro territorio hace más de 2200 años.
Ofrendas para la eternidad
Los santuarios fueron espacios sociales fundamentales. En ellos se organizaban fiestas, teniendo al calendario agrícola como especial indicador en la organización de las celebraciones rituales.
También sabemos que los equinoccios jugaron un papel regulador de las normas anuales y estacionales, acompañado de fenómenos astrológicos vinculados a la salida o a la puesta del sol.
En el caso de los espacios de culto, que se ubicaron en lugares alejados, a ellos se viajaba, en ocasiones, en peregrinaciones a larga distancia que incorporaban recorridos simbólicos que pasaban por espacios naturales singulares, hitos destacados en el paisaje sagrado.

Sobre todo a partir del siglo IV a.C., los santuarios se convirtieron en enormes depósitos votivos, donde se ofertaron y acumularon ofrendas de naturaleza diversa (figurillas, cerámica, objetos personales, restos vegetales, restos de sacrificio, etc.).
Se crearon como espacios de memoria, como ámbitos de pervivencia en los que lo sobrenatural se hacía tangible, donde el acercamiento a la divinidad era más sencillo y donde el contacto de con el suelo sagrado era estar en contacto con tus antepasados, rasgos reflejados sutilmente en las imágenes votivas que fueron depositadas.
Fueron una de las ofrendas más características en el sureste de la península ibérica, con especial presencia en los espacios de culto del territorio que capitalizó Cástulo (Linares, Jaén), en la Oretania del sur, y que actualmente coincide con la zona más oriental de la actual provincia de Jaén. Los exvotos de este territorio se contabilizan por miles.
Los exvotos en bronce
Oscilan entre los 2 y los 15 cm., de modo que los exvotos en bronce son imágenes en miniatura. A modo de pequeña fotografía de carnet, representan a las personas que realizaron sus rituales en los espacios de culto, pero no son un reflejo directo, sino que hay que entenderlo más bien como una proyección codificada y condicionada por distintos aspectos de tipo social y simbólico.
Aunque el mayor número de estas figurillas representan a personas, también existen exvotos de animales (caballos, toros, águilas, etc.) e, incluso, solo de partes de cuerpo como ojos, dentaduras, piernas, úteros, falos, pechos…
Resulta curioso saber que se ofrendaron exvotos de úteros en bronce, tanto de animales como de personas, en ocasiones claramente grávidos, aludiendo al estado de gestación.
Estas ofrendas, que son exclusivas de los santuarios jienenses de Collado de los Jardines (Santa Elena) y la Cueva de la Lobera (Castellar), hacen referencia al ámbito femenino de la fertilidad. Evocan a la maternidad, pero también a la protección e, incluso, a la curación de dolencias relacionadas con la gestación y el parto.
De hecho, las afecciones derivadas del alumbramiento pudieron acompañarse de este tipo de ofrendas, enmarcadas en la órbita de los cultos curativos, tal y como se documentan en otros ámbitos mediterráneos, como el griego o el etrusco.
La función primera del exvoto era ser memoria, huella de quien alguna vez visitó el santuario. Tuvieron, por tanto, un papel muy importante, porque la memoria es continuidad, es pervivencia y tradición y el exvoto adquirió un papel mediador en este sentido.

De hecho, la elección del bronce redunda en esta idea de permanecer. El bronce, entendido como el material eterno en la Antigüedad, se convierte en un elemento idóneo por su plasticidad para la elaboración, que permite cierto detallismo, pero que al enfriarse adquiere gran durabilidad, teniendo una importante resistencia al desgaste y a la corrosión.
Las técnicas de fabricación fueron diversas, como el vaciado o el forjado, pero la búsqueda de una ejecución cuidada hizo que la más usada fuese la cera perdida. Estas piezas se fabricaron de manera individualizada y sus características formales y simbólicas, cuando se repetían, aludían a un modelo mental preestablecido y no al uso sistemático de moldes.
En ocasiones las representaciones fueron figurativas, llenas de detalles que no pasaban desapercibidos: una fíbula prendida del manto, un broche de cinturón decorado, la empuñadura de la espada ibérica, el ribeteado decorado de los velos, etc. En otras ocasiones, eran esquemáticas y en ellas se condensaron y simplificaron algunos rasgos principales.
No hay que pensar que eran ofertas humildes o pobres; a modo de pequeñas varillas, en ellas se representaron aspectos de clase y estatus, como los tocados altos, las túnicas acompañadas de mantos cruzados o las joyas.
Frente a los cuerpos vestidos, también se representaron los cuerpos desnudos. La representación del cuerpo desnudo en los exvotos se convirtió en una forma especial de presentarse ante la divinidad y tuvo significados diversos. Poseía una alta capacidad comunicativa en sí mismo, un vehículo expresivo, pero no como un reflejo de la realidad anatómica, sino más bien como una simbolización.
Se acompañaron de recursos, como la exageración de determinados rasgos, como el sexo, mecanismo de expresión y comunicación directa con la divinidad.
En ocasiones fueron fórmulas de prestigio usadas por la aristocracia, que seleccionó modelos de carácter heroico y conmemorativo. En otros ejemplos las figuras desnudas se asociaron a ritualidades concretas, vinculadas a la ofrenda en pareja y a la fertilidad.
La fuerza sanadora de la comunidad
La sociedad eligió esta forma de representarse en los santuarios también como signo de identidad, de reconocimiento de la pertenencia a un grupo y a un territorio, en este caso el de Cástulo.
Pero no se representó a toda la sociedad, no hay que entenderlo como un mecanismo democrático, si bien definió una etapa de mayor visibilidad de las clases sociales.
La imagen, en este momento, reflejaba una estructura de clases, fuertemente desigual y ordenada en torno a la figura de la aristocracia. En torno a ella emergieron las imágenes de los grupos de clientela que se hicieron visibles y participaron en los ritos. Esta fue una fórmula que sirvió para crear bases de identificación y cohesión.
La pertenencia a una comunidad religiosa se manifiesta, además, en la asunción de un conjunto de ritos que vienen determinados por las acciones del propio grupo y que se traducen en comportamientos y gestualidades que son aprendidas y reproducidas. Es una forma de sentirse y reivindicarse como ‘parte de algo’ (ritos de agregación), de sentirse resguardado por la colectividad. Formas de expresión y de relación con el espacio sagrado que nos aproxima a los comportamientos internos de la comunidad religiosa consigo misma.
Bajo estos planteamientos, la homologación del gesto se vinculó al reconocimiento de la pertenencia a una comunidad religiosa, como lenguaje compartido entre el colectivo y dirigido a la divinidad que, en el caso de los santuarios de Cástulo, quedó perfectamente fijado a través de numerosas series de exvotos en bronce en los que se repitieron estos rasgos gestuales.

Un primer rasgo común, compartido y reiterado de manera sistemática fue, por ejemplo, la representación de los pies descalzos. El hecho de descalzarse y de tomar contacto directo con el suelo sagrado adquirió una dimensión simbólica vital: era requerido, era necesario ese contacto como forma de sacralización y respeto.
Otras normas conocidas tienen que ver con el saludo elegido al llegar al santuario, ya que existieron normas y códigos establecidos. Las manos adquirieron un protagonismo importante en este lenguaje gestual; de hecho, en ocasiones se representaron exageradas, enormes, ocupando un lugar prioritario en la imagen.
Las variantes fueron ricas, por ejemplo: la norma de levantar la mano derecha, formalizando el saludo, el hecho de levantar ambos brazos y mostrar las manos abiertas, como señal de respeto, o de situar los brazos abiertos, a la altura de las caderas y de nuevo con las manos abiertas, como gesto de presentación. Podemos pensar que fueron gestos que formaron parte de estudiadas coreografías. En los rostros recayó gran parte de la carga expresiva de estas imágenes.
Los santuarios eran lugares especiales, como espacios donde la divinidad se mostraba a través de distintos mecanismos, como el sonido o la luz solar en los casos de hierofanías (apariciones divinas), como en el santuario de la Cueva de la Lobera. Los sentidos se agudizaban y así quedaba recogido en las pequeñas figuras.
Los ojos grandes y abiertos, que en ocasiones miran a lo alto, hacia la cueva, con ansias de ver, las orejas enormes, deseosas de oír lo revelado o la boca abierta, orando, en ese instante preciso de comunicación con la divinidad.
Se expresaron, de esta manera, distintas categorías de percepción, como son las emociones, aspectos inmateriales que fueron conceptuados a través de las formas de representación: de las personas y de sus emociones.
Vestidos de fiesta para el santuario
Otro aspecto muy interesante es el vestido. Las pequeñas figurillas nos aproximan al uso del vestido de fiesta, es decir, del atuendo ceremonial. Contamos con una muestra amplísima que nos permite analizar tanto aspectos genéricos, como otros específicos relacionados con ritualidades concretas.
Las fiestas en el santuario eran el momento idóneo para que la aristocracia se engalanara y luciera sus signos y elementos de poder. Los depósitos votivos están repletos de imágenes de mujeres mitradas, con rodetes que enmarcan el rostro, grandes collares dobles o triples y las túnicas largas, de cuidada confección, en ocasiones también dobles. O de hombres vestidos con túnica corta y faldellín acampanado o plisado, sobre los que se añaden complementos como el cinturón, en el que se resalta el broche.

A este atuendo lo acompañaban diversos peinados masculinos, como el pelo recogido en dos pequeñas trenzas o bucles, sujetos por detrás de las orejas, la melena corta o recogida bajo un bonete, que en origen pudo ser de piel o cuero, que se ajustaba a la cabeza.
La túnica se complementaba, en ocasiones, tanto en mujeres como en hombres, con el manto. El sagum hace referencia a una capa o ‘abrigo’ de formas rectas y cuadradas, elaborada en una sola pieza que solía sujetarse al hombro por una fíbula.
Había normas en el uso del manto y las imágenes en bronce muestran cómo el uso de esta prenda varía dependiendo del género: los hombres siempre la sujetaban en el hombro derecho, las mujeres en el izquierdo.
Algunos de estos modelos de prestigio, en el caso de los hombres, se acompañaban por la mostración de la panoplia ibérica, es decir, la exhibición de las armas: la falcata ibérica, en ocasiones representada con la empuñadura de cabeza de ave o de caballo, la caetra o escudo, normalmente prendido a la espalda, y el soliferrum o lanza de hierro.
También el atuendo, cargado de simbolismo, fue un elemento activo en los rituales, en algunos casos con un protagonismo importante.
Así, por ejemplo, en tipos de imágenes que muestran a mujeres completamente veladas, cubiertas por un velo que llega al suelo y que esconde intencionalmente todo el cuerpo, incluso manos y pies. Solo el rostro es visible. En un momento fijado del ritual, esas mujeres abrían la prenda y mostraban el sexo o los pechos desnudos. El vestido, en este caso el velo, interviene como un elemento activo y fundamental, es un tipo de velo elaborado para esta ceremonia y, además, se convierte en necesario para la consecución del rito de fertilidad.
Otro atuendo excepcional, elaborado para las fiestas del santuario, es el que acompaña a los ritos de paso de edad. Fueron ritos realizados en pareja y protagonizados por muchachas y muchachos que participaron de una misma condición simbólico-ideológica y utilizaron una misma forma de vestir.

El atuendo se componía por una túnica sencilla, corta en los ejemplos masculinos, y larga en los femeninos, de escote en pico, mangas hasta los codos y cintura ajustada por cordones anudados. A este vestido acompañaba una prenda excepcional, unos cordones que se ajustaban a los hombros. Iban cruzados en la espalda y, a veces, estaban unidos en el pecho por un cordoncillo trenzado.
El peinado también fue específico de la edad y de este ritual. Ambos géneros compartieron uno similar: dos trenzas. Más largas en las muchachas, caían sobre el pecho y acababan en dos bolas, nudos o aros. En algunos casos estas trenzas femeninas se acompañaban de postizos con labores en ondas y trenzas, que completaban el peinado a modo de pelucas. Esas trenzas acababan siendo ofrenda para la divinidad, pues se cortaban, marcando un momento importantísimo en el rito.
Otro atuendo especial es el que acompaña a los ritos nupciales. El rasgo principal es que mujeres y hombres adoptaban una misma forma de vestir. Ropa y joyas se compartieron, al igual que una misma actitud ritual. Destaca el uso de un manto de doblez corto que, sobre la túnica, se abría en el costado derecho y que remataba en volantes. Era una prenda muy fina, casi transparente, que dejaba apreciar aspectos de la anatomía.
A este vestido acompañaba un velo, abierto por la espalda hasta por debajo de la cintura. Esta prenda era utilizada por ambos géneros. En el caso de la mujer se apoyaba en una mitra baja, mientras que cuando aparece en los hombres cubría la tonsura, un tipo de peinado exclusivamente masculino.
Los mantos y velos se mostraban ricamente confeccionados, con decoración en los ribetes. Esta riqueza decorativa y la fineza del vestido se acompañaba con joyas como los brazaletes en ambos brazos o los collares de lengüetas. Ambos géneros las lucían.
Como curiosidad, decir que la transformación de los cuerpos a través de performances fue un rasgo de los rituales de estos santuarios. Así, el corte del pelo en el caso de las y los jóvenes que participan en los ritos de paso de edad es un instante esencial, pues simboliza el abandono de la niñez y el acceso a la edad adulta.
También la presencia de peinados temporales, como la tonsura en los hombres, marca un momento importante y sabemos que es un rasgo presente en otros ámbitos culturales, como en el santuario lacial de Lavinio (Pomezia, Roma), donde la tonsura se asocia a la preparación de la ceremonia nupcial.
Por último, también el uso de pintura corporal, incluso de máscaras, que ayudan a romper con las formas de expresión cotidianas, generando momentos especiales, aferrando esta experiencia al lugar sagrado.