Los protagonistas del conflicto, del emperador incapaz al presidente pacífico que anhelaba la guerra

Además del emperador nipón Hirohito y del presidente norteamericano Roosevelt, numerosos oficiales a su cargo tuvieron un papel destacado en el devenir de la Segunda Guerra Mundial y, especialmente, en el enfrentamiento entre Japón y EE.UU.
Los protagonistas del conflicto, del emperador incapaz al presidente pacífico que anhelaba la guerra

El 27 de septiembre de 1945, Japón olía a amarga derrota y a terror nuclear. La tensión era palpable en la embajada de Estados Unidos. Se acababa de ganar la guerra, en efecto, pero el futuro era incierto para el país. A lo largo de la mañana, un viejo Rolls Royce se detuvo frente a la puerta del edificio, el único intacto de todo un barrio destruido. De él salió un hombre delgado y no demasiado alto. Llevaba pantalón a rayas y chaqué, con una correcta etiqueta. Le recibió el general Douglas MacArthur, aunque sin demasiada pompa. Aquel tipo enjuto era el mismísimo emperador. “Le ofrecí un cigarrillo norteamericano, que aceptó con efusión. Cuando le di lumbre, noté el temblor convulsivo de sus manos”, escribió el militar en sus memorias. El norteamericano iba en mangas de camisa, una verdadera afrenta según la tradición nipona, pero a nadie le importó.

Medalla de Honor de la Marina que recibieron numerosos marinos y marines estacionados en Pearl Harbor por sus esfuerzos durante el ataque de Japón el 7 de diciembre de 1941. Foto: Shutterstock.

Aquel ser tembloroso era lo único que quedaba del glorioso emperador que, junto a una gigantesca camarilla de oficiales como Minoru Genda o Isoroku Yamamoto, había orquestado y aprobado el ataque contra Pearl Harbor. Pero, aunque el mito ha extendido lo contrario, esta imagen se correspondía con su verdadero carácter. Más que un aguerrido mandatario, el japonés era en la práctica un monarca constitucional manipulado por sus consejeros. Nada que ver con el mandamás de Estados Unidos, un Franklin Delano Roosevelt que, aunque se esforzó por mostrar su faceta más aislacionista para no perder votos, anhelaba entrar en la guerra para evitar la caída de Gran Bretaña.

Verdades y misterios tras Hirohito

“El emperador es la cabeza del Imperio y reúne en sí los derechos de soberanía”. En la constitución de 1889, la primera de Japón, quedaba tan cristalino como las aguas de Hawái que el emperador era mucho más que un líder político. El pueblo lo veía casi como una deidad: el descendiente directo de la diosa del Sol, Amaterasu. Por ello, su figura era inviolable, tenía el mando supremo del Ejército y asumía grandes responsabilidades políticas como la sanción y promulgación de leyes. Eso, y bastante más, es lo que empezó a representar Hirohito para los ciudadanos del país del Sol Naciente a partir de diciembre de 1926, cuando se celebró su ceremonia de entronización. No era un novato, a pesar de que apenas sumaba 25 primaveras a la espalda. Había sido educado para reinar y ya había ejercido como regente durante seis años debido a la demencia de su padre.

Sin embargo, bajo todo aquella parafernalia y ese halo de divinidad, Hirohito era un ser humano que transmitía cierta debilidad. A nivel físico, fue el primer emperador en romper la norma de no mostrarse en sociedad con lentes. La descripción del militar y periodista de la época Raymond Cartier lo deja claro: “Dios teórico, no es un héroe. Es un hombre de laboratorio, desgarbado, que se viste y habla mal, tan miope que los cristales de sus gafas parecen unas lupas que le agrandan los ojos de manera extraña”. El carácter tampoco le acompañaba. Introvertido, cauteloso y frágil, estaba convencido de que el papel del emperador era secundario y testimonial. De hecho, su limitado poder real –el de una suerte de monarca constitucional– hizo que, durante las décadas de los años veinte y treinta, sintiera cierto miedo a los generales más populares de Japón.

Fotografía de Minoru Genda (1904-1989) con uniforme de la Marina Imperial japonesa. Foto: ASC.

Esa es la triste verdad: Hirohito nunca gobernó de facto Japón, solo actuó como una figura que vertebraba el país y que, eso sí, era venerada por la población. Allá van algunos ejemplos. En 1931 se mostró contrario a la guerra contra China y criticó que las tropas del ejército nipón perpetraran matanzas y violaciones en ciudades como Nankín, donde se asesinó a entre 150.000 y 300.000 personas. Sin embargo, no pudo detener aquella locura. Poco después, en 1933, se negó a que Japón abandonara la Sociedad de Naciones, pero sus quejas fueron obviadas por la cúpula de un Gobierno ansioso por estrechar lazos con Alemania. Para terminar, tampoco aprobó la ocupación de la colonia francesa de Indochina en 1940. “Por principios, no estoy de acuerdo en actuar como un saqueador en un incendio”, insistió. Una vez más, su opinión no importó. Unas veces era convencido por sus consejeros. Otras, era su carácter el que le hacía recular.

Sobre su papel en el bombardeo de Pearl Harbor existe gran controversia. Algunos historiadores son partidarios de que, aunque sentía que no había otra salida que enfrentarse al gigante de las barras y las estrellas, quería declarar la guerra antes de bombardear la base de Hawái. De hecho, según esta misma teoría, se enfureció cuando supo que sus deseos no se iban a respetar. En 2018, sin embargo, se descubrió un informe japonés fechado en 1941 que cambió esta perspectiva. Escrito por el viceministro del interior Michio Yuzawa poco después de que se decidiera el ataque, el documento explicaba que no había puesto impedimentos al golpe de mano: “El emperador parecía tranquilo e inquebrantable después de tomar una decisión”. Fuera como fuese, los hechos del 7 de diciembre condenaron a un Hirohito que, tras la derrota, tuvo que renunciar a su condición divina para evitar ser juzgado por crímenes de guerra.

El doble juego de Roosevelt

A miles de kilómetros, el par de Hirohito en Estados Unidos mostraba un carácter diametralmente opuesto. Si el emperador prefería la cautela, el trigésimo segundo presidente de Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, se mostraba siempre dispuesto a hacer lo que hiciera falta para salvaguardar la integridad de su país. Además, contaba con algo que el emperador no tenía: la capacidad de transmitir su fuerza interior tanto a los miembros de su gabinete como a la ciudadanía. Incluso albergaba un puntito presuntuoso, aunque se le había reducido por culpa de la enfermedad que le postró en una silla de ruedas. “Después de su lucha contra la poliomielitis se mostró menos arrogante, menos presumido, menos superficial, más concentrado, más complejo, y más interesante”, escribió Frances Perkins. La que fue su secretaria de Trabajo entre 1933 y 1945 también especificó que “su capacidad para animar al resto a hacer trabajos difíciles era indiscutible”.

El presidente Franklin D. Roosevelt (1882-1945) sentado al volante de su automóvil ante su casa de Hyde Park, Nueva York, a mediados de los años 30. Foto: Getty.

Roosevelt, de cara ancha y entradas acuciantes en la frente, vivió una verdadera pesadilla después de hacerse con la presidencia en marzo de 1933. El político se topó con un país sumido en una fuerte depresión económica y financiera; una en la que la población hacía cola para sacar el dinero de los bancos, no se consumía y la quiebra bancaria era un hecho. Por si no fuera bastante, la sociedad todavía recordaba con amargura los miles de cadáveres que había provocado en su país la Primera Guerra Mundial. Ambos factores hacían que, en la práctica, llevar a Estados Unidos a un nuevo conflicto en Europa fuera imposible. A pesar de ello, el presidente se esforzó por mantener una apariencia de cierto aislacionismo mientras preparaba a su país para el conflicto que se avecinaba. “EE UU nunca sobrevivirá como un oasis feliz y fértil de libertad rodeado por un cruel desierto de dictadura”, afirmó.

Pero ni un genio de los tiempos como él pudo evitar la escalada de tensión que se sucedió entre EE UU y Japón en los años siguientes. Durante 1937, el presidente dio el primer paso hacia la guerra al pronunciar el Discurso de cuarentena. En él, cargó contra todas las potencias que estaban convirtiendo el mundo en un lugar peligroso. No citó ninguna, pero sus desencuentros con los nipones eran bien conocidos. “La guerra es un contagio. La misma situación está amenazando la paz del mundo, el bienestar y la seguridad de todas las naciones. Que nadie piense que EE UU escapará. Sí, estamos decididos a mantenernos fuera de la guerra, pero no podemos asegurarnos contra sus efectos desastrosos”, sentenció. 

A pesar de ello, intentó mantener este doble juego hasta 1940, cuando la posibilidad de presentarse a la reelección por tercera vez –un hito, ya que lo habitual era retirarse a los dos mandatos– le provocó más de un desvelo. De hecho, las elecciones navegaron en la incertidumbre para Roosevelt, como bien explicó su mujer, Eleanor, en las memorias que escribió tras el conflicto: “Yo estaba convencida de que él no quería volver a presentarse. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo más y más gente le decía que debía hacerlo, que la guerra estaba en el horizonte y que nadie más que él tenía el conocimiento necesario para salir adelante en la crisis que se avecinaba”. 

Eleanor Roosevelt (1884-1962) –primera por la derecha– recorre una mina de carbón de Ohio en la primavera de 1935. Foto: Getty.

Al final, Franklin se decidió y obtuvo la ansiada mayoría. Parece que a la sociedad no le importó su lucha frontal contra el aislacionismo. El tiempo terminó por darle la razón cuando, el 7 de diciembre del año siguiente, sucedió el ataque a Pearl Harbor. “Durante mucho tiempo, mi marido sospechó que Japón soñaba con dominar el Pacífico. Para él eran el enemigo, pero no podía expresarse porque le hubieran llamado belicista”, desveló su mujer.

Revolución japonesa

Bajo estos dos grandes líderes se contaban una infinidad de oficiales. Entre los que fueron clave en el Ejército Imperial destaca el contralmirante Takijirō Ōnishi. Alumbrado en 1891, en la práctica fue un pionero de las fuerzas aeronavales niponas que, además, había atesorado una gran experiencia como piloto e instructor. Militar destacado durante la segunda guerra chino-japonesa, en enero de 1941 fue requerido para dar forma al ataque contra la base estadounidense, aunque siempre se mostró contrario a entrar en guerra con los norteamericanos. Por desgracia, su fama le llegó cuatro años después, cuando era jefe de la Primera Flotilla Aérea de Filipinas. A sabiendas de que la potencia del Imperio era irrisoria en comparación con la del gigante americano, alumbró a los kamikazes. “Solo hay una manera de asegurar que nuestra cuestionable fuerza sea efectiva: organizar unidades de ataque suicida compuestas por aviones de combate Zero”, señaló.

Chikanori Moji, Yoshio Kodama, Takijiro Onishi y Fujiyoshi (de izda. a dcha.) en el santuario de Tainan en Taiwán (1944 o 1945). Foto: ASC.

Igual de importante para el desenlace de las operaciones fue Minoru Genda, más conocido por ser el arquitecto que perfeccionó el plan de ataque sobre Pearl Harbor. Resumir su vida resulta una tarea imposible. Nacido en 1904, este militar de tez ruda y gesto severo se ganó los galones como piloto en 1932 y, con los años, no tardó en ascender en el escalafón. Si por algo se hizo famoso fue por su cuasi obsesión con la guerra aeronaval. En este sentido era un visionario. “Un día, mientras veía las noticias, me percaté de que había cuatro portaaviones estadounidenses en formación. Eso me dio la idea de utilizar este tipo de navíos de forma concentrada. Hasta entonces solo habíamos usado dos. Es cierto que así se les exponía a los aeroplanos enemigos, pero también lo es que podían concentrar fuego antiaéreo contra ellos”, explicó en una conferencia en los años sesenta. 

Con la guerra en el horizonte, Ōnishi solicitó a Genda que afinara los pormenores del asalto a la base estadounidense. Este elaboró una estrategia con diez puntos clave que, en su mayoría, fueron implementados. “Antes del golpe, perfeccionamos el bombardeo horizontal contra acorazados a una altitud de 3.000 metros, el bombardeo en picado y el ataque con torpedos. Estos dos últimos, contra acorazados de alta velocidad y maniobra evasiva libre”, desveló el propio Genda en la misma conferencia. Tampoco se olvidó de las ‘batallas de perros’, los combates en el aire entre aeroplanos: “Confiábamos bastante en nuestra habilidad. Muchos pilotos habían luchado en China y nuestro Zero era excelente”. Aunque hubo algo que no pudo lograr: que se lanzara un segundo golpe varias jornadas después para eliminar del todo a la flota norteamericana. El 7 de diciembre se destacó como asesor naval en el portaaviones Akagi.

Por último, cabe reseñar a Isoroku Yamamoto, almirante y comandante en jefe de la Flota Combinada de la Armada Imperial. Séptimo hijo de un maestro de escuela, nació en 1884 e ingresó en la escuela naval a los 16 años. Poco después fue adoptado por la familia Yamamoto, de la que tomó su apellido. Estudió en Harvard y fue agregado naval en Washington, lo que le convenció de que Estados Unidos era un rival demasiado poderoso para el ejército nipón. Por ello, siempre rechazó la idea de declarar la guerra al coloso norteamericano. A nivel militar era un defensor a ultranza de los aeroplanos y los portaaviones para obtener la superioridad en el conflicto que se avecinaba. A cambio, criticó mucho el derroche de dinero que suponía fabricar gigantescos acorazados como el Yamato o el Mushashi. “Serán tan útiles como una espada samurái en el conflicto”, expresó. La decisión de que había que atacar Pearl Harbor desde el aire fue suya, y vaya si acertó.

El Yamato –acorazado de la Armada Imperial japonesa– realiza pruebas a plena potencia en la bahía de Sukumo, el 30 de octubre de 1941. Foto: ASC.

Veteranos y sobrepasados

Como es lógico, los oficiales norteamericanos no fueron los que salieron mejor parados de la tragedia que supuso el 7 de diciembre de 1941, aunque no se puede decir que estuvieran menos preparados que sus homólogos japoneses. Un ejemplo de veteranía era Husband E. Kimmel, comandante en jefe de la Flota del Pacífico durante el ataque a Pearl Harbor. El almirante había nacido en 1882 y había pasado por una infinidad de puestos; entre ellos, el de asistente del subsecretario de Marina. No era un don nadie, en definitiva, pero sus grandes defectos, la terquedad y la falta de iniciativa, terminaron por condenar a los marinos de Hawái. Y es que, a pesar de que recibió una extensa lista de avisos en los que se indicaba que la zona podía ser bombardeada, siempre estuvo convencido de que los nipones cargarían contra otros objetivos como las islas de Wake o Midway en primer lugar.

De hecho, era partidario de que el enemigo no se atrevería a iniciar las hostilidades, pues la URSS se abalanzaría sobre Japón sin dudarlo. En sus memorias, Admiral Kimmel’s Story, dejó pinceladas de los problemas internos que favorecieron el ataque japonés. El principal fue la división de responsabilidades en lo que se refiere a la protección de la base: el Ejército se encargaba de la defensa aérea y terrestre, mientras que la Armada del mar. Lo cierto es que esta bicefalia provocó situaciones absurdas como que la Marina fuese la responsable del reconocimiento, pero fueran las fuerzas de tierra las que disponían de las estaciones de radar. Aunque lo que más irritaba a este veterano oficial americano es que el alto mando le arrebatara recursos para destinarlos a la creación de la Flota del Atlántico. En todo caso, siempre siguió las órdenes, aunque le molestaran o estuviera en contra de ellas.

El contralmirante Husband E. Kimmel en 1939 a bordo de su buque insignia, el USS San Francisco. Foto: ASC.

El homólogo de Kimmel fue el general Walter C. Short, comandante del Ejército de Estados Unidos en Pearl Harbor y al frente de las defensas terrestres y antiaéreas. Sus errores de concepto a la hora de plantear la protección de Hawái condenaron, en gran medida, a los miles de hombres que cayeron el 7 de diciembre. Para empezar, estaba convencido de que el único peligro real eran los sabotajes. Por ello, decidió reunir todos los aeroplanos que tenía a su disposición y concentrarlos en emplazamientos que fueran fáciles de vigilar. Por descontado, fueron un objetivo prioritario y sencillo para las fuerzas aéreas niponas. Además, subestimó la utilidad de los radares y tan solo estableció un equipo de vigilancia entre las cuatro y las siete de la mañana; algo que se demostró insuficiente. Como Husband, criticó la falta de recursos y, al igual que él, no tardó en ser destituido.

* Este artículo fue originalmente publicado en la edición impresa de Muy Historia.

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